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La trata y el mutis, Frances Erskine Inglis en Tampico

Raúl Sinencio Chávez
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umbo a Cuba, el lunes 17 de enero de 1842 la escocesa Frances Erskine Inglis hace alto en Tampico, puerto tamaulipeco. La acompaña el marido Ángel Calderón de la Barca, primer ministro plenipotenciario de España, con quien arriba en 1839 a la República Mexicana, tras el Tratado de Paz y Amistad entre ambas naciones. 

A Inglis, Madame Calderón de la Barca, esto le inspira La vida en México durante una residencia de dos años en ese país. Y como el libro menciona la escala realizada en las goteras de Tamaulipas, invita a examinar los trazos que de ella obsequia. He aquí el propósito de las siguientes líneas.

Lo bastante respetable 

Semana y media antes en Veracruz abordan el Tyrian, velero inglés. Atendida por el «capitán Griffin», la nave fondearía al cabo afuera del río Pánuco, imposibilitada de trasponer la bocana por los bancos de arena. El matrimonio alquila una lancha y alcanza tierra firme, disfrutándola hasta los arranques del miércoles 19. Entusiasmo y alivio privan. Dizque «viejo e incómodo», el Tyrian capotea en altamar temporales consecutivos, dibujándole el amanecer cielos tranquilos al fin. «Aunque un poco tarde, los dos o tres nortes que se han experimentado anuncian un invierno muy riguroso», confirman la víspera redactores locales. 

El bote navega alrededor de 10 kilómetros y los Calderón de la Barca descienden en Tampico esa mañana. Frente a la Plaza de la Libertad, en la esquina suroeste de las actuales calles Benito Juárez y Francisco I. Madero, los aloja el recién establecido consulado español, que «Don José de Gómez Mira» preside. Se trata de «la primera casa de sillería construida en esta población», inmueble «hermoso y ventilado» que Inglis encuentra «con alegre vista desde las ventanas». En gratas líneas describe los edificios de «muchos colores», las «tiendas de […] buena apariencia», los «palacios de tejamanil» «y el aspecto de gran limpieza». Estima que «si no fuese por la barra» y «el peligro de cruzarla» para los mercantes, «Tampico podría […] ser un puerto […] floreciente». La ilustra quizás Alejandro de Humboldt –leído por ella--, quien en 1811 recomienda dragar los bajos, «suponiendo siempre que […] este costoso remedio produjese efectos de alguna duración». Los edificios «de muchos colores», las «tiendas de […] buena apariencia» y los «palacios de tejamanil» de Tampico sugieren a contrapelo «un puerto […] floreciente», incluido en las rutas marítimas que el Tyrian ejemplifica. 

La «ciudad ha sido calumniada», imputándosele ser «el purgatorio de este mundo», lamenta Frances Erskine, que contrasta: «En 1825» apenas «existían […] unas cuantas chozas de […] indios, y el escaso comercio se había concentrado en Pueblo Viejo, [aledaño] lugar situado a las orillas de la laguna» homónima. En drástico giro, introduce de improviso: «Una sociedad, tal como se entiende, no existe ni por asomo. Los que viven aquí» -- «donde no hay mucho que ver»-- «llegaron con la esperanza de hacer fortuna, y los pocos casados [...] no quieren exponer a sus» consortes al «clima malsano, a las plagas de los mosquitos y de los jejenes, a las fiebres intermitentes, que temen más que a la […] fiebre amarilla, y a la falta de una sociedad femenina bastante respetable para convivir con ella»; tanto, que «por lo menos los» gachupines «entretienen el ocio en las noches con el juego de los naipes y el billar». Según anota, «montar a caballo y la caza constituyen sus diversiones al aire libre». Empero, «una sociedad sin mujeres debe de ser muy aburrida», remata. 

Se alquilan disfraces 

Los censos del municipio arrojan la tendencia al equilibrio de ambos géneros e incluso reportan momentánea delantera femenina. De cada 10 habitantes, desde 1829 mínimo 4 son mujeres, adultas la mayoría. En considerable porcentaje, los matrimonios residen en pareja –señora y señor--, reducidas las salvedades a la décima parte. Recursos del erario subvencionan una escuela de niñas, fundada por Octavia Delaunay, que vive junto a José María Gajá, marido y colega en menesteres educativos. Si los sirvientes rebasan a las empleadas domésticas, amplio liderazgo afianzan las cocineras respecto de los cocineros. Determinados oficios excluyen al sector masculino: costureras, nodrizas o chichiguas, nixtamaleras, meretrices, lavanderas, etcétera. Cerca del muelle, donde los Calderón de la Barca atracan, Charles Latrobe en 1834 halla «temprano […] llena la orilla [del Pánuco] con una hilera de mujeres con el agua hasta las rodillas, afanándose […] en» lavar «algún artículo de vestir, desafiando a los lagartos que pululan en la vecina ribera pantanosa», asevera el propio cronista inglés. 

Con rasgos de laicismo precursor, Tampico carece de conventos, seminario y cofradías; sólo el cura español Juan José Calisti oficia en la única parroquia. Extramuros del casco urbano, en juiciosa forma a la salida de los vientos, el panteón general prescinde de manejos eclesiásticos y el inmediato cementerio de protestantes insinúa tolerancias que desafían a la religión de Estado impuesta. En materia de mosquitos, jejenes, fiebres intermitentes, epidemias y demás padecimientos, las procesiones, misas o penitencias de conjuro pierden la preponderancia heredada del virreinato y el dogma goza del ámbito privado. Entendiéndolo asunto público, las autoridades implementan medidas de alcance social, orientadas a prevenir y promocionar la salud. Abasto de comestibles y agua, entierros, letrinas, desechos e ingreso de fuereños son regulados, igual que el aspecto de gran limpieza. Ambiciosa obra de 1832, la Cortadura enlaza la laguna del Carpintero al río y aligera los miasmas que castigaban Tampico por el norte. Prestan servicios facultativos y boticarios, sujetos a examen de conocimientos. El cabildo fija, por consulta, tarifas conforme al estrato socioeconómico del paciente, dictándolas gratuitas a menesterosos. Paralelo al Hospital Militar funciona el Hospital Civil, en que contrata espacios la Sociedad de Beneficencia Española, convenciéndola la calidad.  Escasos por desgracia en México, los dos nosocomios prestigian al puerto y rubrican el manejo del clima malsano, objeto de sucesivos balances. «Las enfermedades […] que habían fijado […] residencia en esta ciudad, cebándose en los forasteros con la misma tenacidad que en los vecinos –manifiestan reportes de 1839--, están […] alejándose y el número de convalecientes […] aumenta […] a proporción que disminuye el de los afectados». 

Para entretenimiento del ocio privan ofertas que superan cabalgatas, billar, caza, y naipes. Las colindancias veracruzanas, enfrente, diversifican el solaz a cielo abierto. «Pueblo Viejo», allá, «es […] agradable. Está al pie de una meseta […] cubierta de espesa arboleda, que ofrece numerosos rincones» atractivos «y […] miradores», encomia Benjamin Moore Norman en 1844. Por la «cuota acostumbrada», embarcaciones de vapor trasladan paseantes a la playa en días feriados. La exclusiva Lonja Mercantil, en pleno corazón del puerto, celebra bailes de etiqueta, tertulias con pasatiempos de salón y peleas de gallos. «Los celos infundados o el marido en la chimenea», «La frutera de Saboya» y «El desafío o dos horas de favor» afianzan la cartelera de teatro con que Tampico abre 1842. Al elenco se integran damas. «Nadie podrá negar que la señora Martínez […] desempeñó brillantemente […] difícil papel», enfatiza la crítica. El miércoles que parte Inglis ocurre enésima representación. «El público quedará complacido» –se pronostica--, de modo principal «el bello secso [sic]», pidiéndose «no fumar». Por iniciativa de «la empresa del Café de la Marina», «en la gran sala […] del Sr. D. José María Pérez Osorio» dos sábados atrás principian «los […] bailes» de máscaras, correspondientes a «este año de 1842», informan los convocantes y complementan: «En la calle de Altamira número 162 […] se alquilan [disfraces y trajes] de todos precios». Coincide el tránsito de los Calderón de la Barca con la inminencia de nuevo sarao. «El sábado 22 del corriente mes [de enero] será el segundo» y «entrarán en clase de caballeros los que […] han entrado todos los años; y los que quieran entrar perjudicando» la fiesta, «no se les permitirá ni aunque vengan enmascarados, porque al efecto se reconocerán dichas máscaras», se advierte.

Por la Glorieta     

Existían dos bisemanales –El Sol y El Tiempo--, leídos por una comunidad de casi 5 mil 500 individuos. Fuentes de consulta imprescindible, el suscriptor los guarda en negocios, casas u oficinas. Aparte de noticias, proclamas, despachos gubernamentales y avisos, testimonian la vida cultural y cotidiana: versos, misivas, banquetes, literatura por entregas, veladas, clases de piano, dibujo o canto… «Don José de Gómez Mira» suele colocar en páginas interiores acuerdos destinados a los peninsulares, que componen la mayor colonia extranjera del puerto. «Todos los españoles […] en la jurisdicción de este consulado de mi cargo, se presentarán a filiarse para […] sus respectivas cartas de seguridad del año entrante», 1842, «los que no [lo] verifiquen […] incurrirán en la pena […] de pagar 25 pesos de multa […] y […] yo no podré» dispensarla, puntualiza en semanas precedentes, con la firma de «José Gómez-mira» al calce. Modernas investigaciones denotarían el acervo de periódicos en la sede consular. 

Frances Erskine, reservándose nombres, relata: «Aun cuando llegamos aquí ayer», lunes 17, sin conocer a nadie, «la tarde» de hoy acudieron «todos los españoles principales de la ciudad». El catalán Francisco Robert llena esa categoría. Atraídos por el comercio, los suyos llegaron con la esperanza, satisfecha, de hacer fortuna. Culto y próspero, cabe suponerlo ameno contertulio o aludido en ausencia, pues Robert dirige el Hospital Militar y el Hospital Civil, excluidos de la crónica glosada, no obstante alarmarle que por el medio insalubre los casados mantengan lejos a sus señoras. La respetable esposa del médico, Teodora Yarzábal, gestaba entonces a Bartolomé Robert Yarzábal, futuro alcalde de Barcelona, nacido en Tampico nueve meses después, el 20 de octubre de 1842. 

Luego de concurrir el capitán Griffin al recinto «hermoso y ventilado», seguido de «varios ingleses», la urbe anfitriona iba transformándose hacia el ocaso, con modalidades que antiquísimos papeles facilitan ahora reconstruir. Las tahonas esparcen olores a merienda. Ruedan calesas en recreo. Fondas y cafés fraguan sobremesas. El personal del ramo se alista para encender las farolas del alumbrado citadino. Uno que otro curiosea en la «tienda de libros». Cosa de 8 o 10 billares relanzan partidas. La Plaza de los Arrieros –Parque Pedro José Méndez en la actualidad—permanece repleta de mulas, jinetes y escoltas del ejército; acarrearon plata amonedada para exportarse y aguardan la importación del mercurio con que regresarán a las zonas mineras. Infiriéndosele por los portales de la ribera, en fechas cercanas Manuel Payno escucha al pie de un ventanal que violines alemanes interpretan a Wolfgang Amadeus Mozart y Giacomo Meyerbeer, amenizándolos botellas de champaña o vino tinto. Chocolateras de puestos semifijos avivan el cuadro justo frente al consulado ibérico. Bajo el declinante sol –aúna Inglis--, «paseamos por la ciudad». Externa: «No hay mucho que ver». Sin embargo, los Calderón de la Barca alargan el periplo, envolviéndolos «la luz de la luna por la Glorieta […] paseo […] que están haciendo» en la Cortadura, provisto de «bancas […] junto a las cuales […] tiraron un caballo muerto, y que nos obligó a dar la vuelta a toda prisa». El Sol revela que de las calles retiran tres cadáveres de perros, bastante distinto al «caballo muerto». Sea lo que fuere, qué extraño sitio de esparcimiento, la Glorieta, para una sociedad que debe de ser muy aburrida. 

Con dos pasajeros 

Frances Erskine prodiga vivaces retratos del paisaje que se despliega al desembarcar el lunes 17. «Un regimiento de enormes pelícanos blancos […] con aspecto de sabios, formados en fila», observaban encima de las dunas «cómo pasaríamos la barra», capta. En breve ascienden «por el río Pánuco, ancho y tranquilo», cuyas márgenes corren «de un lado […] bajas y pantanosas, con grandes árboles que emergen de las aguas; del otro […] se cubren de espesos bosques de maderas preciosas», mientras «revolotean […] faisanes de color de rosa». Sin detener el avance, «en la orilla» izquierda miran «un […] ranchito con un lindo […] portal», que «llaman […] El Paso de Doña Cecilia, lo cual […] suena deliciosamente romántico». Inglis de oídas afirma: «La propietaria, o sea […] Doña Cecilia, que vive en esta pacífica soledad […] ¡tenía sesenta y ocho años y acababa de enterrar a su séptimo marido!», versiones que desatarían consejas o leyendas temerarias. «Cuando os acercáis a Tampico –perfila la escocesa--, las primeras casas […] ofrecen el aspecto de […] cajas de sombrero […] azules unas, otras blancas, que […] modistillas aburridas hubieran tirado entre los hierbales» y «habría podido [yo] creerme transportada a un pueblo de la Nueva Inglaterra». Por su cuenta sazona, con ingredientes del trópico: «Acabamos de oír» que «la gente tiene costumbre de inocularse el veneno de la serpiente de cascabel, lo que les hace» inmunes «a la mordedura de estos venenosos animales […] ¡y la mordedura de estas personas […] es venenosa!». 

La trama echa mano del romanticismo en boga, captura la exuberancia de entornos ya desaparecidos y mezcla inexactitudes, prendidas de alfileres. Ni añora el puerto al «bello secso [sic]» ni entretanto vive en pacífica soledad «Doña Cecilia», tampoco enviuda siete veces y aún ronda la edad quincuagenaria. Pero tales pinceladas, validas de lo fantástico, parecen disimular mutis con novelescas imágenes. ¿Qué soslaya el lienzo narrativo? ¿Carece de relevancia lo omitido, dificultándose identificarlo, o el impacto que provoca le procura visibilidad de época? ¿Interfieren móviles capaces de embarazar la perspectiva acuciosa, empujándola por sendas de artificios? Escasos doce años hacía de la resonante capitulación de las huestes españolas de reconquista, acontecimiento que a Tampico suma trastornos y fama. Pisos y escaleras del inmueble «con alegre vista» continúan marcados por el arrastre de un obús invasor, subido a la azotea. «Doña Cecilia», apellidada Villarreal, allega suministros a los defensores, respaldándolos Felipe de la Garza, el hijo. Los detalles brincan a Europa y Estados Unidos en dos meses. El almirantazgo de Inglaterra en 1833 imprime un mapa, acaso útil a Griffin, donde se aprecia el «ranchito con un lindo […] portal», escenario célebre de aquel episodio. La Cámara de Diputados exhibe alusivo óleo, que en 1835 el barcelonés Carlos Paris ejecuta, honrándose a los generales Antonio López de Santa Anna y Manuel Mier y Terán, héroes de la gesta, saludada por distinguidos poetas. Rotundo éxito literario de Payno en 1842 evoca: Mediante la «oportuna situación en el Paso de Doña Cecilia, su denuedo y sangre fría», Mier y Terán dio «a conocer al enemigo que […] había […] jefes […] decididos a recoger los verdes laureles de una victoria o exhalar por su patria el postrer aliento». Nada de ello insinúa siquiera la escritora. 

El Tiempo hacia 1842 desempolva también el proyecto de «la pirámide» que «en la Plaza de la» Libertad conmemore el «señalado triunfo de [1]829». Se colige así la posibilidad de que el municipio tamaulipeco desagrade al plenipotenciario. De ideas conservadoras este último, por añadidura, su correspondencia diplomática enaltece la intentona de reconquista y atribuye «deplorable atraso en civilización» a México, tildándolo de «anarquía militar». Don Ángel pierde la investidura, reemplazándolo el sucesor Pedro Pascual Oliver a finales de agosto de 1841. Tampico lo sabe cesante, sin reasignarlo el nuevo gobierno en Madrid, de corte progresista. «Esperamos zarpar […] en la tarde, pues están descargando el azogue que llevaba el barco y cargando la plata que nos llevaremos», refiere la viajera. Al otro día la prensa difunde de manera lacónica: «El Sr. Calderón de la Barca, ex ministro plenipotenciario de España en esta República, al regresar a Europa [sic] en el paquete inglés que dio ayer [19 de enero de 1842] la vela para La Habana, ha visitado este puerto». El jueves 27 se participa la salida del buque «de SMB [Su Majestad Británica] Tirian [sic], su comandante Griffin, [parte] conduciendo [a bordo] 121,773 pesos en plata acuñada y dos pasajeros»: Frances Erskine Inglis y el marido. 

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