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Javier Vargas de Luna
En el rostro de tus calles preferidas,
en la orilla de algún lago de nostalgias,
yo estuve allí para ver que sucedieras,
frente al tiempo del instinto,
arraigado en el abrazo más furtivo
de los parques más allá de los museos,
sobre el ruido en las aceras del almuerzo,
en las calles tan inciertas de otro invierno,
(junto a un hombre de cigarros apagados
que maldice estar tan cojo en cualquier beso
con sus pasos de gritar: ¡Dios es culpable!)…,
pero estuve, claro está, sin que supieras
del café mejor hablado en tu inminencia,
casi a diario,
luminoso en los mercados
que conocen tu afición por los duraznos,
porque estuve, y además, sin que supieras,
cuando marzo es casi junio y yo tu sombra,
porque es bueno suceder en lo imposible
cuando junio es casi un verso y tú la aurora
Yo estuve allí, ¿cómo decirlo?,
para ver que sucedieras,
entre calles transcurridas por la gente
que hoy prefiere ser el eco de mi espejo,
con mi boca sin proverbios,
para ver que sucedieras…:
¡yo estuve allí!,
entre gente que a pesar de sus prejuicios
hoy recuerda haberme visto hecho de sueños,
entre gente que acompaña mi memoria
de tu cuerpo, de tus brazos, de aquel miedo