
El hombrecito
Patricia Laurent Kullick

ui a Real de Catorce a meterme peyote. Andaba buscando mi centro, el cual ya me di cuenta que nunca lo voy a encontrar porque explotó hace mucho y ahora vaga por el espacio sideral como los archienemigos de Superman, en una especie de cárcel de vidrio. Pero en ese entonces, aún ignoraba que mi centro no existía y que en su lugar había quedado un lastimoso hueco, una nada que nada necesita.
Tampoco había tomado los tres cursillos con los cuales me auto diagnostiqué bipolaridad tendenciosa, con caída libre hacia un solo polo: la hueva suprema.
Cuando fui a Real de Catorce aún no contestaba ese test por internet que viene del Dalai Lama en el cual supe que yo me creo tigre, la gente me ve como iguana, pero realmente soy un ratón. Gracias a estos tests ahora sé que todo lo rojo me engorda: una fresa, que regularmente tiene cincuenta calorías, para mí, que soy búfalo de agua evolucionando a mamífero marino, tiene mil quinientas. De todas formas yo no como fresas, las veo como lenguas sin dueño y eso me causa una terrible angustia.
Gregorio era de esos chamanes que te regañan de parte de Dios. Te pasea unas plumas de águila para limpiarte los parásitos adheridos en el aura y te dice que tienes todo el perfil para que te cargue la híper chingada, pero que hay un camino.
—¿A poco crees que te lo voy a decir? No, chula —ya habíamos comido peyote y un cartoncillo con LSD que nos proporcionó un canadiense que también andaba buscando su centro y el peyote le había parecido poca cosa. El chamán se encabronó porque no sabía que también nos habíamos metido LSD, así que recogió su altar, nos rayó la madre, aventó, yo espero, unas bendiciones con sus tres plumas de águila, miró al espejo y se fue caminando rumbo a la cuarta dimensión.
Nos quedamos solos en el desierto. Éramos nueve. La pareja de canadienses, dos o tres mexicanos, unos italianos y el hombrecito que también era de Italia y se presentó como Dogo antes de sentarse en cuclillas y atizar el fuego diciendo, en perfecto español: ya ni la chingan, se refería al LSD. Era el momento del crepúsculo tardío, la hora en que cualquier luciérnaga parece un ovni.
—Eres un pendejo —le dijo Dogo al canadiense de nombre Phillip, y se hicieron de palabras. El italiano con un perfecto español y el canadiense que mejor empezó a insultarlo en francés. Phillip se ofendió, agarró su mochila y a su mujer para irse por el camino amarillo.
—Pendejo, te van a comer los coyotes.
— Los coyotes no comen gente.
— Oh, sí, estos mexicanos sí comen gente.
—Comen correcaminos.
—Sí, pendejo y usan explosivos marca acme, siéntate.
Y lo sentó. Con eso quedó claro que el alfa del grupo era Dogo. Deschamanados como estábamos, a punto de entrar a una noche sin luna y atestada de nubes negras, cada vez íbamos quedando en la más insegura oscuridad.
— Lo primero que hay que hacer es buscar leña —dijo Dogo.
Miramos alrededor como esperando encontrar un bosque y una sierra eléctrica.
¡Leña! —gritó y todos nos pusimos de pie. Ahí nos dimos cuenta que Dogo medía más o menos metro y medio y se parecía al jorobado de Notre Dame versión Walt Disney: tenía unos ojos enormes, bonachones y brillantes, medio tristones y, echándole mucha imaginación, se parecía también un poco a Anthony Quinn.
La mujer del canadiense se vino detrás de mí y me preguntó:
—¿Qué es leña?
—Firewood.
—Are you kidding me? —dijo mirando a su alrededor. Luego confesó que se quería ir a su hotel.
—Pues sí, linda, pero la camioneta que rentamos para bajar al desierto viene por nosotros hasta las diez de la mañana.
—Oh, my God—. Se sentó en cuclillas a sollozar. Yo la dejé así, hecha bola, como una roca más de las que había por todas partes. El ácido comenzó a hacer su efecto: aquello era el mar, todo estaba mojado. Y el llanto de la canadiense provocaba un oleaje que volvía más difícil la búsqueda de leños. Estábamos con la última luz, la ultimita, la línea plateada que cae fodonga sobre los cerros. Sin contar que me perseguía un duende con cara de cabrón al que constantemente yo fumigaba con un spray invisible.
—Así como tengo un imán para psicópatas, también soy la preferida de los falsos maestros. Los maestros reales me ven con sospecha, creen que sé todo y que me hago. Tengo cara de sabia encubierta. Si hago una pregunta, es boicot. Si me río, es boicot. Pero si un maestro empieza su clase viéndome a los ojos, dedicándome delicados aforismos, ya sé que es un falso profeta. Sacerdotes, gurús, filósofos y ministros, todos me han enseñado que aún las más altas autoridades espirituales o misóginas necesitan una mujer de vez en cuando.
Escuché en mi espalda la voz de nuestro nuevo chamán italiano: eso no es leña. Yo estaba tratando de arrancar el único arbusto que vi en cien metros a la redonda.
—Pues no —le dije—, pero en unos minutos lo será.
Quien quiera que piense que las ramas del desierto son fáciles de desenraizar, está en un rotundo error: esos arbustillos que parecen leña, tienen una fe jobiana. Están seguros que algún día va a llover y no se mueren tan rápido como otras plantas mamonas que si no las riegas se secan. Estas no: se pondrán oscuras, raquíticas y pareciera que están secas, pero dentro hay una savia que no se rinde. Y el duende cagado de risa y a mí ya se me había acabado el repelente invisible.
—¿Tú también comiste cartón? —me preguntó Dogo con resentimiento.
—Claro que no.
—Yo te vi.
—Pero no me viste cuando lo escupí.
Esto era relativamente verdad, ya que el cartón que me dieron contenía pelusa y escupí mucho cuando me lo metí, pero siempre procurando conservar el pedazo con el sello divino.
—Mira, allá hay una palmera caída, ven. Lo seguí. En efecto, había una palmera tumbada que ya tenía nidos, telarañas y agujeros por todos lados. Según Dogo, no me podía ayudar porque se le quita la magia al círculo. Además del peligro de víboras y roedores. Esto no lo dijo, pero a leguas se le notó pues en cuanto empecé a sacudir las ramas, corrió a la primera base. Corté la parte suave de la palma, que eran las ramas secas de la coronilla y los brazos. El tronco, de mediano calibre, no pesaba mucho, ya estaba casi hueco. Lo agarré de los pocos pelos que le quedaban y lo arrastré hasta el campamento. Dogo, descalzo y sin camisa, encendía el fuego. De los otros, algunos bufaban por el esfuerzo y otros miraban la lumbre. Ahora sí ya no quedaba más que el azul rey que todavía te permite distinguir el contorno de los cerros y unos nubarrones insistentes sobre nuestras cabezas.
—En el desierto —habló Dogo —las cosas cambian de lugar. Tengan a la mano comida y agua o lo que van a beber—. Sacó de su morral una botella de plástico con aguardiente y una bolsa con almendras.
—Al desierto se viene a que se le quite a uno lo pendejo. Pero ustedes son caso perdido —tradujo al italiano y al francés para que no quedara duda. Todos asentimos menos Phillip y su mujer. Dogo sacó un teléfono celular antiguo, si eso es posible. De los que son del tamaño de un ladrillo y pesan igual, que más bien parecen radios de alta frecuencia:
—Aquí hay una línea directa con el Gran Jefe. Todos vamos a hablar con él. Lo primero que vamos a hacer es pedir perdón por lo pendejo, a ver si regresa Gregorio —se refería al chamán huichol que nos abandonó.
La noche ya había caído completamente y apenas se distinguían un par de estrellas tras la bruma de las grandes nubes. Dogo hizo un pequeño altar parecido al que tenía el huichol. Sobre un mantelito blanco, acomodó hierbas, sahumerios, peyotes, el aguardiente, unos duraznos, una pieza de pan negro, el teléfono divino y un espejito redondo. Luego nos pintó la cara con un polvo amarillo y sacó un tambor.
—El que esté esperando a que yo le quite lo pendejo, puede hacer un campamento aparte —miró desafiante a Phillip. Su mujer ya había parado de llorar y estaba sentada con las piernas abiertas en tijera, pelando peyotes. Por orden de Dogo, hicimos un círculo alrededor del fuego.
—El fuego es el único autorizado a hablar esta noche —. Estuvimos de acuerdo. —Vamos a escucharlo, — continuó —luego le vamos a hablar al Big Boss.
Un mexicano levantó la mano para pedir la palabra:
—¿No que no podíamos hablar?
Cuando Dogo se calmó por la pregunta del mexicano al que le aventó una soga para que se colgara de un mezquite, empezó el segundo intento de ceremonia. El fuego hacía ruidos pero hablar, lo que se dice hablar, para nada; tampoco pudimos comunicarnos con el Big Boss. Después de tres horas de comer peyote, atizar el fuego, beber aguardiente y masticar nueces, apareció un hombre de color azul.
—Levante la mano el que vea a un policía —pidió el mexicano de la soga, como para corroborar que no era una alucinación personal. Lamentablemente, todos levantamos la mano y la cosa se puso fea. El comandante Pedro, así se presentó, quería mucho dinero para dejarnos libres: mil dólares y aceptaba cheques de viajero. Entre todos juntamos trescientos. Entonces la cosa se puso más fea porque empezó a esculcar en las mochilas y encontró cocaína, hachís, mariguana, mezcalina en polvo y pastillas de todos colores.
Huelga decir la cara de circunstancia que teníamos los más sanos. Dogo trataba de arreglarse con el comandante mientras maldecía al canadiense porque él había corrido al único huichol de la ceremonia y los huicholes sí tienen autorización de comer y compartir peyote. Hubo una segunda ronda para recolectar dinero y lo más que conseguimos, vaciando literalmente los bolsillos, fueron otros ciento cincuenta dólares.
Pedro meneaba la cabeza. Dogo le hablaba de salarios mínimos y al comandante le valía madre. Finalmente consultó con su jefe que se había quedado en la granadera y dijo que aceptaban joyas, celulares, relojes, camisetas, pantalones de mezclilla, gorras, cámaras, lentes de sol, zapatos, y, por supuesto, la droga. Yo puse mi reloj suizo al centro, que era lo único de valor que traía. Los turistas maldecían cada uno en su respectiva lengua mientras Pedro vaciaba las mochilas en busca de pertenencias que le interesaran. Así encontró un fajo de billetes italianos y se persignó con ellos mientras los guardaba en su cartera. El dueño del fajo maldijo con los brazos hacia arriba y luego pateó el altar de Dogo, quien se limitó a calmarlo en su lengua. El policía Pedro no se inmutaba ante las rabietas, seguía escarbando en las mochilas y midiéndose gorras, zapatos y hasta unas chanclas de piel. Al final tenía un bulto que parecía un puesto de la pulga con relojes, lentes, carteras de piel, anillos, etc.
—Ésta me lo voy a llevar, al cabo ya no lo vas a ocupar—. Pedro se refería a la mochila vacía de uno de los italianos. El italiano asintió escupiendo con furia.
Ahora estábamos descentrados, deschamanados y descalzos. Antes de que se fuera, el policía ofreció un aventón a los agredidos. La pareja canadiense y dos italianos aceptaron. De tal forma que quedamos solamente Dogo, otros dos italianos, el mexicano que ahora se había puesto la soga de collar y yo. Por tercera vez íbamos a iniciar la ceremonia cuando se dejó venir un ventarrón con lluvia gruesa. Fue cosa de unos minutos, pero con el frío de menos de 10 grados, se sintió demasiado pesado el chapuzón. Del fuego solamente quedaron unos carbones encendidos. Nuevamente pusimos el altar y otra vez atizamos el fuego. Yo empecé a arrepentirme de no haberme ido con el comandante. Hacía mucho frío y apenas empezaba la noche.
De pronto sonó el ladrillo celular: era Dios. Les daba una misión a todos, menos a Dogo y a mí. Lo primero que ordenó, en italiano, fue que consiguiéramos más leña para el fuego. Luego pidió vigilar las puertas de los puntos cardinales y Dogo los mandó a todos como a quinientos metros del campamento. Él y yo cuidaríamos la puerta del sur que estaba justo cerca del fuego.
Cuando estuvimos solos, me pidió que me acercara. Yo no quería muy bien hacerlo. Conocer al jorobado de Notre Dame no estaba en mis preferencias. Tengo una amiga que se vuelve loca con el sobrino del gato Silvestre, pero a mí las caricaturas me bajan demasiado la libido. Además Dogo tenía un olor, no desagradable del todo, pero pesado, como de keroseno con ajo y aceite de oliva. Cuando me senté a su lado, sonrió: dentadura perfecta. Digo, me dio gusto porque entre tanta fealdad es bueno que resurja un puente de marfil ensalivado que me recordaba a un muelle fuerte e histórico. Amén que los dientes son mi propia debilidad. La réplica de una muela en el escritorio del dentista es capaz de excitarme.
No pasó mucho en darme cuenta de que Dogo no tenía intenciones sexuales como otros maestros y profetas, sino que tenía perversiones más estrafalarias. Lo primero que me dijo fue que era un asesino a sueldo.
El fuego había agarrado un esplendor tranquilo, como una flama constante y ya no hacía ruido. Con la voz un poco temblorosa y pensando que en cualquier momento podría darnos chicharrón, le pregunté si estaba de vacaciones en México.
—No. Después de esta noche salgo de vacaciones.
—¿Nos vas a matar?
—¿Por qué todas las mujeres son inquisitivas? ¡Me cagan la madre!
Yo me quedé en silencio, que es un truco infalible para atraer a falsos maestros y brindar esperanza a los misóginos. No sé cuánto tiempo estuvimos callados. Él aventaba escupitajos de aguardiente al fuego provocando efímeras olas de luz.
Nunca he tenido bronca en quedarme callada por horas y hasta días. Al no tener un centro en el alma, me creció un centro de entretenimiento en el cerebro. Ahí tengo vidas paralelas y me gusta seguirlas. Tengo una vida en Rusia, que ahora no me convenía porque me estaba muriendo de frío. Otra en Francia, pero para esa siempre he necesitado algo de vino tinto y Edith Piaf. Y una en la Tierra Media de Tolkien, que me convenía mucho menos por la revoltura de peyote y LSD. Así que recurrí al gran amor de mi vida que está en mi cerebro y a veces lo visito. Ni crean que es tan guapo: es un güero flacucho, de alma atribulada. Fue de mis maestros reales, que rápido se dio cuenta de mi falsa inteligencia. Con él estudio resistencia de materiales y como no le entiendo, ahí me puedo quedar horas. También hablo varias lenguas y pertenezco a tres religiones que trato de ordenar. Además puedo jugar ajedrez en la mente. Esto lo aprendí para impresionar a mi padre, pero se murió antes de que perfeccionara la técnica. Tengo también un apartado donde colecciono dichos, proverbios, aforismos y hasta oximorones como: familia funcional, amor eterno, inteligencia militar, música rap, buen abogado, mente sana, ciencias exactas, verdad única, etc.
Dogo y yo seguíamos en silencio. Los que cuidaban la puerta de los puntos cardinales regresaron. Bebieron. Comieron más peyote. Se quedaron viendo el fuego y uno a uno fueron cayendo en ovillo. Ya estaba bien entrada la noche cuando dijo:
—Mi amigo y yo fuimos francotiradores. Trabajábamos para el gobierno.
Tengo que darle un pequeño crédito a mi centro de entretenimiento: la sección más grande es la de la paranoia. Me entretiene bastante porque tengo paranoia de mi propia paranoia. ¿Qué tal si todo es verdad? Y dentro de ese apartado, hay un silbato de alerta que me latiguea en las dendritas. Así que no quise saber en cuál gobierno, con qué grupo político y a quién se francofusilaron.
—Realmente, yo no soy chamán —confesó —. Tengo tres años esperando a este cabrón —señaló a uno de los italianos que dormía plácidamente.
Con todo y silbato de alarma, las dendritas bailando histéricas y los axones al rojo vivo, la curiosidad no pudo quedarse callada.
—¿Y cómo sabían que iba a venir a Real?
—No sabíamos. Hace tres años corrimos la voz de que yo deserté y me vine a vivir a México. Aquí me volví chamán y esas mamadas. Nadie puede esconderse tanto tiempo. Como es mi mejor amigo, sabían que tarde o temprano me buscaría.
Iba a preguntar si esa fue la llamada que recibió del Big Boss, pero mejor pregunté:
—¿Y cuándo lo vas a hacer?
Estaba esperando a que durmieras, pero como no te duermes y ya pronto va a amanecer.
—Faltaba más.
Me levanté. Sacudí la tierra de mis nalgas. Le di un fuerte apretón de manos.
Me dio mucho gusto que mis botines industriales no le quedaran al policía Pedro. Eran tres horas de caminata y estaba a punto de amanecer.
—Toma, llévate esto —me dio su aguardiente y almendras como despedida. En el camino me arrepentí de haber fumigado al duende. Habría sido una buena compañía.