El puerto que somos sin saberlo:
bosquejo de un mapa de la literatura de Tampico
Lorena Ventura Ramos
En uno de sus relatos más conocidos y memorables,
Borges hace que uno de sus personajes, Carlos Argentino Daneri, descubra, en uno de los escalones que conducen al sótano del comedor de su casa, «uno de los puntos del espacio que contiene todos los espacios», un lugar donde están «sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Esta imagen de la divinidad, esta imposible y monstruosa esfera tornasolada cuyo diámetro no rebasa los tres centímetros, que es capaz de comprender la totalidad del espacio cósmico sin reducir su tamaño, a la que el lenguaje sólo es capaz de aproximarse mediante vagas e imprecisas metáforas, es también, nos dice el narrador, un «instante gigantesco» en el que pueden observarse «millones de actos deleitables o atroces», todos ocupando el mismo espacio, todos, no obstante, sin superponerse. Paradójico e inefable, ese instante-espacio-esfera que Daneri llama «el Aleph» nos entrena en la posibilidad de aceptar que cada cosa es, puede ser, al mismo tiempo, infinitas cosas.
Bajo otras premisas y por otros motivos, Borges vuelve a esa misma idea cuando, en una conferencia pronunciada en la Universidad de Mar del Plata en 1960, recrea el plan puesto en marcha por James Joyce para la escritura de su Ulises. Joyce —nos dice Borges— quiere escribir un cuento y, para ello, se propone narrar un día en la vida de Leopold Bloom. Pero como Joyce quiere ocuparse de su protagonista desde que éste se despierta hasta que tiene que ir a dormir, muy pronto se da cuenta de que, para registrar con exactitud ese día, tendrá que atender a una multitud de cosas, pues un día en la vida de una persona está poblado de incontables percepciones y recuerdos, de una multitud de acciones, sensaciones, pensamientos, actitudes, gestos… El escritor irlandés comprende así que para cumplir con su propósito de representar un día humano deberá redactar «un libro casi infinito», y que un instante en la vida de un hombre es capaz de cifrar o contener ya todos los instantes de su destino.
Podemos insistir ahora por nuestra propia cuenta en la analogía y preguntarnos si una literatura no comprende en realidad todas las literaturas; si un autor no es también todos los autores que lo precedieron y, al mismo tiempo, aquéllos que lo habrán de continuar; si un poema no condensa en realidad todos los poemas que ya han sido escritos y prefigura, en el mismo gesto, aquellos poemas que vendrán…
Tanto Orlando Ortiz como Tania Ortiz Galicia parecen invitarnos a establecer una relación de esta naturaleza cuando, en su Ensayo panorámico de la literatura en Tamaulipas, afirman que el estado de la literatura en esa entidad hacia finales de la primera mitad del siglo XX replicaba de cierto modo el de la literatura nacional, señalada en ese momento por José Luis Martínez por su carácter aletargado, diletante, repetitivo y autocomplaciente. Pero podemos imaginar también que, así como una literatura local puede hacer eco de la carencia de originalidad de una literatura nacional, igualmente puede hacer resonar sus intentos de ruptura, renovación y afirmación de su propia existencia.
Superado el periodo de aletargamiento gracias a proyectos culturales y editoriales diversos, así como a la profesionalización de escritores locales que migraron a otras ciudades con la finalidad de hacer estudios formales en letras, la literatura de Tamaulipas ha llegado a consolidar y hacer perdurar su lugar en el mapa de la literatura mexicana principalmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Y es en el marco de otro proyecto cultural de carácter institucional que una parte esencial de esa literatura del norte de nuestro país reclama ahora su especificidad en el mismo espacio cartográfico.
Animado por el claro propósito de contribuir a la afirmación y preservación de una tradición que, si bien incipiente, ha sabido abrirse camino y afianzarse en el panorama de las letras nacionales sobre todo en las últimas cinco décadas, este compendio digital, al que sus creadores han dado el título de Un río de muchas voces: antología de letras del puerto, pretende ser un espacio de conocimiento y difusión de las voces más representativas de la literatura de Tampico. Impulsada muchas veces por iniciativas institucionales como el Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico, o por proyectos culturales individuales como el de la casa editora Voces de Barlovento de la filóloga Ana Elena Díaz Alejo, esta literatura, si bien es una frecuente constatación de los aspectos que Ortiz y Ortiz Galicia ya señalaban como característicos de las letras tamaulipecas, es también un ámbito que ha sabido delinear su especificidad atendiendo a las particularidades de una geografía y de una arquitectura, pero también a los guiños de una idiosincrasia y a la presencia incesante de una tradición musical.
Esta antología es producto de una convocatoria que el Gobierno Municipal de Tampico dio a conocer a través de la Secretaría de Cultura a fines de 2020 con el doble propósito de concentrar la producción literaria de autores ya consolidados y abrir un foro de difusión para aquellos autores que todavía se encuentran en proceso de formación. El resultado no debería interpretarse como la realidad de la literatura porteña, pues ninguna antología lo es, sino tan sólo como el esbozo de un mapa que puede ser útil para orientarnos y adentrarnos en la exploración de ese territorio que es hoy la literatura de Tampico.
Comencemos por señalar las coordenadas temporales de ese territorio. La selección comprende 51 autores nacidos entre 1914 y 1997. Se trata de un periodo de tiempo de casi tres cuartos de siglo en el que, de acuerdo con el Ensayo panorámico de la literatura en Tamaulipas, la entidad va a transitar de una producción literaria diletante y autocomplaciente a una literatura consciente de sí misma y, en más de un sentido, profesional. Es precisamente en el umbral de ese tránsito donde hay que situar el nacimiento de la tradición literaria de Tampico que se extiende hasta nuestros días y que esta antología intenta ejemplificar. Alimentada por dos vertientes —la de sus fundadores o creadores con trayectoria y la de sus renovadores o creadores emergentes—, esa tradición pone de manifiesto un claro predominio de la poesía sobre otros géneros en la primera, así como una incontestable preeminencia del relato sobre otras formas literarias en la segunda. He aquí unas coordenadas que bien podríamos denominar genéricas o formales.
Continuemos ahora con las coordenadas temáticas. De los 36 autores con trayectoria considerados para la presente compilación, ocho de ellos se adentran en el terreno de una poesía que podríamos llamar erudita o intelectual por las referencias literarias y la conciencia de los recursos que la sostienen, pero que no por ello deja de responder a las preocupaciones políticas del momento o a las ocasiones que la naturaleza le otorga para desplegar su trabajo sobre la imagen. A esta línea pertenecen autores como Benito Gámez (1945-2020), quien escribe De cómo les fue a unos hippies mexicanos (entre 1971 y 1973), cuyo título por sí mismo nos anticipa una de sus preocupaciones; Gastón Alejandro Martínez (1956), que canta a los rigores de la vegetación en el texto Iniciación y hace un velado homenaje a la figura y obra del poeta José Carlos Becerra en El otoño recorre las islas; Gloria Gómez Guzmán (1950), cuyo Sermón del arenque nos ofrece una postal de pesca; Juan Jesús Aguilar (1945-2018), que hace imagen de la sonoridad en el poema narrativo Fragmento de verano; María Luisa Govela (1943), quien da muestras de su capacidad para explorar líricamente la crudeza del paisaje en Norte; y Javier Vargas de Luna (1967), quien da cuenta de un acusado sentido del ritmo y de las posibilidades de la palabra. Más cercanos a una poesía de corte experimental y de escenarios posmodernos se encuentran Marisol Vera Guerra (1978), quien ha sabido desplegar toda una semántica del viaje en sus poemas; y Carlos del Castillo (1989), poseedor de un especial talento para construir imágenes de una poderosa violencia a través de una escritura fragmentaria.
Dentro de esta clara predilección por la lírica de los autores con trayectoria, cobran especial relevancia, como puntos de inflexión y excepción, las figuras del narrador Orlando Ortiz (1945), reconocido como Protagonista de la Literatura Mexicana por el INBA en 2012; la ensayista Ana Elena Díaz Alejo (1936), quien además se ha desempeñado como investigadora y promotora de la lectura y la cultura literaria en Tampico; y el compositor de trovos, versos y décimas Víctor Samuel Martínez Segura (1923-2009), figura ineludible de ese acervo literario de carácter oral incesantemente configurado por trovadores, cantores y músicos de huapango.
Más equilibrada en cuanto al género de los creadores que la integran (ocho mujeres y siete hombres), la selección de autores emergentes pone de manifiesto una preferencia por el relato moderno tal como lo entendieron y practicaron en términos de efecto y estructura Julio Cortázar, Juan Rulfo, Guy de Maupassant o Gabriel García Márquez. Todo parece indicar que, ahí donde la poesía suele apropiarse de la naturaleza y la arquitectura de la ciudad, las narraciones parecen levantar la mano para llevar a su centro la idiosincrasia, la vida cotidiana y el imaginario de sus habitantes. En Rompecabezas, Anne Luengas (1949) nos relata con especial eficacia el desollamiento metafórico al que se ve sometido un juez corrupto al ser torturado psicológicamente con mensajes anónimos. Algo de tortura hay también en el cuento Trece kilómetros, de Abigaíl Guerrero (1991), donde somos testigos de los insufribles esfuerzos que una familia de pescadores debe realizar para alimentar al extraterreste que tiene el don de evitar los huracanes. De carácter sensual, onírico y surrealista es el relato Nocturne, de Susana Castañeda Barrios (1997), en el que la protagonista termina por volverse una asidua visitante del río cercano a su casa a causa del insomnio que padece. Adentrándose en el ámbito de lo fantástico, Emmanuel Martínez Zamorano (1985) imagina en Oscura visión la historia de un anciano que pierde la vista pero que muy pronto se convence de que en el mundo que habita nada queda ya por ver, y Ricardo Sol Vera (1991) va un poco más lejos al sugerirnos la fusión de la realidad con el sueño en La dilatación del tiempo.
Excepciones dentro de este conjunto dominado por el cuento son las poetas Piedad Esther González (1952) y Verónica Olvera (1974), cuyos textos son a menudo una detenida contemplación del entorno y la naturaleza; el cronista Argelio Pérez Sobrevilla (1944), quien recrea en Albur: Cortés o Hidalgo la Batalla de Tampico de 1829; y el ensayista Rubén Darío Sánchez (1992), quien con particular pasión y emotividad nos adentra en el mundo del futbol y de la afición a la Jaiba Brava en Crónica sin fin de un amor eterno.
He aquí la aproximación a un territorio que, indeciso en sus comienzos, ha ido afirmándose paulatinamente en el mapa de la literatura mexicana a través de una diversidad de estilos, formas, temas y registros, los cuales, por paradójico que parezca, difícilmente podrían ser circunscritos a algún límite o frontera teórica previamente establecida. Se trata de una tradición que, por joven que sea, ha comenzado ya a dar muestras de su capacidad para asimilar y transformar, comprender y condensar otras tradiciones y que, por esa misma razón, no dejará ya de evolucionar. ¿No es eso lo que le pedimos a una literatura para ser también todas las literaturas? ¿No reside en ello y en tantas otras cosas la magia inagotable de un Aleph?
Notas
Jorge Luis Borges, “El Aleph”, Obras completas I. Buenos Aires: Emecé, p. 623.
Orlando Ortiz y Tania Ortiz Galicia, Ensayo panorámico de la literatura en Tamaulipas. Tomo III y IV. Tamaulipas: Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, 2015.
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Doctora en Letras por la UNAM.
Ha publicado el poemario Marcas de viaje (Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca, 2014), así como los libros de crítica literaria La enunciación en el ensayo (UNAM, 2009), Palabra que figura. Una mirada a la configuración del sentido poético (UNAM, 2016, en coautoría), y Metaléptica. Lógica y sentido en la ficción (UNAM, 2019). Recibió el Premio Nacional de Poesía José Emilio Pacheco en 2004. Actualmente se desempeña como profesora de asignatura del Departamento de Traducciones e Interpretación del Centro de Enseñanza de Lenguas Extranjeras de la UNAM.
LORENA
VENTURA RAMOS
Oaxaca, 1982
Poeta, ensayista e investigadora.