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Oscura visión

Emmanuel Martínez Zamorano

A la mañana siguiente, cuando despertó, Antonio Grimaldo advirtió que no podía ver. Primero, con un temor creciente, se frotó los ojos buscando los residuos de alguna secreción acumulada durante el sueño. Pero en sus ojos no había rastro alguno de lagañas. Parpadeó varias veces, mientras trataba de recrear la sensación de enfocar. 

Pero no, no sirvió de nada. Pensó entonces que tal vez aún no amanecía, que eso podría explicar la oscuridad en la que se hallaba; pero tampoco era eso, pues desde hacía un par de horas ya había clareado y el ruido matutino fue como una declaración, un veredicto de que, por alguna extraña razón, no podía ver. Comenzó a alarmarse. Pero sin entrar en pánico y, estando aún acostado, empezó a recordar las causas por las cuales un anciano puede perder la vista en cualquier momento.

Recordó que alguien le dijo que si tenía el azúcar muy por debajo de lo normal, a lo mejor Don Toño, a usted se le puede nublar la vista, o ya haciéndola de malas, se puede quedar ciego así de golpe, y si no se atiende eso hasta le puede dar un paro cardiaco ahí donde ande. Ese recuerdo, antes que alarmarlo, le causó una terrible culpabilidad por andar poniendo atención a los chismes médicos; así que trató de guardar serenidad y de no ocupar su mente en pensamientos fatalistas. «Nunca he tenido problemas por el azúcar y no pienso que hoy sea la excepción», dijo murmurando. Era un hecho que el miedo ya había invadido la mente y el cuerpo de Antonio Grimaldo, porque ese temor, avivado por la cantidad de recuerdos de cualquier tipo de comentarios seudomedicinales, se le salía por la boca al estar hablando consigo mismo. Contuvo su temor unos instantes, respiró profundo y se sentó en la cama.  Carraspeó para pasarse ese horrible sabor de óxido en la boca y poder gritarle a su hija, a la criada o a quien fuera, que vinieran a ayudarle o explicarle el porqué de su ceguera. «Alejandraa…Alejandraaa… hija ven… hijaaa… Alee». Esperó un momento. Volvió a gritar. Nada. Ni un ruido, ningún ya voy papá o alguna otra respuesta, lo cual causó en él mayor preocupación. Se acordó que era lunes, porque al hacer memoria de lo que había hecho un día antes, recordó que fue a la iglesia a las nueve y media de la mañana y después se fue a la casa de su hijo el mayor para la comida familiar de todos los domingos. Entonces no había duda: era lunes, y los lunes su hija la menor entra temprano a trabajar y la sirvienta apenas se ha de estar levantando porque los últimos domingos del año son de baile y desvelo. Así que se resignó a afrontar su reciente ceguera por sí solo. Apartó la cobija y se quedó sentado en el borde de la cama mientras planeaba sus próximas acciones: intentar llegar al teléfono, hablarles a sus hijos, con su doctor, que le hubiera gustado en verdad que fuera de cabecera, o con algún pariente. Pero fue inútil, el teléfono es inalámbrico y ha de estar tirado en cualquier parte, con eso de que mi hija se lo lleva a su cuarto, al estudio, al comedor… Y si me caigo, si me tropiezo y me rompo el lomo… 

      Después de unos momentos de pensar con cautela cada uno de sus movimientos, en un arrebato de impaciencia, comenzó a tantear en su oscuridad. Tocó los objetos sobre su cabecera: su reloj, el estuche donde tiene su puente dental, sus pastillas. Se paró con cuidado y recorrió la pared palmo a palmo hasta llegar al tocador. Palpó el frío espejo, el polvo en los portarretratos, los viejos peines usados por su esposa, los frascos de lociones rancias que nunca usó, que conservaba sólo porque eran regalos de sus hijos. Exploró toda la superficie del tocador hasta que sus manos se toparon con el familiar contorno plástico de su televisor. Lo encendió con movimientos torpes y por un instante el ruido de la televisión le avivó cierta seguridad para afrontar su situación. Escuchó los gritos de alguna caricatura japonesa, y de inmediato recordó que sus nietos siempre que lo visitan dejan la televisión en ese canal infantil. Buscó el botón para cambiar de canal, «necesito noticias para saber qué horas son», se dijo así mismo. Presionó un botón del televisor para darse cuenta si con él cambiaba de canal, pero era el que bajaba de volumen. Volvió a subir el volumen con el siguiente botón y dedujo que el de al lado era el que cambiaba de canal.  Así que empezó su búsqueda de noticias-que-den-la-hora canal por canal. Se mantuvo sereno, respirando tranquilamente mientras escuchaba que si compras en tal tienda te dan doce meses sin intereses para que disfrutes esa temporada de navidad y año nuevo; que si tomas ese refresco vas a pasar bien ese momento; que no te preocupes por cuánto compras con tu tarjeta de crédito pues ellos te dan la mano y una tasa de interés mínima; que si eres géminis el amor llegará a tu vida en uno de esos días, pero es necesario que te bañes con perfume de jazmines; que ese muñeco de plástico salva al mundo del doctor tirano y además brilla en la oscuridad; que con tal apoyo del gobierno el país avanza. Pensó que en esas fechas a nadie le importaban las noticias, porque hasta el canal de noticias quitaron de la programación. Pero se equivocó, porque justo cuando comenzaba a latir su desesperanza, escuchó una voz grave y monótona diciendo que la bolsa de valores estaba con mucho movimiento pero estable y que lo más recomendable era tener una inversión a mediano y largo plazo, no se preocupe con el cambio de año pues la inflación no será tan elevada… Entonces, Antonio Grimaldo por primera vez en su día tuvo una sensación parecida al alivio. Y no por los comentarios infructuosos de ese economista sin vocación de comunicador, sino porque sabía que tarde o temprano llegaría el anhelado momento de escuchar qué hora era, y con ello el cálculo y la medida de paciencia que necesitaría para soportar su estado de oscuridad. Dejó pasar la sección financiera y aguantó escuchar más comerciales con una entereza inquebrantable, después de los cuales entró la voz aguda y melodramática del conductor del noticiero dando un repaso rápido de las últimas noticias. «Se eleva a treinta mil el número de muertos y desaparecidos por los tsunamis producidos por el maremoto que azotó las costas del sureste de Asia. Los últimos reportes señalan que esa cifra podría duplicarse en cuestión de horas. Mientras tanto, ya han iniciado las movilizaciones de ayuda internacional por parte de la ONU…»  

Estuvo atento escuchando la noticia que había acaparado los noticieros de todo el mundo, incluyendo el suyo. La descripción del conductor no podía ser más nítida para Antonio Grimaldo. Imaginaba personas enterradas por una ola de lodo que cubría poblaciones enteras; padres buscando a sus hijos, hijos buscando a sus padres. «Pobre gente» dijo entre labios, «cómo han de estar sufriendo». El conductor continúo redundando en la noticia mientras mostraba y explicaba fotos que fueron tomadas desde un satélite. Una del antes, una del después. Antonio Grimaldo bajó las manos y se quedó parado frente al televisor, escuchando ese cuadro que cimbró su conciencia y escarbó en su memoria hasta llegar a unos de sus recuerdos más sólidos de su infancia: aquel día en que su madre lo levantó de madrugada para cargarlo y sacarlo de la casa, porque el ciclón ya había inundado prácticamente toda la vecindad donde vivían. Recordó la mirada de desesperación de su padre y la palidez en la cara de su mamá que, al darse cuenta de la pérdida total de sus pertenencias, se aferró a la tarea de cuidar lo único que le quedaba: su vida y la de sus siete hijos.  

Las noticias continuaban, pero la mente de Antonio Grimaldo seguía estando en los recuerdos sucesivos de tragedias que creyó sepultados por la cantidad de memorias que a su edad había recolectado. Y no era para más. Sus setenta años de vida le habían otorgado tal cantidad de recuerdos que de otra manera no habría podido traerlos a flote, de no ser por una noticia trágica, que sirvió de catalizador a su memoria.  

 Era inevitable. Los malos recuerdos se le agolpaban en su mente aturdida, tal vez porque los traía arrastrando tras su concepto general de tragedia. Era uno tras otro. Se acordó de los ciclones de su infancia y los huracanes de septiembre que azotaban su tierra, de los días de damnificado, de las noches de bochorno, de los meses de zancudos, del paludismo y el cólera.  

Recordó el olor de animales muertos en calles enlodadas, y la sensación incierta de miedo al no saber si eran cuerpos de animales los que despedían ese fétido olor o los cadáveres de personas desaparecidas que reportaban los periódicos. Pero el olor a muerto es diferente. Lo supo reconocer cuando se le presentó, días después del terremoto del ochenta y cinco, en aquella ciudad a la que había llegado unos veinte años antes a trabajar, a hacerse de vida. Nunca antes había olido el hedor nauseabundo de la muerte, pero lo reconoció de inmediato cuando levantó los primeros escombros de lo que había sido la escuela de su hija la menor, y agradeció la benevolencia de Dios porque esa mañana del sismo, su hija se había levantado con paperas y calentura.  

El noticiero estaba en comerciales y Antonio Grimaldo ya había olvidado la razón por la cual había encendido la televisión. Tal vez porque en la oscuridad los recuerdos cobran tal intensidad y tal claridad que a uno se le olvida que eso ya pasó, y que, en el caso de las tragedias, la mente sólo las evoca como señal de advertencia, pues en cualquier momento pueden volver a ocurrir.  

Ya en sus recuerdos, Antonio Grimaldo decidió zambullirse y dejarse llevar por la corriente de información en su memoria. Recordando así, casi de manera cronológica y cinematográfica, una serie de desgracias de las cuales él había sido testigo, espectador, o simplemente, televidente de algún documental sobre una tragedia remembrada. Evocó las imágenes de una guerra mundial, Hitler y el holocausto judío, de Ámsterdam y la mirada apagada de un hombre en Auschwitz, del bombardeo a Pearl Harbor, de la toma de Berlín y la batalla de Stalingrado, de los hongos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, de los niños sin piel y los muertos por la radioactividad; recordó las masacres de Stalin, a Truman y la Guerra de Corea, la Guerra Fría, la crisis de los misiles, a Batista y la revolución de Castro y Guevara, a Allende y la dictadura de Pinochet, la guerra de Vietnam, la revolución china, las masacres por el racismo en Sudáfrica; recordó el sesenta y ocho y Tlatelolco, su Tlatelolco, a Echeverría y el setenta y uno, la guerra sucia y los desaparecidos; repasó los recuerdos del temblor, sus olores, sus escombros, sus muertos; se percató del sida, de la hambruna en África, de la tala inmoderada de los bosques que nos dejará sin aire; de la radiación en Chernóbil; de la Guerra del Golfo y las armas químicas, del septiembre once y las Torres Gemelas, de la invasión a Afganistán, de la lucha por las reservas de petróleo que se llevan al carajo la vida de miles de personas; de las devaluaciones, de la globalización, del consumismo, de los secuestros, del terrorismo, del narcotráfico, de la masacre en Acteal, de las muertas de Juárez y las cruces en la frontera…            

Antonio Grimaldo quedó pasmado ante esa trágica visión del mundo que no se detenía por nada en su mente. Apagó la televisión porque ya no le importaba la hora, y tanteó la orilla de su cama para sentarse. Aguardó un momento sentado y pensando en ya no preocuparme por la ceguera, porque mi hija llegará a mediodía a preparar de comer y le diré que me lleve al doctor.   

Aturdido y sentado en la cama, llegó a la conclusión de que, en verdad, en este mundo ya no hay nada más que ver. Ya nada podría sorprenderlo. Entonces, cayó a la cuenta de la resignación y decidió meterse otra vez en su cama y esperar acostado la atención de su hija.  

Lo único que lamentó esa mañana fue que no iba a poder ver la fotografía de su difunta esposa, guardada entre las páginas de un libro amarillo.  

Palpamos la pared como ciegos, y andamos a tientas como sin ojos"

Isaías 59: 10

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