Nocturne
Susana Castañeda Barrios
Hay noches en las que no puedo dormir. Cuando esto sucede me siento en la cama. Observo mi alrededor. En la oscuridad los objetos carecen de contorno, se convierten en una sombra difusa que se agranda al tamaño de mis miedos; se apoderan de mi cuerpo, me oprimen con su peso.
Cierro los ojos, permanezco inmóvil hasta que el temblor pasa. Una vez que me encuentro más calmada, abro la ventana. Aspiro el aire nocturno, me resigno que al menos por esa noche no conciliaré el sueño. Tomo la chaqueta y me calzó los zapatos. Me escurro por la puerta teniendo el cuidado de no despertar a nadie.
Caminando bajo el cielo estrellado, el miedo me abandona y lo sustituye el agradable estremecimiento que le provoca a uno el viento. Camino en dirección al río, el rumor del oleaje llega a mí como una dulce melodía. Me pierdo en divagaciones, en los secretos que oculta la noche. En este río se cuentan demasiadas historias que intentan dar respuesta a los restos de huesos humanos que suelen encontrarse al amanecer. La mayoría cree que se trata de un grupo de maleantes que dejan prueba de sus atrocidades. Es sencillo caer en esa conclusión viendo los tiempos que vivimos. Pero aun temiendo ser descrita como una chiflada, no puedo más que dejar volar mi imaginación más allá de donde la bruma me permite ver, y creer en la existencia de algún extraño ser que habita en estas aguas. Creo porque la he visto. Cuando el cielo se abre como una herida y en el horizonte se vislumbra una línea rojiza, escucho su canto y en el agua se dibujan unas ondas que anuncian su partida.
En una noche de tantas que padecí de insomnio, se acercó al escucharme imitar su canto con la armónica. Furiosa, alzó su cola y dejándola caer pesadamente sobre el agua, provocó que esta cayera sobre mí como una fina lluvia empapándome por completo. Pasarían semanas antes de tener la fortuna de volver a verla.
Sucedió entre los minutos inciertos antes del alba. Cubría el río una espesa neblina y reinaba sobre ella un profundo silencio, como si todo ser se hubiera extinguido hace un milenio. Me encontraba concentrada en mis cavilaciones cuando, de repente, el aullido de un hombre quebró la calma. Su voz flaqueaba a medida que el sol se alzaba. Entonces, ante el primer rayo, la vi: la silueta de una mujer.
Horas más tarde, el cuerpo fue sacado del río. El periódico de aquella tarde informó que el hombre se había metido al río bajo los influjos del alcohol ahogándose en el acto. Se creía que habían sido los peces quienes le había arrancado la piel de los labios.
Esa misma noche fui al muelle e interpreté de nuevo su canto. Acudió a mi llamado. De cerca, pude admirar mejor su belleza: Su piel asemejaba al brillo plateado de la luna, su cabello de finas hebras doradas caía como una cascada sobre su espalda, los pezones pequeños sobre areolas grisáceas, las facciones del rostro eran delicadas, casi humanas, pero esos ojos grandes y profundos la delataban. Me cantó el resto de la noche, mientras yo la acompañé con mi armónica. Cuando comenzó a clarear, le confesé mi amor. Ella, cruel, se burló. Me abandonó ahí, observándola desaparecer entre las sombras que comenzaban a dispersarse.
Por un tiempo cesaron los cuerpos de aparecer a la orilla del río y el pueblo empezó a olvidarse del asunto. Intenté hacer lo mismo, pero siempre llegaba un momento en la noche en la cual el silencio se volvía sofocante, el aire nocturno irrespirable. Cerraba los ojos con fuerza, intentando ignorar aquellas figuras que me observaban desde las tinieblas esperando el instante propicio para devorarme.
Cierta noche, incapaz de soportar más el cansancio, decidí tomar una botella de ron de la vitrina de mi padre e ir al río. Una vez que el dulce brebaje templó mi cuerpo y la agradable sensación del sueño me fue inundando, me lancé al agua. Dejé que las tinieblas me poseyeran. Ya no sentía miedo. Entonces, como un último deseo, escuché su canto; un dulce arrullo que me sumió en el más placentero sueño.