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Dos cuentos

Mercedes Varela

Reciclamiento 
(Budín de pan duro) 

  

 

Anoche me soñé, y fue tan real que mi sueño se ha prolongado hasta este amanecer en que el zumbido de la secadora de pelo burla paredes y puertas e, impertinente penetra mis oídos. Imagino el cabello alborotado por el aire tibio del aparato. Otro ruido, potente destructor y contaminante ahoga el de la secadora. Es la licuadora que frenética destroza, sigo imaginando, los plátanos, estos se resisten pero finalmente se convierten en un espumoso licuado de plátano con leche. Después sólo murmullos, pasos que se alejan y yo aquí, tendida, desnuda e irresucitable, como en mi sueño. Lo bueno de los sueños es que se puede soñar que se sueñan, así de simple, sin meternos en todos esos rollos del subconsciente liberado o de los deseos reprimidos, como decía Emilita ayer, mientras saboreábamos nuestras tazas de Nescafé descafeinado y endulzado con Canderel. Yo no me sentía con ánimo suficiente para rebatir el punto, así que cambié de tema y le pregunté. Ella abrió la boca y no fue precisamente para recibir la cuchara copeteada de crema del pastel de queso con fresas, ya que al escucharme apenas sí llevaba ésta a la altura de sus senos. Me respondió con terminajos que no entendí; al percatarse de mi ignorancia, cambió su actitud de abogada por el de amiga y me aconsejó al respecto con una amplia sonrisa dibujada en su cara de querubín mofletudo, enmarcada en ese halo virginal que no pierde a pesar de sus cuarenta y tantos años. Nunca se lo he preguntado, pero intuyo que es virgen. Contrariamente a lo que propone Almodóvar en una de sus películas, eso de que todas las vírgenes tienen un gesto adusto, yo creo que todas ellas deben ser como Emilita, quien, al despedirse, me dijo: 

¡Silvia, todo lo que has vivido, quién fuera tú! 

Estas palabras dieron vueltas y vueltas en mi cabeza y quizá sean las causantes de este sueño disparatado. Imagínenme, yo irresucitable y capaz de mantener este parloteo interior. 

¿Qué es todo lo que he vivido? ¿Exactamente a qué se refería ella? 

Siempre he considerado que el tiempo es mi enemigo. Sí, mi enemigo. Me tiende trampas y llego antes, o después. Un verdadero desastre. Por ejemplo: el tabaco, cuando el mundo humeaba a todo lo que da, yo no consentía ni olerlo; hoy lo disfruto, y ¿qué pasa? Por todas partes me topo con el cartelito que tiene el cigarro con un tache rojo, o el otro más dramático, en el que a una calavera le sale humo hasta por las orejas y remata con la clásica leyenda: «Como te veo me vi, como me ves te verás si sigues fumando». ¡No lo soporto, me siento proscrita! Definitivamente llegué después, pero es que cuando todavía no se difundía el daño que el cigarro le hace a nuestros pulmones, yo estaba lavando pañales. A esta cita llegué antes, como que me brinqué una etapa y es que el inter de hija a madre fue tan rápido. Tan de pasadita, que en lugar de madurar y sentirme mujer, pasé a ser «propiedad privada de», «la vieja de», o «mi señora esposa», como me llama el señor cuando quiere impresionar a alguien. Total que soy un verdadero caos, amiga de lo absurdo e inconstante. ¿Será por eso que me identifico tanto con los gatos? Estos no aman, se dejan amar. Yo aprendí a amar y después a huir. Le temo al sufrimiento que crea la dependencia; y aunque he rozado toda maldad, cuando la pasión me abrasa la ahogo, la entierro viva entre mis visitas al súper, las tardes de damas o el trabajo en la oficina. 

El tiempo me ha obligado a ocultarme en diversas pieles. Todas las guardo en mi clóset. Un día perdida en las profundidades misteriosas y abismales de unas pupilas recordé una. Al sacarla me percaté de que estaba ajada y la limpié, deseando que la tibieza de esas manos pudieran desarrugarla. Fue en vano. Bocas envidiosas la salpicaron y allí quedó, olvidada y remojada en la saliva de la realidad. 

Emilita no sabe nada esto. Ella me conoce vestida de señora, de madre, de ejecutiva o abuela cariñosa. Pero este día que no amanecí, porque ya lo dije antes, yago desnuda, todas mis pieles cuelgan en el clóset. Si pudiera reciclarlas. ¡Sí, reciclarlas! Así como el aluminio, o el pan duro que remojo en leche y después de horneado se convierte en un delicioso budín, o como los pantalones de mezclilla que se rompen de las rodillas y con un tijeretazo reciben el verano como shorts. Sería fantástico, no tendría que engordar para llenar la piel de abuela, me queda tan grande; y la de madre me aprieta, limita mis movimientos, me anula. Algunas veces quisiera rasgarla con mis uñas y gritar: ¡Mírenme, aquí estoy! La de señora es tan gruesa. Apenas abrocho el último botón y quedo exhausta; hasta mi estómago protesta al recordar las reuniones donde los señores platican de béisbol y beben cerveza mientras asan la carne. Yo, como toda señora bien portada, intercambio la receta del budín (me sale tan sabroso) con otras señoras que al igual que yo se engañan endulzando sus bostezos con coca de dieta. La de ejecutiva me lastima. La picaron las hormigas, le inyectaron tanto ácido que pensé que estaba inoculada, pero no fue así, duele un poco, aunque todavía se puede usar. 

En fin, que continúo en mi cama soñando que ya no soy y que estoy cansada de decidir quién ser. Esta vez dejaré que el teléfono lo haga por mí. Las determinaciones más importantes y que han marcado el inicio de un nuevo ciclo en mi vida las he tomado por teléfono, así que hoy me jugaré la piel al primer ring y después del «bueno» sabré quién ganó. Puede que Emilita me llame para recordarme el baby shower de la nuera de Edna; tal vez el señor, o los hijos, para decirme qué desean para la comida, o quizás reciba el anuncio de que mis nietos vienen a pasar el fin de semana conmigo. Aunque también es posible que la llamada sea de la Coalición Pro Justicia para los trabajadores y resucite con un discurso pro derechos humanos cuando en realidad desearía tener un orgasmo. 

Y aquí sigo desnuda e irresucitable y soñando que sueño. Existe la posibilidad de que en unas horas despierte con el coraje suficiente para tomar las tijeras y cortar trocitos de una piel y de otra, para luego crear con ellas una que me siente de maravilla. Sólo a la olvidada la dejaré completa. Secaré su realidad asoleándola, y cuando esté totalmente deshidratada la reciclaré incinerándola con mis recuerdos; después guardaré el polvo en frasquitos, para usarlo como sombra en los párpados una que otra tarde, cuando el aroma de la primera lluvia de octubre humedezca mi memoria. Mientras, seguiré soñando que me sueño desnuda e irresucitable y que espero que timbre el teléfono para resucitar. 

El amor que no juraste 

  

 

Me enamoré comiendo tamarindo con chile y limón y escuchando a Miguel Aceves Mejía cantar: «Quiero saber de tu amor y que Dios me lo permita que el mal de amores que tengo...» 

Y lo amé porque él sabía cómo me gustaba gastar esas tardes airadas y tibias de abril, lo que me molestaba el vestido blanco humedecido por mis cabellos recién lavados, mientras caminaba hacia el altar para ofrecer flores en mayo, lo que me encantaba los mangos cocoyos de junio y mi gusto por la huapilla que me refrescaba del calor de la canícula. Lo que él ignoró fue, que lo que más me gustaba era su voz cuando decía: 

—¡Te vas a enfermar! 

Pero ni las guayabas asoleadas, los membrillos con chile o los limones con sal, hacían mella en mi intestino. Crecimos tan unidos que hasta los cumpleaños nos los celebraban juntos. Una fiesta pero, ¡qué fiesta!  

Nuestras madres eran maestras, habían sido amigas de siempre y la coincidencia de su viudez las hermanó más aún. Nosotros asistíamos a la misma primaria donde trabajaban ellas. Cuando ingresamos a la secundaria, él me fastidiaba la vida, ¡cuidándome! Cualquier cosa que veía y en la que no estaba de acuerdo, inmediatamente iba con el chisme a la casa, consecuentemente... ¡Me regañaban! ¡Cuánto lo odiaba por esto! También lo odiaba por mi desasosiego cuando no lo veía, por mis estremecimientos cuando me miraba, por los calores de mis sueños adolescentes y porque él conociendo todo de mí no se inmutaba por mis rubores. Así que muy a mi pesar, procuraba encontrarme con él, sólo cuando era absolutamente necesario. 

Crecí pensando en él e intenté olvidarlo bailando Rock Around the Clock (Al compás del reloj), al ritmo de Billy Halley y sus Cometas o La Plaga, con los Teen Tops. 

Él prefería la música de tríos. Los Tres Ases y Los Dandys eran sus favoritos. Le gustaba tocar guitarra. Hasta mi ventana llegaban las desafinadas notas de la guitarra, que más que sonidos, parecía emitir quejidos en protesta por la osadía de esos torpes dedos que se empeñaban en hacerla sonar bien. 

Una de esas noches, cuando a la menor insinuación del viento, los limoneros dejan escapar su aroma perfumando a azahar las notas destempladas, veo mucho movimiento en la casa de la esquina. Esta casa tenía como dos años sola sin remodelación o limpieza previa. De una desvencijada camioneta empiezan a bajar muebles. ¿Quiénes serían? Rogué porque fuera un adolescente joven, escuálido y guapo como César Costa o Enrique Guzmán, pero ¡oh desilusión! Llegó Valentina; pelirroja, delgadita como Twiggy y con el rostro lleno de pecas, las cuales se empeña en ocultar debajo de capas y capas de polvo Maja y sobre una base de crema Teatrical, le rinde culto a Jim Morrison, Jimi Hendrix y Janis Joplin. Odia usar reloj, alega haber nacido con un espíritu libre y está segura de que así va a morir. 

Ellos empiezan a salir juntos y a pesar de las diferencias musicales e ideológicas, ya que él cree fielmente en el destino, el amor y la unidad familiar, la convierte en su musa. Ambos cumplen años el catorce de febrero, así que él, decide que Valentina es su alma gemela. Se hacen novios. Él es un romántico, le gusta llevarle serenata la cual, invariablemente inicia cantándole: 

—«Tú eres mi destino, bendito destino». 

Para cuando él sacó con su guitarra Yesterday (Ayer) y All you Need is Love (Todo lo que necesitas es amor) de los Beatles, yo me gradué en la Normal Básica y más por olvidarlo que por necesidad, me mudé al norte a ejercer como maestra. Él y Valentina se van a la Ciudad de México. Viven en unión libre y estudian en la Facultad de Filosofía y Letras. Él la mantiene con lo que le pagan por tocar en los cafés cantantes, que por esa época estaban muy de moda, desgraciadamente con el movimiento del sesenta y ocho los cierran. Valentina estaba embarazada y por el temor a ser perseguidos, por la simple razón de ser y lucir como estudiantes, deciden regresar a la provincia. Él ingresa a estudiar por las noches al Tecnológico y a trabajar en la construcción durante el día. Ella contribuye confeccionando ropa de manta, que pinta a mano y vende entre sus amistades. Tomaron así un camino diametralmente opuesto al que habían planeado cuando iniciaron su vida en pareja. 

Yo me dedico a trabajar. Mi mamá se vino a vivir conmigo. 

En uno de mis viajes él y yo nos encontramos en el barrio. Pasamos toda la mañana platicando y acordándonos de nuestras travesuras, comimos juntos y en mi vieja consola estrenó un disco de 45 r. p. m., que recién había comprado. Era una balada interpretada por Mario Pintor y cuyo título Nomás Contigo, me pareció profético. 

Valentina acaba de parir a su tercera hija. Por la tarde fui a saludarla y a conocer a la pequeña, recordamos las tardeadas. Valentina nos anima para que asistamos al baile del año. Lo ameniza Los Joao. Fuimos y nos divertimos en grande, bailando Tristeza, Brasil, Mi amigo Charlie Brown y tantas otras melodías. De regreso a casa atravesamos la plaza coloreada con los belenes, rosales y limonarias. Un viento suave acaricia las hojas de las ramas de los zapotes, mangos y almendros. A lo lejos se escucha el pregonar del voceador de periódicos invitando a comprar a los madrugadores y a los desvelados. Al llegar a la esquina, un señor nos ofrece jugo de naranja fresco. La felicidad me sacia. No comprendo por qué la cotidianidad del momento me hace no desear nada más, sólo él y yo y nuestras pisadas resonando en las baldosas de la acera y contradictoriamente deseo odiarlo. Antes de despedirme le comento que me caso en julio. 

—¿Aquí? 

—Sí, mi mamá se queda a arreglar todo. Mi novio y yo llegaremos tres días antes y como el padre Sosa nos conoce de toda la vida pues, no hay problema. 

—¿Y quién es el afortunado? 

—Un compañero, es buena persona y me comprende. 

—¿Te comprende? ¿No debería amarte? 

—Lógico. ¿No? 

Como si le interesara. Yo ya no podía esperar más, además, no quería que la humedad de mis recuerdos y el polvo de su olvido me convirtieran en piedra. Por otra parte, ya había terminado la carrera, tenía mi base de maestra, así que el siguiente paso era casarme y formar mi propia familia como él lo había hecho. Cuando pensé esto último deseé creer en el destino y... 

  

El día de mi boda bailaba Feelings (Sentimientos) con mi esposo, cuando él se acerca y haciendo una reverencia pide permiso para bailar conmigo. Mi esposo sonríe y me entrega. Mientras bailábamos, discretamente desliza una tarjeta en mi mano y me dice: 

—Es mi número de teléfono, cualquier cosa, a cualquier hora cuando algo se te ofrezca, llámame. 

Continuamos bailando y sin desearlo, recordé que una noche, meses antes de que apareciera Valentina en nuestras vidas, me había estado burlando de lo mal que tocaba. Él, molesto, soltó la guitarra. Me acerqué. Le pedí que continuara y agregué a manera de disculpa que yo, sólo estaba jugando. Él me miró, acercó su rostro al mío y me plantó un beso en plena boca. Me quedé atrapada en ese sentimiento. Él tomó su guitarra y se alejó sin voltear a verme. 

  

Después de mi boda me perdí varios años, me concentré en mi trabajo, en cambiar pañales y preparar biberones y papillas. Me hice una experta en la cocina y en barrer mis sueños con la escoba, mientras ahogaba mi desilusión en el lavadero. Mi esposo resultó todo un macho. Mi matrimonio fracasó. 

Durante los trámites de mi divorcio, me aficioné a la voz suave del Pirulí y a llorar con Lupita D’Alessio, mientras cantaba Mudanzas

El día que firmé mi divorcio recibí la grata sorpresa de que él me llamó. ¡No podía creerlo! 

—¡Me separé de Valentina! —me dijo con voz ronca y agregó: 

—¡No lo voy a superar! ¡Ella es mi todo! 

Recuerdo que esa vez hasta me molesté un poco y me atreví a preguntarle: 

—¿Por qué siempre dices que ella es tu destino? Date otra oportunidad. ¡Conoce más mujeres! 

—Conozco muchas pero estoy convencido que si no es con Vale, no será con otra. 

—¿Por qué dices eso? Habla con ella entonces. Arregla las cosas. 

—No es posible. ¡Ella se fue con otro! 

Cuando me dijo esto, me quedé helada, además, ¿qué podía aconsejarle? 

—A todo esto, ¿tú cómo estás? —me preguntó. 

—Bien. Recién divorciada. 

—¿Cómo dices? ¿Cómo nos pudo pasar esto al mismo tiempo? 

—Estoy bien, quiero decir todos estamos bien. Mejor. Mucho mejor ahora. 

—Mira, yo he estado viajando al norte a comprar refacciones, no te he visitado porque, tú sabes, no conocía bien a tu marido. Precisamente hoy en la noche salgo para allá. ¿Qué te parece si mañana te echo un fonazo, almorzamos juntos y seguimos platicando? 

Lo que pasó después no lo planeamos. Yo no creo en el destino, considero que simplemente fue la consecuencia de redescubrirnos con otros ojos, desde luego también la soledad es una mala consejera y por otra parte, mi miedo a desaparecer, a sepultarme nuevamente entre mis hijos, el trabajo y la casa. Fueron tiempos locos de ires y venires, de encuentros y desencuentros, de dar y tomar, sin promesas de mañanas, ni amaneceres. Me gustó, lo amé por su compañía y por la nostalgia cuando se alejaba y porque me enseñó a valorar el tiempo, el espacio, las flores, las frutas, cada estación del año, el sonido del viento, la ligereza del polvo y la fuerza de la lluvia, y porque con él aprendí a ser atrevida, tierna, violenta y exigente y también porque me hizo sentir grande y deseada. Y aunque nunca me juró amor, me acostumbré a su modo. Muchas veces me pregunté, ¿cómo había vivido hasta ahora sin él? Aunque me preocupaba por lo que opinarían mi madre y su familia, me tranquilizaba pensando que aunque no nos dejaran, él y yo nos íbamos a querer toda la vida. Sí, así como canta Chente. 

Un sábado que lo esperaba, ¡no llegó! Marqué a su casa y... ¡Valentina me contestó! No dije nada y colgué. Me refugié en mis hijos, la escuela, la escoba y el lavadero. How can you mend a broken heart? (¿Cómo alivias a un corazón roto?), cantaban los Bee Gees. ¿Cómo alivio a mi corazón roto?, me preguntaba yo. Staying Alive (Sobreviviendo) me respondían, lo comprendí y sobreviví. 

Durante más de dos años no supe nada de él. Igual que Alex Lora, ya estaba convencida de que él existió sólo en un sueño. Entonces... nuevamente reapareció. Y así sin más ni más me llamó y me dijo:  

—¿Cómo estás? 

—Bien, estamos muy bien, ¿y tú? 

—¿Paso por ti? ¿Sí? 

Y pasó. Y volví a convertirme primero, en su paño de lágrimas, porque Valentina se había vuelto a ir y después en la amada amante que quería hacerle comprender que ya lo pasado... pasado. Pero ni Roberto Carlos ni José José lo consolaban a él y menos aún a mí, cuando él se desaparecía por meses, yo amanecía sola abrazando a mi almohada. 

  

Por enésima vez él regresó con Valentina y yo, finalmente pude mantener una relación estable con José Luis. No me revolotean mariposas en el estómago cuando lo veo, ni explotan fuegos artificiales cuando me besa pero, está a mi lado y ha sido una buena influencia para mis hijos. Compartimos el gusto por la música y podemos pasar toda una tarde escuchándola y remontándonos a esos otros tiempos. Desde luego que hay muchas cosas que son sólo mías. José Luis las presiente pero no parecen molestarle, al contrario creo que ese misterio es lo que nos mantiene unidos. Sé que él también debe tener sus recuerdos. Allí debo dejarlos, no es conveniente para ninguno de los dos hablar del pasado, así que a partir de «nosotros», hemos construido nuestro ayer. 

Entre Me cuesta tanto olvidarte de Mecano y Tú de qué vas de Franco de Vita, he regresado a mi tierra natal varias veces, las más con alegría, sólo dos llenas de tristeza; una cuando murió la mamá de él y la otra para llevar a enterrar a mi madre, siempre quiso regresar a su tierra y finalmente se le cumplió. 

  

Lo he visto, a veces solo, a veces con Valentina y no sé por qué pero todavía algo se remueve muy dentro de mí cuando lo veo e invariablemente viene a mi mente la letra de ese bolero que, tan bien interpreta Luis Miguel: «En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse». 

Él siempre fue muy terco con respecto a su destino. Recuerdo que una de las últimas veces que estuvimos juntos me comentó que había ido a consultar a una numeróloga y que ésta le había dicho que su karma era encontrar pareja, al escucharlo, me reí. 

—¡No te rías! 

—¡Cómo puedes creer eso! 

—Sí creo, por eso no dejo a Valentina. Esta señora me dijo que ya llevo muchas vidas así. Quizá por eso ella y yo nos enojamos y nos reconciliamos. 

—¿Y eso qué tiene que ver? 

—¿Qué cosa? 

—Lo de los pleitos. 

—No entiendes nada. No te das cuenta de que si no lo logramos en esta vida, en la próxima reencarnación se volverá a repetir todo. 

—¿Cómo sabes que es Valentina? ¿Por qué ella? 

— Porque Valentina nació el catorce de febrero igual que yo. 

No agregué más, ¿para qué? Siempre sospeché que él, aparte de ser terco, está sordo. Quizá por eso no me escuchó cuando le dije que yo también cumplo años el catorce de febrero. 

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