Entorno mágico de la Huasteca
María Luisa Herrera Casasús
La molienda
ntes de llegar a la loma donde se escondía el ranchito de don Cosme, se nos prendió de la nariz el aroma del aguamiel de caña, mientras una bandada de loros cruzaba el cielo chismorreando nuestra llegada. Al fin tenía la oportunidad de volver a aquella molienda que no se apartaba de mis recuerdos infantiles.
Los escuálidos perros, tan sólo provistos de ladridos, nos dieron la bienvenida. Ofrecimos la mano, uno por uno, a cada miembro de la familia, y a la voz de «ya va a caer la paila», mis amigos y yo nos arrimamos al trapiche a disfrutar del jugo de caña y de las jícaras llenas de miel que nos obsequiaron.
Los hijos de don Cosme se ocupaban en palear la melaza y en preparar los alfeñiques que envolvían primorosamente en tiras de paja. Las mujeres se refugiaban lavando, en la cocina, los moldes de barro que recibirían el piloncillo.
El trabajo comunal de la familia semejaba una activa y armónica colmena, cuya abeja reina era doña Prisca, una dulce mujer que aunaba a su trabajo una gran amabilidad. Lucía aún la misma expresión bondadosa que yo recordaba.
Pronto me acercó una silla a un árbol que extendía los brazos ofreciendo su sombra, mientras saboreaba una taza de café de olla con pemoles, hablamos de nuestras respectivas familias.
—¿Y usted cómo ha estado? Pregunté.
—Un poco bien, señora —respondió cortésmente.
—¿Y don Cosme? No lo veo por aquí, ¿anda en el corte de caña?
—Pos ya no más. Ora en día se la pasa sentado en el corral, mirando las gallinas.
—¿Y eso? ¡Si no está tan viejo!
—Pos verá usté, señora, es que endenantes tuvimos un disgusto porque mʼija Petra salió gorda de niño. Es el chilpayate ese, medio encuerado que anda correteando por ahí, y ya sabe cómo es Cosme: le agarró una muina muy grande.
—¿Y por eso se enfermó?
—No, ¡qué va! Al contrario, le dio por emborracharse todos los días, y nos pegaba mucho a las dos. Porque además me echaba a mí la culpa, que dizque por alcahueta. Yo tenía harto miedo de que la Petra fuera a perder la criatura. Y luego, pos… ¿qué cree? ¡Nos corrió a las dos de la casa!
—¡Jesús! ¿Y qué hicieron entonces? —respondí con sorpresa, casi derramando el café sobre mi vestido.
Doña Prisca calló un rato, se secó los ojos con un paliacate, y ya calmada, continuó la plática.
—… una comadre me aconsejó que le diera unas yerbitas con toloache —creo que le mientan— , raíz del muerto, shihuilxopelli y otros camotes de monte que me trajo paʼ que se aplacara. Así que le fui dando su tecito todos los días… y como le digo, ya no trabaja… ¡pero cuando menos se puso bien tranquilo!
En ese momento pasó el nieto frente a nosotras, vestido solamente con una camisa y chupando un alfeñique que le embarraba la cara con azúcar. Lo seguí con la mirada hasta toparme con don Cosme, casi oculto detrás de una cerca. Al verlo acercarse, su rostro se iluminó con la mueca de una sonrisa, mientras su boca babeaba.
—Ya ve usté, señorita —me señaló doña Prisca— ahora ya lo tenemos bien calmadito, gracias a Dios.