
Entorno mágico de la Huasteca
María Luisa Herrera Casasús
La visita

os acomodamos en las sillas del corredor y platicamos largo rato. Hablamos de mi trabajo en los Estados Unidos, de lo cansada que terminaba por las noches después de cuidar niños: en fin, de todo lo que había visto y me había sucedido. Mamá me había llenado de besos y preguntas. Después de dos años de no vernos, todo era novedad entre nosotras.
—¿Por qué tardaste tanto en volver? Creíamos que ya no ibas a regresar nunca al pueblo. Te ves más delgada, mi niña, has de haber pasado hambre, ¿verdad? Bueno, pero hoy te vas a desquitar, pues tenemos muchas cosas sabrosas.
El olor de la comida que tanto había extrañado me hizo pensar que no hubiera aguantado un día más en Gringolandia comiendo tan sólo pollo con papas o los horrorosos jodós.
—¡Waw! ¡How nice! ¡Qué rico huele! ¿A poco sabían que yo iba a llegar?
-No niña, es para celebrar el Día de Difuntos, como cada año. Tu papá también vino.
-¡Oh, wonderful! ¿Andaba de viaje? Me muero de ganas de verlo. ¿Por dónde anda?
-Ahorita viene, fue a darles de comer a los pollos. No tarda.
Papá andaba muy bien vestido aunque venía de trabajar en el gallinero y su cara mostraba la sonrisa de siempre. Nos abrazamos con mucha emoción: ¡lo había extrañado tanto! Le prometí que me quedaría con ellos un tiempo.
Sentados a la mesa, noté que el café de mi papá se había enfriado, por lo que fui a la cocina a servirle otra taza. Cuando la iba a vaciar en la olla para calentar todo de nuevo, mi mamá me hizo a un lado y la echó en el fregadero, diciéndome:
—¡Estás loca, niña! ¿es que nos quieres envenenar a todos?
Yo me detuve sorprendida, ¿por qué me decía eso?, ¿qué había hecho de malo? Regresé al comedor muy contrariada, perdí el apetito y ya no quise ni probar el dulce de calabaza que tanto me gusta, a pesar de la charla, yo había quedado molesta por el incidente de la cocina. Observaba la actitud de mi familia, mientras recordaba los detalles de mi llegada por la mañana.
Mi hermana Celia no hizo comentarios sobre el asunto del café, y tal vez para distraerme, me anunció que se iba a casar con el maestro del pueblo, así que discutimos los detalles de la boda entre risas y bromas. ¡Somos tan distintas!, yo siempre queriendo ver mundo y ella, casera, sin separarse nunca de las enaguas de mi mamá.
Mis regalos les gustaron mucho: mamá se probó el vestido y Celia los aretes y la blusa. Mi papá se veía encantado con su navaja porque incluía tijeras y desarmadores. Sin embargo, noté que se agitaba mucho en su silla, lo que me hizo recordar sus achaques, sus dolores de piernas y de espalda. ¡Pobre papá, siempre trabajando como burro, sin un hijo para ayudarlo en el ranchito!
Al terminar de comer saqué de mi maleta las medicinas que me habían recomendado en los Estados Unidos para sus reumas y se las di, recordándole que había que tomar al menos una pastilla diaria de cada frasco. Con eso se aliviaría.
Nos entretuvimos a la mesa hasta la tarde, y de pronto, mi papá dijo que iría al potrero a ver el ganado. Mamá no se lo permitió.
—No, por Dios, Toribio, ya se hizo tarde y no te va a dar tiempo.
Volteé para donde él estaba y noté con sorpresa que se había puesto muy pálido y que se le iba llenando la cara y el cuello de unas manchas oscuras, como de viruela. Pensé que le habrían caído mal los alimentos, pero nadie parecía preocuparse. ¡Todo era tan raro! ¿Qué estaba pasando en la casa? ¿Estaría muy enfermo mi papá? Pero ante el miedo de una respuesta que no quería escuchar, me quedé callada.
Como empezaba a oscurecer, mi mamá dijo: «Ya te tienes que ir, Toribio, ¿no ves que te estás echando a perder?».
Papá se levantó, se despidió de nosotros con un abrazo y salió de la casa. Celia se apresuró a acompañarlo hasta la puerta. Al ver que se iba, sin saber yo a dónde, no pude aguantarme más y le pedí a mi madre me confesara qué le pasaba a mi papá.
—Ay hijita, has estado fuera mucho tiempo… es que tu papá murió el año pasado. Le dieron permiso para visitarnos por este día, pero ya debe regresar a su ataúd. Tal vez dentro de un año vuelva a la casa.
Quedé muda por el dolor y me puse a llorar sin consuelo. Corrí hacia la calle y al ver que se alejaba le grité:
—Papacito, papacito, ¡no se te olvide tomar tus medicinas! ¡Please!