
Querido señor Brando
María Luisa Govela

a vieja se persignó cuando sintió que el avión se elevaba. Vio la hora. Estaban puntuales. En esos momentos era una de esas ancianas que piensan que siempre están atrasadas. ¿Atrasada para qué? Se preguntó doña Soledad Iriarte de Martín del Campo, si ella nunca tenía a dónde ir. Sólo iba a donde la llevaran los demás.
La verdad es que cada vez salía menos. Cada vez ella era menos. Cada vez se convertía más en nadie, en nada. Se iba borrando como una fotografía antigua.
Se tocó la mejilla donde su hija había depositado un rápido, helado beso, al despedirla cuando tomó el avión. Vivía en otro mundo, su hija. Casada con un importante empresario metido en la política, andaba siempre en recepciones, inauguraciones, viajes, convenciones, exhibiciones, bailes de beneficencia. Además estaban los clubes, las amistades, los niños. Tenía una agenda ocupadísima, su única hija, la ‘socialitte’. Poco visitaba a la madre en la casa de retiro.
-Suerte que encontramos una casa tan bella, mira qué jardines, y el clima allá es magnífico, más adecuado para ti, mamá. Es el clima recomendado por tus doctores – había dicho la hija entusiasmada – tienes que ser más positiva, mamá. En este lugar de ensueño y con compañeras de tu edad vas a ser muy feliz, –repetía la joven constantemente.
Soledad recordó la letra de una vieja canción ranchera: “Aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión”. Cada vez tenían menos en común. A la hija le exasperaba que hablara de sus enfermedades, del pasado, de su miedo a la muerte.
¿Y de qué más puedo hablar? - pensó Soledad, - ¿Del mercado de valores o la injerencia de países extranjeros en nuestra política? ¿De las últimas técnicas para conservar durante más tiempo en buen estado los arreglos de flores naturales? ¿De las más recientes cirugías plásticas de las amigas de su hija? Nada sabía de esos asuntos. Las viejas no podemos comunicarnos con las nuevas generaciones. Ni con las viejas generaciones tampoco, pensó tristemente al recordar a sus compañeras de la casa de retiro, todas indiferentes o ciegas o locas o enfermas, todas tan inútiles, aisladas y abandonadas como ella. Algunas no podían recordar su propio nombre, menos el de Soledad. De las enfermeras, mejor ni hablar. Dos eran amables, compasivas, las demás eran incapaces de sentir piedad por sus madres, si es que las tenían. El caso es que las viejas ya no nos comunicamos. Somos islas horribles, devastadas. Se tocó los surcos de arrugas en las mejillas, las manos nudosas, la cruel verruga en la barbilla. Sintió su respiración ruidosa y cansada.
Cerró los ojos. Suspiró. Y pensó en él, en su amado Marlon Brando. El clímax de su vida. Las mejores noches de pasión con el difunto marido se las debía a su amado señor Brando. Cerraba los ojos y soñaba estar en brazos de su hermoso dios griego. No se había acostumbrado a sentirse vieja todo el tiempo. Conocía a pocas mujeres de su edad que realmente se sintieran viejas. Pero lo de ella iba más allá, era vergonzoso, pero a la vez la salvaba, la redimía: En sus entrañas latía un resquicio de calidez juvenil: el amor por su querido señor Brando. Ahora, aquí arriba entre las nubes, cuando las ciudades, los ríos, las montañas se habían empequeñecido hasta perderse de vista por completo, era más fácil pensar en él. Bailaba con su galán sobre el mar de nubes que rodeaba al avión. Sentía el cuerpo del actor fuerte y juvenil contra el suyo, trémulo de emoción. Se derretía como si tuviera veinte, treinta años a lo sumo. ¡Fruta tardía! Ella había llegado siempre tarde a la ventura de la vida, bailando a destiempo. De joven se había sentido prematuramente vieja, y ahora ¡a la vejez viruelas! Pero qué importa. Borrón y cuenta nueva. Qué importaba el ridículo si nadie se enteraba. Ya había cruzado la línea y a nadie interesaba que su querido señor Brando hubiera muerto…para ella estaba aún vivo, tan vivo y deseable como siempre. Y acarició los rizos de su dios griego y besó sus labios gordezuelos, escuchó su voz bronca, tan varonil como en la película Un tranvía llamado deseo. ¡Ay, gracias al cielo por usted, amor de mis amores, querido señor Brando!