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Mapa de recuerdos Tampico

Teresa Betancourt Robles

I

Café de olla

Cuando pienso en él, se me hace agua la boca…un aroma que te entra por los pulmones y…es como fumarse un cigarrillo… mejor que fumarse un cigarrillo… pero sólo agarra buen sabor cuando se hace de olla, hay quien le pone canela, cada quien sus gustos, pero tiene que ser de olla, así es como hierve bien y suelta todo…

Ya es costumbre, después de todo este tiempo no sé qué vicio es peor, pero la cajetilla siempre la tengo a lado de mi pocillo de barro…ese es herencia de mi madre, fue un regalo de la vecina cuando llegamos aquí…bueno, es que, para empezar, yo no nací acá; llegamos en tren de allá del norte, no sé exactamente… no me acuerdo mucho, del viaje tampoco, pero sí me acuerdo del tren porque yo no había visto cosa tan grande que echara humo y un mar de gente, y yo no sabía qué estaba pasando, pero veía a mi padre que nos estaba esperando en la estación, había prisa porque se nos estaba haciendo tarde y me acuerdo que mi madre me llevaba bien apretada del brazo, yo le decía «ya voy mamá me estás lastimando» pero a oídos sordos fue a parar todo hasta que subimos y de ahí no tengo nada… 

De chiquilla te digo que no me acuerdo mucho, pero mi madre me jalaba con ella a todos lados, de ahí que yo haga el café en olla, usábamos un jarrón de barro, grandecito, de esos frijoleros, y ya bien hervido nomás había que dejarlo asentar. Tomábamos café cuando se podía y había con qué … y como me llevaba con ella pa’ todos lados, ya de más grande pues nos veías a cada una con su pocito… 

Sí…aquí llegamos sin conocer a nadie, y mi padre…me acuerdo que su último regalo fue un abrigo rojo, muy bonito, suave, no me picaba, ni era de esos que se les hacen bolas, pero a mí padre… como que eso de estar aquí no se le dió… después ni mi madre hacía que me quitara el abrigo, «bueno, tú, chamaca ¿no te piensas quitar eso con ese calor?, ¿por qué no te quitas ese abrigo?», y yo nomás le decía que porque me lo había regalado mi padre…en fin… siempre estuvimos solas y pues había que entrarle, así que mi madre le tuvo que entrar a la lavada de ropa, en casas… eran unos cestos gigantes, lavada y planchada que se aventaba, a mano, ¡uuuyy! a una como le hubiera gustado tener lavadoras en esos tiempos; yo le ayudé cuando estaba más grande pero de chiquilla tenía que dar la menos lata posible en casa de las patronas,  ahí era calladita te ves más bonita, y que no me  vieran las visitas… 

Una vez a mi madre que se le cae una olla de barro… y que se rompe… era la de los frijoles, la patrona se dió… una enojada buena que hasta de gritos se escuchaban, pero ya no me acuerdo muy bien que pasó…Esa patrona la dejaba tomar de los posos de café que quedaban, nomás había que echarle más agua… 

Pues como todo…hubo patronas gentiles y otras no tanto; una de las últimas en las que le fui a ayudar me enseñó a leer y me dejaba jugar en el jardín, hasta dejaba que me dieran un taco…otras… ni que me vieran porque me iba como en feria… pero ¿uno qué iba a hacer? Había que aguantarse y agradecer que tenía uno con qué; si entre las patronas se recomendaban era mejor que dijeran que eras trabajadora porque así te daban la chamba. Nosotras vivíamos en un cuartito en el centro de la ciudad, y pues había que pagar… pues que no iba a andar uno defendiendo su dignidad cuando andas buscando centavos en las rendijas de las ventanas y las esquinas de los muebles…ya de más grande yo me iba ayudarle y pa’ después ya cada una trabajaba por su lado, mi madre en un comedor y yo en casa de unos españoles, esa ha sido de las casas que más recuerdo, me quedaba cerca de la Plaza de la Libertad  y en las tardes yo aprovechaba para pasearme… yo de chamaca… pues hacía lo que me decían y así fuera la hija de la señora le tenía que hacer caso, lo que mandara y pues así terminé de mensajera, me mandaba a entregar cartas de amor a su enamorado y yo nomás rezaba para que la señora no me cachara y pegara el grito en el cielo y en una de esas idas, por ir corriendo a la panadería que voy a dar de boca al piso y que me llevó a otro; allá fuimos a parar los dos, yo colorada hasta los cachetes porque era un trabajador de la panadería, si para pasar vergüenzas me pintaba sola…

La Yolanda era una panadería ahí en la calle Altamira… ¿Ya? ¿No?  A dos calles estaba la Tamaulipas, y por ahí pasaba el tranvía, ahora nomás queda una parte de las vías, pero ese te llevaba hasta la playa…bueno, pues en la calle de la  panadería a media cuadra estaba el cine Olimpia, ahí luego me iba con mi viejito, nosotros solitos nomás; en su apogeo tenían de todo, también íbamos al Alameda, ¡uuy! en ese tiempo lo que costaba un boleto…veinticinco centavos…qué te iba a  decir…¡Ah, sí! Mira, La Yolanda tenía el mejor pan de la ciudad, mi viejo trabajó ahí muchos años, hacía de todo, ojo de pancha, ojo de buey, las chilindrinas, mantecadas, polvorones, semitas, huaraches, orejas, canastas de piña, los picones, el pan inglés con pasas, el pan de caja, las conchas… no es por nada, pero acompañadas con un buen café de olla, bueno, sentías que se derretía en la boca; los borrachos eran los que más traía, y luego se ponía a hacer buñuelos y un pan francés que… y mira que recién salido del horno porque eso sí, había que hacer fila y estar a la hora porque volaba… 

Acá en Tampico en esos tiempos no había nada, puro monte era todo, tierra por todos lados, donde llegamos a vivir eran las afueras de la ciudad. Mi viejo y yo echamos raíces acá por donde está la laguna, que en aquel tiempo nos llegaba atrás del terreno, antes todo eso era puro manglar, y ya después lo fueron secando, había hasta guayabas y plátanos, y todavía hay una que otra iguana, nomás que ahora hay cocodrilos. En ese entonces, el cuartito en el que vivíamos era de madera y en la inundación del cincuenta y cinco no tuvimos de otra que irnos con una vecina de ahí de la esquina, al camino de tierra que cruzaba le llamaban Santo Niño que ahorita ya es el Bulevar y mero enfrente estaba el cerro, bueno, pues en la esquina esta la báscula y como eso era una rampa había casas que quedaban de subida y más altas, a esas no se les metió el agua y a esas fuimos a dar, a treparnos al techo hasta que bajara el agua, en bote se tuvo que mover mi viejo con  los otros vecinos, allá en el centro se deslizaban por los cables de luz en llantas y de allá de donde estábamos nomás se veía la corriente que jalaba con fuerza… después ahí nos tenías sacando las garras y el colchón pa’ fuera a que se secaran…«¡Ay, qué tiempos aquellos, señor Don Simón!» diría mi madre… ya hasta se me antojó un  cafecito...ándale, tú sí sabes… de la olla… es que no hay de otro, dime tú si no te llega el olor y ya hasta te lo imaginas, así como los cigarros, esos me caen bien después del café…sí, es que ya no puedo terminar el día sin uno o sin el otro; bien me lo dijo mi madre: no agarres vicios que después no vas a poder dejar, pero por eso son vicios… aunque ahora que ya no está mi madre ni mi viejo, cada taza es un recuerdo; la ciudad ya no es la misma, ya todo es cemento; pero yo recorro las calles y veo el Tampico en el que crecí, el de caminos de tierra…esas cosas no se borran, sólo se convierten en recuerdos… ¿Ahora sí ya nos vamos por el café? 

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