top of page

La dilatación del tiempo

Ricardo Sol Vera

Gabriel está solo. Recargado en su silla del jardín está sumido en sus pensamientos, con la vista pérdida en el sol que agoniza en el horizonte. Él sólo está esperando que eso suceda.

Nueve horas antes, su presencia en la clínica había desconcertado al doctor Jiménez. Aún no era el día de su cita, sin embargo había irrumpido torpemente en el consultorio apelando a una situación extraordinaria. En la sala de espera, había roto el florero que se erguía desde varias generaciones en el centro de la mesita para las revistas. No había reparado en su error, hasta que una enfermera le recriminó el acto y apenado, con la cabeza abajo, repetía que les haría un cheque. 

El doctor Jiménez lo notó más nervioso que el mes pasado. Con trabajo logró que se sentara para tomarle la presión. Mientras lo hacía, le dijo que los pacientes necesitan agendar una cita, o de otra manera todo el sistema se vendría abajo. Le recordó que había una línea para este tipo de emergencias, que debió haber llamado y así se pudo ahorrar incluso el incidente de unos minutos, pero Gabriel insistía en que no habría podido explicar su situación a una persona estando al otro lado del teléfono. «No le quitaré mucho tiempo, sólo necesito un aumento de dosis» dijo el paciente. «Sé que en estos casos no se puede hacer nada más que un aumento de dosis». 

Después de escuchar todos los detalles de la pesadilla de Gabriel y ver la manera en que le temblaban las manos al contarla, el doctor no dudó en hacerlo. Le dijo que seguramente había sufrido una crisis nocturna, misma que daba pie al siguiente nivel en las etapas del desarrollo del padecimiento. También le dijo que si volvía a suceder probablemente lo trasladaría a una clínica especialista y que incluso podría quedarse internado. Una vez que le entregó la receta, le sostuvo la mirada un momento y le comentó que probablemente estaban cerca, que no temiera si las alucinaciones aparecían. 

Gabriel observaba el sol ocultarse entre las ramas de los árboles. Ya no tenía familia. Su único pariente, una tía lejana, había muerto hace algunos meses y desde ese día se había aislado completamente. Siempre se le había dificultado relacionarse con las personas, pero ahora incluso le costaba devolver el saludo a sus vecinos. Él lo atribuía a su enfermedad, siempre fue una persona inteligente, lo cual evitó que se sintiera la víctima; a pesar de lo que los demás podrían pensar, en el fondo reconocía que el del problema era él. Ya estaba cansado de todo eso. Se había resignado a la medicación y confiaba sus últimas esperanzas en el tratamiento del doctor Jiménez. Todo esto pasaba por su mente, pero sólo eran distracciones de lo que de verdad le preocupaba: las alucinaciones. 

Ya en ocasiones anteriores le habían explicado los tipos de alucinaciones que podría presentar. Conocía las auditivas y las visuales, e incluso las meramente mentales. Sabía que comenzaban poco a poco, nunca a gran escala cómo suelen retratar las películas. Podría ser un sonido latente o una idea constante aunada de un fuerte dolor de cabeza. Probablemente le causaría confusión las primeras veces, algo parecido a un espejismo, pero en casos más intensos podría escuchar claramente una palabra o un intento de frase, incluso ver alguna forma definida. La pura idea de por dónde llegaría esa muestra de fantasía le causaba el suficiente escalofrío para mantenerlo fuera de su casa toda la tarde. Sentado en su jardín se sentía más seguro con el ruido de los carros y la gente que pasaba por la calle, pero cuando el murmullo se fue ahogando, se levantó resignado y se puso en marcha hacia la oscuridad de su casa. 

¿De dónde vendría? ¿De qué sentido? Gabriel prendió todas las luces de la casa y deambuló por ella como si de un fantasma se tratará. Le temía a las esquinas, esas conjunciones en dónde se perdía la luz nunca le habían parecido tan desagradables. ¿Por dónde vendría? Otra vez el pensamiento. ¿Sería un ruido, o una idea? Comenzó a sentir de nuevo la dilatación del tiempo, el tic tac del reloj lo envenenaba. Todo le llamaba la atención, sus sentidos se ensanchaban, ¿cómo saber si era su imaginación si en tal estado fantasía y realidad se funden? ¡Sí! La locura es el lugar donde la realidad y la fantasía se toman de la mano. Todo le parecía mentira. Sintió un poco de fiebre y se preguntó si esa fiebre era real, sólo se dedicaba a vigilar cada uno de sus sentidos para no ser engañado. 

«Es normal que después de un episodio de tensión como los que sueles atravesar todas las noches, el cansancio obligue al cuerpo a descansar», recordó las palabras del doctor. Alrededor de las dos de la mañana, su cuerpo cedió. Sus músculos se relajaron. Su cansancio era más fuerte que su incertidumbre, e incluso el miedo se confundía con sueño. Gabriel decidió irse a la cama. Pensó que lo mejor era ir a lavarse la cara y meterse en la cama hasta el otro día, igual que todas las noches. En el baño se llevó el agua fría a la cara y sintió tan dulce esa agua limpia. Apagó las luces, dejando sólo la de la sala que comunica su habitación con el baño, por si en la noche le daban ganas de orinar. Abrió la puerta de su recamara y encontró un bulto en el centro su cama. Aguzó la vista y cuando notó que se trataba de un cuerpo sintió un zumbido seco en el oído. Alguien dormía profundamente en su cama, dándole la espalda; por fin eso se había hecho presente. 

Gabriel no supo cómo reaccionar, quiso dar un paso atrás pero enseguida regresó a su sitio. Estuvo parado en el umbral de la puerta por unos minutos. Los pensamientos se le desbordaban. El cuerpo en su cama yacía inerte, como muerto. Jorge decidió tomar el teléfono, la línea de apoyo… pero un detalle le regresó la atención hacia el bulto, notó la vestimenta, la conocía, más bien la reconocía. Era su ropa. Quien dormía en su cama tenía su ropa puesta. Se llevó una mano a la cara para aplacar su respiración y sin darse cuenta chocó contra la puerta. El cuerpo se movió, el ruido lo había despertado. Giró y su rostro quedó de frente a Gabriel, éste casi se desvanece: era su propio rostro.

Había leído de alucinaciones visuales, de entes que te susurran al oído y te incitan a realizar actos, pero pocas veces de una persona idéntica a ti, y eso sólo en viejas novelas que había leído en su juventud. Su doble estaba frente a él y para su sorpresa le habló: 

−¿Quién eres? 

«¿Hablaba? ¿También hablaba?» Gabriel no pudo responder, no encontró voz para responderse a sí mismo, todo aquello era infernal. 

−¿Quién eres? –repitió más seguro. 

El rostro de Gabriel quedaba escondido a contra luz. 

−Tú no existes, no debo ni siquiera hablar contigo. 

−Llévate lo que quieras. 

Gabriel estaba confundido, no tenía intención de comunicarse con aquél producto de su mente. El cuerpo se empezó a mover, a alborotar, y Gabriel no deseaba que eso sucediera. 

−No te muevas –le dijo. 

−¿Quién eres? –continuaba preguntando su aparición, mientras parecía cobrar fuerzas poniéndose de pie. 

«Esto no sucede así» Se sintió estúpido, ¿por qué continuar hablando? Retrocedió creyendo que era más sensato ignorar aquello. Se dio la vuelta pero antes de salir de la habitación giró para ver si el cuerpo aún seguía ahí, la luz de la sala le alumbró el rostro. 

−Tú eres… ¡igual a mí! –gritó su doble. Gabriel notó miedo en el rostro de su alucinación y eso lo aterró aún más. Horrorizado con la escena, salió corriendo de su habitación. 

Sentado en el sofá de su sala se sintió avergonzado… triste y enojado. Enseguida soltó una risa y volvió al miedo. Pensó que lo mejor era salir a la calle inmediatamente, ¿o tomar la línea de apoyo? No, seguramente lo encerrarían, de igual manera algo debía hacer. Se puso de pie y en ese instante aquél sujeto se plantó en la misma habitación. Gabriel perdió el control de su cuerpo. Se le durmieron las piernas y el estómago se le vació completamente. 

−¡Lárgate, vete de aquí! –gritó Gabriel sollozando. Se tapó el rostro con sus manos y siguió gritando un par de veces. 

−¿Por qué eres igual a mí? –repitió su aparición, y Gabriel vio por primera vez, el hondo vacío de miedo que el rostro de aquél otro reflejaba, de aquél que era él mismo, como un pozo sin fondo. Tal extrañeza le provocó nauseas, pensó que al ser un producto de su mente, sería un reflejo idéntico de él mismo y por ende denotaba el mismo miedo que él estaba sintiendo en ese momento. ¿Así me veo en este instante? Tomó unas tijeras que estaban en una mesita y dio unos pasos hacia adelante. 

−¿Qué vas a hacer? 

−¡Vete de aquí! 

−¿Qué haces? 

Gabriel cobró fuerzas, quiso levantar el brazo pero lo sorprendió una extraña fuerza en su muñeca; su doble lo había sujetado. 

«Te siento… ¿Qué eres?» pensó. Retrocedió y se atrevió a preguntar: 

−¿Quién eres? 

−Soy Gabriel –le respondió el otro, y Gabriel sintió asco de coraje. Concentró toda su energía en su brazo y acometió con todas sus fuerzas. 

Fueron unos segundos de forcejeo. Ambos parecían tener la misma fuerza, el mismo instinto de supervivencia. Los rostros ardían, rojos, los ojos odiaban. Al separarse, Gabriel sintió su saliva más espesa, el aire más viciado. Aspiraba bruscamente, tosiendo cada vez más fuerte. Observó sus manos que ardían con la sangre y su cuerpo era una mezcla de calor con frío. No pudo mantenerse en pie y cayó en el sofá. Sintió el vómito de sangre mezclarse con sus lágrimas de esfuerzo… Gabriel quedó acostado con las tijeras clavadas en la garganta. 

«Tú… al menos tú también… desaparecerás» Fue lo último que pensó. Dejó de dar sus últimos estertores y su cuerpo quedó inerte al borde del sofá. Murió con la satisfacción de que aquella locura desaparecería para siempre. Aquella locura que inició cuando apenas era un niño y que lo había perseguido desde que tenía memoria. 

 

A un par de metros del cadáver, un sujeto sollozando se veía las manos temblorosas y respiraba con dificultad. Le costaba mantener el control de su cuerpo así que se fue agachando lentamente hasta quedar sentado en el suelo. Con las manos en su rostro, comenzó a llorar desconsolado. Los oídos le zumbaban. De reojo veía el cuerpo envuelto en sangre y sentía ganas de vomitar; “él no existe, él no existe”. Hundió la cabeza entre sus brazos y siguió cada vez más fuerte: “no es real, sólo es parte de mi mente” Los oídos le iban a estallar, pronto perdería el conocimiento… “Es una alucinación” gritó, y después de eso, despertó. 

Gabriel estaba agitado, su habitación todavía a oscuras le indicaba que aún faltaban horas para amanecer. Ya no volvió a dormir. Se mantuvo todo el tiempo sentado al borde de su cama y sólo cuando el sol cubrió completamente la habitación, se levantó a beber un poco de agua. 

Unas horas después salió muy alterado de su casa. En el camino lo asustaba el bullicio de la ciudad, los carros, e incluso el murmullo de la gente lo ponía nervioso. Entró al consultorio un poco desorientado y cuando llegó a la sala de espera, tiró el florero que estaba en la mesita para las revistas. Todos lo observaban con disimulo, pero él sólo se sentó a esperar al doctor Jiménez para que le recetara un aumento de dosis. 

OTROS AUTORES
DE CUENTO
bottom of page