
Cuartillas de escombro
Juan Jesús Aguilar
El paraíso está siempre donde hay felicidad
San Agustín
¡Qué cuadros vivos aquellos! Galería callejera perdida con la edad. Diaria retrospectiva de bodegones. Puestos de mangos, sandías, melones, piñas, cocos, papayas, plátanos, zapotes. Aguas de frutas de temporada, la huasteca huapilla todo el año saciándonos la sed en una esquina. Vendeja de legumbres verdeando todos los verdes. Pescado fresco de todas las especies, sus escamas de tintes varios rojos y azules ribeteados en plata. Frutos de la mar y de la tierra tendidos sobre las banquetas, manteles de papel periódico y de estraza. Ojos de niño heridos para siempre cuando todos los días es el primero.
Caminata ribereña, admiración y regocijo a partir de aquel límpido barrio de La Isleta. Cruzábamos los patios del ferrocarril —campo de batalla para desfacer entuertos— por debajo de los vagones hechos vivienda hasta llegar al estero de Paso de Casablanca. La emoción de escuchar la unión y el desenganche de trenes en la infructuosa espera del descarrilamiento. El movimiento del río al retozar de las toninas. Los pujidos de los papeleros pedaleando a sus mujeres en un amor gatesco. Ellas maullando sobre el riel con la locomotora.
Huele a marisma y a guayaba un edificio abandonado. Suda, amor de pasto en el abandono.
Esto es Paso del Humo: Desde la curva del río se divisan las chimeneas industriales de La Isleta Pérez. En el paseo de la niñez aquella, los chacuacos, inextinguibles habanos de Gulliver clavados en los tejados de casas lilliputenses, y su tizón que mira al cielo humeante siempre, siempre. Litorales de países desconocidos. Cartografía del salitre y la humedad sobre las paredes de las casas. Paredones escarapelados, pintura de cal muerta. Muro de exvotos del amor y lamentos sociales. Graffiti sobre el río. La barda de la fábrica de harina.
Si se va a la playa Miramar aquí principia el barrio del Golfo, aquí termina también, si se viene de la mar. Sus vecindades orilleras, la del Gallo Negro. Cuna de negros blancos y morenos. Niños mocosos a la deriva inhalando una química tranquilidad, magias y sueños rotos. Hundimiento de jóvenes bar adentro porque sí. Por nada. Ha sido un dormirse sobre sus guirnaldas rodantes de miseria y desamor. Barrio reo. Discreción de cuchilleros a las entrañas de la malpagadora bicicleta y del ladrón. Habitaciones quintopatieras de señoras vacantes. Bacantes en renta total o parcial. Engatusadores de muchachas. Del tiempo del petróleo las viejas casonas, a medio destruir sobre ambas márgenes del río y palacetes de mal gusto construidos a medias. No resuelven si la ciudad cae o se levanta. Bordeando el río hasta el Paso del 106.
En un remanso de hierba y hojas pasadas de moda nos derrumbábamos los niños aquellos adivinando al mundo de cara al Sol. Luego había que seguir la andanza... de pronto, sobre un solar baldío de grandeza tubos largos, largos, con un radio fenomenal, unos apilados y en desorden otros, esparcidos aquí y allá, fruto del trabajo abandonado. Y nos decíamos que estaban reparando un paralelo dañado por el ciclón del ‘33. Habíamos llegado a Ciudad Madero, suburbio oficial del puerto alguna vez.
Casi en la boca del río Pánuco comienza la refinería. Veíamos prótesis de un coloso virtual en agonía. Los esféricos tanques petroleros eran enormes pústulas metálicas. Olores fétidos. Cableados, duetos a flor de tierra: tripas y venas regadas aquí y allá. Aquel robot colosal en agonía, herido como estaba a causa de un poder y una guerra extraños a nosotros, con aquellas malolientes vísceras —humeantes unas y otras encendidas— nos hacía llorar lágrimas blancas. Enormes grúas como dinosaurios de acero tragando herrumbre de un gigante caído. Los camiones eran cuerpos raros. Los tranvías amarillos, bacterias. Los trenes, gusanos de fierro muerto. Los obreros, glóbulos blancos multiplicándose en desorden. Produciendo el óxido implacable, la brisa. Manchas allá y acullá de sangre negra. Coágulos de glóbulos rojos destruidos. El caos, ni más ni menos. Así, ¿cómo no llorar hasta no ver la mar?
Tela de agua grisácea en sus pliegues lejanos. Azules tornasoles al volver su embate contra la piedra. Olanes albos donde comienzan las mejillas prodigiosas de la arena, ¿o dónde se hunden? Nuestros ojos eran esferas náuticas a la deriva, rodando en la mar del Golfo que ahora lloraba por nosotros.
Dorado tranvía de juguetería. El regreso a casa dulce y amargo a la vez. Lo que se dice un jazz y un blues. Sobre hilos de coque y acero el tranvía se meneaba como los buques, había un olor a ozono. El compás del trac trac de las ruedas en las juntas de los rieles y aquel viento mareño hacían dormir al pasajero más despierto. El zumbar de metal monótono era un aislante para meditar, las ideas no se evaporaban y la gente pensaba. A muchos otros nos hacía cantar. Subían y bajaban los obreros en las estaciones de Árbol Grande, Lágrima, Estrella y Laguna, La Famosa... veintitrés apeaderos. Íbamos contando antenas de televisión. Cada día más sobre las azoteas y sobre los tejados de los arrabales que pasaban por las ventanas del tranvía dorado.
Cuando uno crece, ¿uno mismo se expulsa del paraíso?
Referencias
Aguilar, J.J. (2015). Visiones desde la aurora. México: Conaculta-ITCA.
-------------- (2000) La gata sobre el tejado caliente. México: ITCA-Café Cultura.
-------------- (1999) Feracidad del trópico. México: ITCA.