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El faro

José Cruz Gallardo

Durante gran parte de mi vida me pregunté: ¿cuál fue la razón que orilló a mi abuelo a suicidarse? 
Fue un hombre nacido entre dos siglos (dieciocho y diecinueve para ser exactos) que tuvo una vida normal hasta la adultez. Se crio bajo el techo de una madre amorosa y un padre que dedicaba una parte de su vida al trabajo y la otra a su familia. Heredó, como se acostumbra, el trabajo de su padre una vez llegada la ocasión. Ser vigía del faro de la bahía de San Crestel es un cargo público de gran responsabilidad y respeto: de este depende que las embarcaciones lleguen a salvo en las más oscuras noches y en las peores tormentas que azotan la bahía. El apellido de la familia se convirtió en un punto de referencia entre el pueblo. “Allá donde viven los Viztral”, decían. Se casó joven y tomó parte de las tierras de sus padres para construir su hogar. Su esposa adoptó su apellido y se encargó de los cuidados de las tierras Viztral. El tiempo pasó y la llegada de un hijo parecía improbable, no había fertilidad en su vientre. Decidieron vivir así por un tiempo, con la esperanza de que en algún momento ocurriera un milagro.   

Una noche de junio una inesperada tormenta golpeó intensamente a San Crestel. La iglesia perdió una de sus torres y el techo de la alcaldía cayó llevándose la vida del mariscal Herzin. En la bahía, las embarcaciones sucumbieron a los vientos y fueron destruidas. El aire levantó uno de los techos de la casa y mi abuelo le pidió a mi abuela que se resguardara en la parte baja del interior. Cuando ella entendió lo que había dicho, él ya había salido corriendo hacia el faro; aquel día estaba previsto el arribo de un barco con más de veinte hombres a bordo. Los vientos lo derribaron una y otra vez. En una ocasión estuvo a centímetros de caer al vacío. La lluvia y la oscuridad limitaba su vista, solo la antorcha que había tomado un momento antes de salir corriendo iluminaba el camino al frente. El trayecto de las escolleras parecía que se había extendido cientos de veces más. Recuerdo que contó que parecía como si fuese el camino correcto hacia el vacío de la existencia de la vida; que fueron minutos tan largos que juraba que habían sido horas. Cuando entró al faro, las olas golpeaban por los costados tan fuerte que juró que este se movía de un lado a otro y que hasta giraba. Cuando llegó a la parte más alta encendió la lámpara y comenzó a moverla hacia el mar. En ese momento, sintió que su vida acababa: una ola más grande que el propio faro se acercaba hacia él con la intención de borrar su existencia. El golpe fue tan duro que algunos de los cristales reventaron dejando entrar agua, peces y otras criaturas del mar. Por cosas del destino, la lámpara no cedió. Apuntó nuevamente hacia el mar, que regresaba solamente una pequeña parte de aquel reflejo. “Era como un enorme mar de cristal negro”, dijo él. Las olas se elevaban más altas que la torre del edificio más alto de San Crestel y golpeaban con la fuerza de un demonio enfurecido.  

Largos y agotadores fueron los segundos que transcurrieron antes de que allá, a lo lejos y dentro de las fauces del monstruo que se había convertido el mar, apareció un punto de luz. El Gran Cedral se avistaba por fin. El aceite fluyó dentro de la lámpara de faro tanto que se derramó por los lados. La llama fue tan grande que mi abuelo fue alcanzado quemándole un brazo. Pero no soltó ni por un momento la lámpara. Una nueva ola lo golpeó por el costado reventando el resto de los cristales y apagando el fuego. No había más aceite en aquel lugar, el resto se encontraba en la parte baja del faro. Se levantó en un segundo y bajó por la escalinata a toda prisa, pero se detuvo de golpe: el mar había entrado. Algo que jamás en su vida había visto o escuchado que sucediera. Juntó el valor necesario y descendió nadando hasta los botes de aceite. La corriente lo golpeó una y otra vez, pero no los soltó. Regresó y devolvió tanta agua que se sorprendió de no haber muerto ahogado ahí abajo. El aceite fluyó y la lámpara se encendió. Buscó entre las olas del mar a Gran Cedral; su luz no brillaba. Momentos después, al otro lado de la bahía apareció el barco. Se dirigía directo hacia la zona rocosa. Mi abuelo giró la lámpara y el haz de luz les mostró el camino. El Gran Cedral cambió su curso con la dificultad que presentaba aquella tormenta y se encaminó hacia la zona de embarques.   

Aquella tormenta cambió para siempre a mi abuelo. Al regresar a casa, mi abuela lo notó demasiado serio, como con pensamientos en la lejanía. Limitó sus palabras con ella y solo hablaba cuando había necesidad de hacerlo. Meses después, llegó un embarazo que parecía imposible; mi abuela tenía ya casi cuarenta y cinco años en el momento que ocurrió. Cuando dio a luz a mi padre, mi abuelo no parecía estar feliz; mi abuela lo veía indiferente. Tomó un hábito que jamás pensó mi abuela ver: pasaba largas horas frente a un cuaderno, pluma y tinta. Se encerraba largos periodos en un cuarto a escribir y, cuando terminaba, guardaba sus escritos en una caja bajo llave. Crio a mi padre lo mejor que pudo y lo preparó para tomar su lugar en el faro. Mi padre fue el más joven de los Viztral en tomar el oficio: solo tenía veinte años.   

Un año después, mi abuela falleció de una enfermedad del corazón. Mi abuelo la enterró cerca del perímetro de sus tierras junto con sus padres, como marcaba la costumbre. Dos años más tarde, un día a mediados de agosto, dejó una carta sobre su mesa firmada por él. Le pedía a mi padre que no leyera sus escritos hasta después de diez años. Esa misma noche, se encaminó hacia el borde de la bahía y se arrojó al mar. Su cuerpo jamás regresó a la orilla.  Mi padre olvidó aquella carta bajo su mesa de trabajo junto con los cuadernos de mi abuelo. Faltaban unos cuantos días para que se cumplieran los diez años desde aquel entonces, pero mi padre dijo que no tenía la intención de leer las cartas; me daba la libertad de leer aquellos apuntes.  

Es por esa razón por la que estoy escribiendo estás líneas: he leído las primeras hojas del cuaderno de mi abuelo y sé, por fin, qué fue lo que cambió a mi abuelo ese día.  No se me ocurre otra mejor manera de exponértelo a ti, que me estás leyendo, que transcribiendo palabra por palabra uno de los párrafos más importantes que está escrito en esos cuadernos:  

“...cuando apunté la lámpara hacia el mar, parecía que las olas se tragaban la luz. Tal vez mi mente me mentía, pero casi puedo jurar que las olas rompían las nubes en el cielo y esperaban devorar mi faro con ansiedad. Varias veces tropecé por la fuerza del mar, pero en cada una me puse de pie buscando con la luz a Gran Cedral. Cuando lo encontré cerca de la bahía, dirigiéndose hacia las rocas junté la fuerza que me quedaba para poner la lámpara e indicarles en camino. Cuando atracaron, supe que no solo había salvado a más de una veintena de hombres, sino a más de una veintena de familias. Regresé la lámpara apuntando hacia el mar y entonces algo se iluminó que hizo mi corazón detenerse. Ahí, frente a mi faro, a poco menos de media legua de distancia se alzaba el cuerpo de un hombre gigante sobre la superficie del mar que me miraba directamente...”. 

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