
Tres poemas
Horacio Espinosa Altamirano
Testimonio de América en la sangre
Escucha… el viento…
¿Qué le diremos al hombre del hombre?
Nosotros que hablamos un lenguaje de metralla y
crimen, de llanto y cólera, de grito y hambre; nosotros,
poetas del siglo veinte, nacidos entre dos guerras,
y que aprendimos el verbo mutilado del Fascismo,
Hiroshima, Varsovia, Lídice.
¿Qué le diremos de la sangre, de la sangre que
hemos visto huir a toda fecundación, de la sangre
negada a toda la vida, en el muro, el pavimento o la cárcel?
Esta sangre.
esta sangre que sube,
esta sangre que sube hasta mi sangre.
Esta sangre,
esta sangre que corre,
esta sangre que corre por mi sangre.
Esta sangre,
esta sangre sin nombre,
esta sangre sin nombre de la sangre.
Esta sangre.
¿Qué le diremos al hombre del hombre, de su vida,
de lo insobornable que es la vida; del trabajo de siglos
y destinos, elementos y cauces para formar a un hombre?
¿Qué le diremos al hombre del hombre, sin Wall
Street la vida humana cuesta doscientos dólares; y
Europa y América y el Mundo, están en la balanza
del miope Mr. Truman?
(Estamos a punto de envilecernos, de callar y aceptar,
de rezar casi).
¿Qué le diremos al hombre del hombre?
Cuando el llanto de las madres y niños ahoga los ojos.
Crece, crece el llanto.
Crece el llanto hasta cubrir al hombre,
crece el llanto;
suena ya como el viento,
crece, crece el llanto.
Le vemos avanzar con pies y manos,
levanta a los coreanos y los chinos,
los armenios y rusos,
los indios y los negros;
un idioma universal de llanto.
Suena ya como el viento.
Crece, crece el llanto del hombre.
Y caminamos hacia dentro o fuera de nosotros,
siempre el mismo camino.
Con las siete tribus venidas de Aztlán,
caminamos.
Con los huesos hundidos al paisaje,
caminamos.
Con la sangre en su barca de culebras —Quetzalcoatl—,
Caminamos.
El aire americano perfiló los contornos humanos,
nos hizo elementales —esenciales, y nosotros decimos
del monolito gigante de la sangre: creció con la tierra.
Y venimos a jornadas de hambre,
caminando.
Con la marcha del mar a la Siberia —Mao-Tse Tung—,
caminando.
Los mineros de México, desnudas caravanas,
caminando.
Con los pueblos del mundo,
caminando.
A pasos de sudor, de llanto y sangre,
a golpes de camino con árboles humanos,
a sacudidas hondas de tierra caminante
hacia la estrella roja que nació para el hombre.
Y este hombre, este hombre que camina señalado,
este hombre que avienta los preceptos y traspasa las
normas; este hombre que es norma, y se desborda
sobre sí mismo, en permanentes ondas de vigor renovado;
este hombre al que le duelen los andamios
de pulsar tanto al hombre; aprendió a estrangular su
corazón en la calle, y ha enterrado en el fondo, el
ácido del hambre.
Y los hombres espurios lo señalan.
Los señalan el magnate y el banquero, lo señalan
el presidente y el turista, lo señalan el político y el
clero; y les quema los labios el nombrarlo, y les duele
en los ojos su mirada.
Hay algo en él que los rechaza tácito, su vestido y
su instinto, su palabra, sus actos más sencillos los
rechazan.
En él transitan viejas dimensiones, estructuras de
luchas y enjutas avenidas donde camina el pueblo.
¡El pueblo es Prometeo, el hombre y el poeta, la
humanidad, el signo del misterio! ¡El pueblo es Prometeo!
Y mi dolor es el dolor del hombre.
Cuchillos de angustia agrietando mis ojos
acumulan heridas en los labios.
Y se abren ardientes en mi cuerpo,
las cámaras de gas
y las fosas comunes,
los asesinatos colectivos
y los fusilamientos en la noche,
los huesos calcinados
y la sangre degollada por el átomo.
El hombre reducido
al número del hambre,
la miseria aferrada al intestino;
y la “liberación” de Europa amordazada.
¡Ciudad ametrallada hasta el último aliento!
“En esta calle hay cinco mil muertos”.
¡La vida de la muerte asesinada!
En un surco de llanto la muerte camina atrás de la
mirada y de los dedos, la muerte camina en el ataúd
aéreo del viento, camina señalada en paredes del rostro,
en la ventana del ojo, hasta el litoral del cielo, la
muerte ha crecido como un hongo.
(La dialéctica del hambre escribe la historia).
¡España con sus muertos!
¡El Asia con sus muertos!
¡El mundo con sus muertos!
Y nacen en mi pecho cementerios,
palabras cortadas en la sangre
y muñones de pueblos se levantan.
En el aire vive intensa
su voz acusadora;
índice de llanto en los ojos es muro
y detiene las manos agresoras.
(La dialéctica del hambre escribe la tragedia).
Los muertos han crecido, son los frutos internos.
¿Cómo decir tierra sin la sangre?
¡La única metáfora es el hombre!
¡El pueblo es superior a toda norma!
(Horacio, tan cerca de la vida, que te nacieron árboles;
tan cerca de la tierra, que te nacieron pájaros).
Voz de elegía y ditirambo:
cumple veinte años todo lo que arribo,
canto la electrificación de la Siberia.
Moscú, puerto de cinco mares.
La antigua China liberada.
Las nuevas Democracias Populares;
y el átomo y la máquina
en el cauce del hombre.
(Rebelde, sin trabajo:
repudio las guerras y el Fascismo,
las masacres actuales del pueblo mexicano,
—otra vez en la noche apuñalan mi patria—.
y las “Pendergast Machine”
—fábricas clandestinas de gobiernos—.
Hablo un mitin de terrones y sangre,
he cosechado el llanto del hombre;
mi órbita es síntesis, avenida de siglos,
hasta las dimensiones del presente).
Dos de octubre
A las seis de la tarde es hora de cadáveres, nada sino cartílago en los dedos.
La piedra comunica, está erizada, hinchada por zarpazos de la sangre
y se torna mandíbula, burbuja de hemorragias, ávida lengua que succiona
y los adoratorios exhiben su racimo de muertos, su ración de holocausto
alzándose en proceso triturado
y cada noche hay vértebras, estallido de vísceras:
gelatina de sesos que hierve con asfixia y jadeo.
¿Cómo pueden los hombres vivir sin perturbarse, cruzar esta explanada
sin oír los lamentos?
¿Cómo puede la yerba fundarse en su aspereza, crecer sin ser sudario,
herida con vertiente de relámpagos rojos?
Hay cosas que existen desde entonces y no entiendo:
hablo de lo pasivo, del esfuerzo terrible de ahuyentar a los muertos;
hablo de la mordaza en la sal del océano
para romper su terquedad untada a cada muro, ceñida en los peldaños:
zurcida al edificio y a la iglesia.
Porque la luz se agrieta al mirar esta plaza
y el Sol escarba y brama obligado a embestir un catafalco
y no hay fuerza capaz de darle sepultura, ni palanca o espalda que lo lleve a la fosa.
(Carros blindados, tanquetas del ejército patrullan Tlatelolco:
La tensión hace zumbar el aire.
Cuatro bengalas verdes abren el hocico de fusiles y ametralladoras:
disparan sobre todo movimiento.)
El crimen no se ovilla, es iracundo, tiene extenso ramaje de sentencias:
La sangre es inmortal y no se evade y es imposible hurtarle sus reclamos.
Como lengua de áspid fue la señal con luces de bengala
y el cielo se trizó, se hizo añicos
para cientos de manos que intentan abrazar la existencia,
para cientos de ojos que absorben el espanto.
Fue combate de carne contra acero,
el sabor de la muerte revertiendo, izándose con iras y fantasmas,
entre bostezos por beber la vida.
Fue un eructo de verdes antropófagos,
de excremento blindado y drogadictos
amamantados con asesinatos de férrea impunidad.
(Ruido de estoperoles contra el pavimento.
— ¡Estoy herido!
— ¡Déjenme salir! ¡Quiero salir!
— ¡Aquí hay un niño muerto!
Arde un edificio. La gente está de horror despavorida:
Tlatelolco es madeja de lamentos: tejido de estertores.)
Piedra de sacrificios colectiva, cadalso ingente de la muerte
anónima que yergue su invisible monumento.
Pisar es hundirse en los despojos, en el harapo y musgo de los sesos.
Centímetro a centímetro interrogo el rostro de la angustia.
el último resquicio de esperanza que cayó cercenado.
(El fuego se propaga y el saqueo.
Hay descarga expansiva: falanges de colmillo y bayonetas.)
¿Dónde quedó del trueno su redoble? ¿Dónde la carne
humeante y sus despojos?
¿De qué mar se incorporan estos muertos
con un quejido de diluvio humano?
Dos de octubre de trampa a quemarropa
e irrupción de simiescos guantes blancos.
No soy cuando me cercan estos muertos: no hablo porque
buscan expresarse.
Transcurro por los hornos crematorios
y la salobre sábana marina;
camino por el túnel de la muerte deletreando su áspera epidermis,
el duelo familiar, la casa viuda,
el espesor del hombre que reúne las sílabas del llanto.
(Sin sirenas ni luces treinta ambulancias entran y salen del
Campo Militar Número Uno:
Se ignora a dónde van, de qué salen cargadas,
pero en los cristales traseros se ven zapatos oscilar:
zapatos en los que se inicia la muerte.)
¿Este muro de sangre dará asilo a la vida, segará el vendaval de
indiferencia?
Yo soy sobreviviente de estos muertos
y por mi lengua quieren levantarse, asirse a los peldaños del oxígeno.
Es terrible un pueblo que no entiende dónde están ni quienes
son sus héroes.
Es mortal si con silencio colabora al crimen del espíritu y la sangre
y más aún si ignora los cadáveres y los befa y los niega con escarnio.
La escalinata avanza y se transforma en ola y barricada,
contagia el corazón con su argamasa: habla idioma de horror cristalizado.
Aquí de la escultura anticipada, del vagido espontáneo de la
flama, somos testigos.
Están en catarata de silencio erguidos y expectantes:
la muerte los fundió en un estruendo.
Todos los huesos en un largo friso
y estaremos proscritos
mientras no alcemos allí los corazones
que ahoguen la injusticia.
Yo enarbolo en el bronce la hosca jerarquía de un tiempo
degollado,
enfrento al exterminio un coro de águilas,
porque hay otra vida en vuestra muerte y no hay descanso
mientras se levanta
el mundo a la estatura de los héroes.
Nocturno a Quetzalcoatl
Para Margarita Paz Paredes
En la noche del Valle
escucho tu voz, serpiente emplumada.
Veo su mano protectora descender;
acariciar con la misma ternura húmeda.
(Toda la noche es luz:
bajo el esplendor
de un ahuehuete
hecho de estrellas.
Arriba, la bóveda de América.)
Veo el maíz.
El Valle une su rúbrica volcánica;
el mar
conquista la distancia,
asciende a la meseta
como un adolescente de ondulación y yodo.
Bajas con la poética humildad
de las hormigas,
a conmover la tierra.
(El hombre, antes de ti,
fue barro y fue madera;
caminó mutilado,
con ese caminar sin camino.)
Lo noche va señalando
sobre el rostro del viento
—hecho de estrellas húmedas—,
tu rostro.
Un lucero, tan grande
que parece una espiga,
siembra con el aéreo arado del viento
otros nombres que dicen
la epopeya de América.
Cuando decimos: la muerte,
pronunciamos Miquixtli;
a1 decir: la vida,
pensamos Quetzalcoatl.
Todos los conjuntos del poema
me asisten.
Congrego nombres:
Quauhnáhuac se me sube a los labios,
y salta, como una fiesta
de trópico y agua.
Otra vez el cielo...
Profeta y capitán,
árbol telúrico,
el hombre bebió en el cuenco
de sus manos la savia espiritual.
El bien nació en sus brazos
como sencillo vegetal.
Un subterráneo surtidor de luz
le asaltaba los ojos.
Creció sobre sí mismo
en rebelión contra los cielos.
Vivió la derrota y la victoria íntima.
Comprendió la tierra
y la abrió al hombre como texto.
Hizo humano el espacio
alcanzando la estrella.
Su corazón de vastedad
protege a América
con el incendio de su roja estrella.
La rosa azul del viento
se deshojó en el cielo.
Caen pétalos morados
a1 corazón de México.
La noche es un madero
flotando en el tiempo.
Fosforecen las últimas estrellas.
Tu nombre, Quetzalcoatl
—guía de los vientos—,
desciende a conmover lo tierra.
Referencias:
Cruz, I. (2020). La libertad tiene otro nombre: Antología de la poesía política y social en México (Siglo XX). Malpaís ediciones: México.
Damián, J. y Zenteno, A. (2007). Generaciones rebeldes. Poesía del 68. Nubes y arena editores: México.
Espinosa, H. (1951). “Nocturno a Quetzalcoatl” en Revista de la Universidad, junio de 1951. UNAM: México.