
Identificador de llamadas
Francisco Gámez
Escúcheme por favor, sólo un momento. Para esta historia da lo mismo que me presente como Martha, Ximena o Bertha, el nombre no importa, lo que tengo que contarle es lo que en estos momentos me angustia y a lo cual doy mayor peso. Antes que nada, debo decirle que vivo en la Calle Dr. Alarcón, a un costado del antiguo Hospital Civil, en un departamento ubicado en un segundo piso. Mi casa queda cerca de mi consultorio (soy dentista) y del Barrio del Cascajal. Lo que va a escuchar ocurrió hace un año.
Debajo de mi departamento vivía una contadora retirada y soltera, con quien llegué a compartir por un tiempo la afición por las presentaciones de libros, los conciertos de la sinfónica de la universidad y las exposiciones pictóricas. En muy variadas ocasiones coincidimos en las muestras de Salvador Mitre o Romina Contreras y en las presentaciones de libros de Juan Jesús Aguilar o Castillo Alva, en la Casa de la Cultura.
También éramos pagaditas a los jueves de la Claraboya Literaria y a los miércoles culturales del Casino Tampiqueño, sobre todo cuando tocaba la Camerata Cortinas o algún pianista de la Ciudad de México… Perdón, ya estoy divagando. En realidad es de otro asunto del que deseo hablarle, no de mi intensa vida cultural.
Digamos que… Lupita, era el nombre de mi vecina, la contadora... Para esta historia prefiero usar nombres falsos, porque ya sabe cómo es la gente: luego luego se siente agredida cuando se comienza a hablar de ella.
Lupita tenía una vida bastante metódica y sumamente planeada. Nos hicimos amigas una noche, mientras degustábamos café y galletas, de gorra, en un evento literario de una culta dama de la región.
Cuando mi vecina tenía problemas con sus muelas, en lugar de visitarme a mí, veía a Carmelita Franco, otra dentista; una señora ya mayor, que tenía su consultorio en el Cascajal. Puedo decir con gran orgullo que la doctora Franco fue mi maestra y una mujer brillante. Perteneció a la generación de catedráticos fundadores de la carrera de Ortodoncia en la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Recuerdo que me asombraba mucho que a sus 75 siguiera ejerciendo y dando consulta. A todos dejó perplejos la extraña forma en que murió hace 2 años. Una mañana los hijos la encontraron en el suelo, con el auricular del teléfono en la mano y con una expresión de espanto en el rostro. Se determinó que había muerto de un ataque cardiaco… No crea que estoy divagando. Esto que le cuento sí es parte de la historia.
Carmelita nunca padeció del corazón. Mientras estuvo viva los exámenes de colesterol nunca reportaron algo anormal y ella además solía controlar la cantidad de grasa, carne, azúcar y sal que consumía. Bebía diariamente una copa de vino tinto, por aquello de que los taninos son buenos para el corazón. La costumbre la había adquirido de sus múltiples viajes por Europa y Sudamérica. Por otra parte, eran admirables sus caminatas alrededor de la Laguna de El Carpintero. Total que era una mujer muy delgada, muy saludable, muy feliz, incapaz de hacer corajes con nada y con nadie.
Los médicos dijeron entonces que un aneurisma pudo haber sido el causante del infarto, desgraciada situación que no fue fácil prever. «Ya le tocaba», opinaron muchos. Aunque a todos inquietaba su extraña expresión facial. «Tal vez el infarto fue muy doloroso», dijeron unos; «vio a la muerte cara a cara», comentaron otros. También surgió el chiste cruel, en el que se decía que su marido la había estrangulado por sus continuas llamadas a su hermana en Argentina.
El 9 de septiembre del año pasado, al cumplirse el primer aniversario del deceso de Carmelita, recibí en mi consultorio la visita de Lupita, mi vecina, la protagonista de esta historia. Se veía muy pálida, delgada y nerviosa. Me dijo que necesitaba urgentemente hablar conmigo, que sólo yo podría entender la crisis por la que estaba pasando. Esta última advertencia me llamó la atención, pues ella no acostumbraba este tipo de exhibicionismo. En verdad debía ser algo grave. Como ya no esperaba a nadie más, decidí cerrar temprano.
—Yo era muy amiga de Carmelita Franco —aseguró mi vecina, mientras caminábamos por la calle Altamira, rumbo a nuestras casas—. La noticia de su muerte me asombró y me recordó que no somos nada, que tarde o temprano a todos nos toca.
«Bonita cosa», pensé para mis adentros. «Esta mujer ha encontrado el hilo negro». Después tomó aire y con gran pesar continuó.
—La doctora Franco siempre fue una mujer muy inquieta, muy alegre, muy feliz… incluso en los últimos meses de su vida, en los cuales adquirió la manía de permanecer encerrada en su cuarto. «Demencia senil», diagnosticaron algunos geriatras; sin embargo, fuera de esta extravagancia siguió siendo la misma de siempre… hasta la mañana que la encontraron muerta, con esa extraña expresión en el rostro…
Hace un par de meses salí de vacaciones a Cuba… Es barata y ahí el dinero rinde… Bueno, como turista rinde. En fin, te decía que estuve de vacaciones y al cabo de un tiempo regresé. Al llegar, lo primero que hice fue revisar el identificador de llamadas de mi teléfono, para así saber quién me había hablado durante mi ausencia. Para mi sorpresa me encontré con una serie de llamadas del teléfono de la casa de Carmelita.
Digo, esto no tiene nada de raro. Yo siempre mantuve una relación muy estrecha con Carmelita y con su familia; conozco a su esposo, a sus hijos y a su hermano soltero… Una vez hasta me lo andaban endilgando... Bueno, el caso es que para mí la llamada no tenía nada de extraordinario. Pensé: «Seguramente es Jorge, su marido, que quiere desahogar sus penas conmigo». Y entonces marqué, sin imaginar las consecuencias.
Jorge me contestó amigablemente, platicamos de muchas cosas; se le escuchaba más resignado. Sin embargo, cuando tocamos el tema de las llamadas telefónicas me contestó que él no podía haber sido debido a que había estado dos semanas de vacaciones en Xalapa. Tal vez sus hijos, en su ausencia, marcaron por equivocación o porque necesitaban algo. Me pareció simpática su explicación y colgué sin ningún pendiente.
Tengo la costumbre de monitorear las llamadas telefónicas que hago y que recibo. Anteriormente pagaba recibos altísimos porque la compañía de teléfonos me cargaba llamadas que no eran mías. Un día les leí la cartilla por su abuso. Contraté el servicio de identificador de llamadas para poder saber quién me habla. En ocasiones sonaba el teléfono, yo contestaba, me respondía un hombre y casi siempre era número equivocado… ¡Qué casualidad!... A mí me latía que era algún fulano con intenciones indecentes para una mujer sola. Por eso tengo este servicio: para protegerme.
Las extrañas llamadas del teléfono de Carmelita continuaron. En múltiples ocasiones hablaba con Jorge y le preguntaba por esto y él a su vez preguntaba a sus hijos. A la mera hora resultaba que «nadie» había sido. Esto empezó a fastidiarme porque las llamadas se hacían justo cuando estaba fuera de casa. Luego les hablaba y me negaban todo: «que ellos no habían sido». Aún así siguieron llamando.
La amistad con el marido y los hijos se acabó por, según ellos, mis «extrañas obsesiones». Yo trataba de encontrar una explicación a esta vacilada. ¿Qué jueguito era éste? ¿Querían burlarse de mí? ¿Se sentían solos y no lo reconocían? Lo peor del caso era que todo lo negaban. Fue entonces que comencé a sacar un registro de los horarios en que ocurrían las llamadas. A ver si comparándolo con sus horarios personales, seguían negando todo.
De acuerdo a mi registro, las llamadas ocurrían entre las 10 y las 12 del día y entre las 4 y las 6 de la tarde, justo en los momentos en que yo andaba en el centro. Debido a esto cambié mis horarios de salida y traté de ajustarme a los de las llamadas, pero éstas cesaron… bueno, en realidad cambiaron de horario. Después eran entre 1 y 3 de la tarde y entre 7 y 9 de la noche, otro horario en el que estaba fuera.
Un día, ya muy enojada, fui con los Franco, les toqué la puerta, tomé aire, y ya iba a decirles unas cuántas cosas, cuando salió la vecina de la casa de al lado y me dijo que hacía dos semanas que Jorge y sus hijos se habían marchado: ya no vivían ahí. Me dije: «no puede ser, los registros no coinciden con su partida, tal vez la vecina se confundió». Pero aquello era algo más grave que una simple confusión.
A como estaban las cosas, las llamadas no tenían por qué seguir, pero siguieron; sólo que cambiaron su horario. Surgieron entonces las preguntas lógicas: ¿quién tenía ahora esa línea?, ¿quién llamaba?, ¿por qué a mí? Me presenté entonces a la compañía telefónica a reclamar. Me atendió un hombre gordo y calvo, que sostenía una torta y un refresco, y quien me informó, con la mayor de las contundencias, que esa línea estaba dada de baja y que nadie la tenía. «¿Pero cómo va a ser eso?», le reclamé, «si continuamente veo en el identificador de llamadas el número de esa línea». «Ha de ser un error, el número se quedó grabado, eso es todo», respondió el sujeto.
Semanas después me instalaron un nuevo aparato, pero las cosas no mejoraron: siguió apareciendo el maldito número en el registro de la pantalla. Aquí sí ya me alarmé, pues esto no era lógico, no era posible. Comencé entonces a considerar la posibilidad de que Carmelita se quisiera comunicar conmigo desde el más allá… Sí, ya sé, es ridículo. Ríete si quieres, pero no tengo la explicación para este fenómeno y eso me angustia… Tal vez ella necesita decirme algo… Hay que recordar que yo era su mejor amiga.
En las siguientes semanas las llamadas de ese número se sucedieron al azar: cuando estaba en casa y cuando no. Hubo una ocasión en que estuve a punto de contestar, pero se cortó. Revisé entonces la pantalla y ahí estaba ese infame número de nuevo. Mis preocupaciones aumentaron y mis amigas desaparecieron. Me dijeron que estaba obsesionada, que era enfermiza mi actitud. Hablé entonces con un sacerdote, amigo mío, primero para desahogarme y luego para proponerle que bendijera mi teléfono. Por supuesto que se negó. No sé cómo se me pudo ocurrir una tontería como esa.
Opté entonces por salir menos de casa, tenía que saber quién estaba llamando. Necesitaba saber si era ella. Cabría la posibilidad… ¿no? Luego las llamadas se volvieron cada vez más esporádicas, tal vez una a la semana. Nunca he podido alcanzar a contestar, siempre se corta, necesito ser más rápida… pero el número ahí queda, registrado. Y luego lo marco y una grabación me dice que está fuera de servicio… ¿Cómo es posible eso? Lo malo es que mi curiosidad aumenta y esto no acaba.
Casi no salgo, casi no me baño, ya casi no hay comida en casa y esta mujer no llama. Ya no hablo con mis amigas por teléfono, para evitar que la línea esté ocupada y ella pueda marcarme. Algo le pasa, algo necesita, tal vez quiera que le mandemos decir un rosario, unas misas, un novenario. Tal vez la pobre está en el Purgatorio gimiendo y llorando en ese valle de lágrimas. Tengo la esperanza de que pronto suene el teléfono.
Compadecí a Lupita después de escuchar su relato. Cualquier otro que lo hubiera hecho consideraría que aquella fantasía sobre las llamadas telefónicas, era producto de la neurosis de una mujer sola, ya entrada en años. Pensé que lo mejor sería recomendarle un buen psicólogo para que pudiera atenderse. Luego recapacité y me dije que no tenía por qué estarme metiendo en vidas ajenas. Tal vez mi sugerencia no sería bienvenida y… como no quería problemas no dije nada y la dejé ir.
Ahora la presencia de un especialista es necesaria y en mi caso, urgente. Creo que el haber escuchado a Lupita resultó una experiencia un tanto perturbadora, incluso traumática. Esto último se acrecentó con el terrible encuentro que tuve, la mañana siguiente, con su cadáver junto al teléfono. Tenía la misma posición y la misma expresión facial que la doctora Franco lucía en la nota roja un año antes. Pero esto no es lo más grave de todo. Tal vez lo que más me angustia es que su número telefónico haya empezado a aparecer en mi identificador de llamadas.