top of page

«Yo fui una adolescente feminazi» 

Erika Said

¿Qué motiva a unas chicas de dieciséis años a formar una banda? Aún me lo pregunto cuando pienso en Menstrual Power, que si bien no fue la primera banda de mujeres del puerto, sí fuimos la primera banda de mujeres adolescentes. Melissa Ortuño y yo debutamos como rockeras en el Festival de Expresión Artística de la preparatoria del Instituto Cultural Tampico (ICT), mismo colegio que vio caminar a Rockdrigo y al Subcomandante Marcos entre sus pasillos. Aquel primer grupo musical se llamó SPM (acrónimo de Síndrome Pre-menstrual). Interpretábamos canciones new-metaleras, covers de Kittie y de Deftones. Esa noche fuimos descubiertas por Jorge Hernández, el psicólogo de la escuela, quien además era músico y productor amateur, él nos puso en contacto con su prima Sandra Hernández: una baterista delgadita, bajita, diez años mayor que nosotras pero que se veía de nuestra edad, usaba playeras de The Ramones y era novia de Dodo, un conocido guitarrista local con quien terminaría casándose muchos años después.  

 

Lo de «Menstrual» se me ocurrió a mí y la idea era provocar y transgredir, como buena punk en desarrollo. Hasta mucho después entendí que con ello estaba ejerciendo un feminismo al cual estuve expuesta, indirectamente, gracias a la cultura popular misma, como explicaré adelante. Según las feministas y según yo, la menstruación no es algo de lo que debamos avergonzarnos las mujeres, se trata de un tema biológico, del cual se debe hablar libremente sin conmoción o vergüenza. Hoy es más común hablar de ello en parte gracias al feminismo, pero hace décadas era impensable mencionar en lugares públicos la palabra «menstruación» y cualquier palabra derivada. De ahí Menstrual Power, un nombre que ahora a la distancia de los años me parece que llevaba en sí el espíritu de principios del siglo XXI. Una de nuestras canciones se llamaba Succubus, se trataba de la voz de un demonio femenino hablándole a su víctima. Otra se llamaba Siete días impura y discurría sobre cómo en los tiempos de Cristo, cada vez que les llegaba su periodo menstrual a las mujeres, se les mandaba al monte, lejos de la ciudad, durante siete días. Otros títulos tenían que ver con la emocionalidad femenina e incluso teníamos un tema sobre el aborto. Éramos feministas sin saberlo o sin usar aún la palabra, tan en boga hoy.  

 

De niña crecí con caricaturas como Josie and the Pussy Cats o Jem and the Hollograms, donde las protagonistas cantaban en bandas formadas por mujeres que rockeaban con mucho estilo. Eran estímulos visuales a la vez que auditivos para una niña como yo, pues desde temprana edad mostré sensibilidad por el arte. Gracias a las aspiraciones clase-medieras de mi familia, estuve inscrita en lecciones de pintura, piano, fui parte del coro de la escuela, gané concursos de declamación y escribí poesía, la cual mi abuela me celebró tanto, que me hizo decantar mi vida en ese rumbo, el literario. 

 

Hija de padres divorciados, viví en una privada en la Colonia del Maestro con mi madre, quien trabajaba tiempo completo, maternaba y todavía llegaba a casa a bordar vestidos o hacer moños de niña para vender, también recuerdo que se montaba en una bicicleta e iba a repartir quesos frescos que traía de Tantoyuca, hasta llegó a viajar a León, Guanajuato para traer ropa y revenderla. Como madre soltera, buscaba siempre formas de incrementar el ingreso familiar, oficio de freelance, tan viejo como el Capitalismo mismo. 

 

Aunque algunos puedan pensar que descuidó a sus hijas, la verdad es que los vecinos de la privada estaban en situaciones similares, casi todos nos conocíamos y como había muchos infantes, pudimos llevar una niñez en hermandad, sin peligro, sin soledad y, mejor aún, sin  supervisión adulta: libertad total. Yo solía jugar al futbol con los niños, aún sigo en contacto con uno de ellos, mi vecino de enfrente Ricardo Vela, desde entonces era fanático de Jim Morrison y hoy es guitarrista, reconocido en la escena post-rock de Monterrey. 

 

En una edad incierta entre los seis y los diez años decidí formar una banda con mi hermana, mi prima y mi primo. Yo misma elegí los instrumentos: la batería era una caja de colores plástica junto con una de aluminio que había llegado a mis manos como empaque de chicles, las baquetas eran dos lápices. En casa teníamos una flauta, un pianosaurio y una cítara. A ésta la imaginamos como una guitarra eléctrica y desde entonces las cuerdas se convirtieron en mi instrumento. Otro recuerdo de mi niñez fue en medio de la fiebre por Gloria Trevi y su personalidad rebelde. Hay que aclarar que Trevi poseía un look prestado un poco de la Madonna new-wave ochentera y un poco del post-punk gótico que a finales de los setenta inició la británica Siouxie Sioux. El Boom Trevi se dio en los noventas, más de una década tarde en comparación con la escena anglosajona. Pero yo lo agradezco porque me mostró un modelo diferente de cómo entender la vida. Fue influenciada por Trevi que asistí a una piñata donde participé en un concurso de baile, cuando se nos dio la seña de bailar, tuve nervios y corrí a esconderme en el cuarto de servicio de la casa donde era la fiesta, ahí encontré una escoba y la manera de sobrellevar mi vergüenza: regresé al «escenario» tocando una guitarra imaginaria. Gané el concurso. 

 

Vivíamos el gobierno de Salinas de Gortari, había estabilidad económica y cierto optimismo por la entrada del nuevo siglo. Yo alimenté mi acervo cultural con lo que me llegaba de la televisión por cable y mis visitas anuales a McAllen, donde participé fervientemente de la cultura de consumo que la firma del Tratado de Libre Comercio nos había facilitado a los mexicanos. Estados Unidos pasaba por una moda juvenil neo-hippie que imitaba a la de los años sesenta. En las tiendas vendían pantalones acampanados, blusas sicodélicas, calcomanías con los símbolos de amor y paz o el ying yang, cuadernos con leyendas como «Girl Power» («Poder de chica»). A los doce años compré mi primer CD: Torn de Natalie Imbruglia, una cantautora cuyo video había visto en MTV y donde aparecía en una blusita sin brassiere abajo, mandando al demonio a su novio. Yo estaba aprendiendo inglés, ello me hizo apreciar sus letras y comenzar a escribir mis propias canciones, fue así como me enseñé a tocar la guitarra. Después de ese CD, compré el Celebrity Skin de Hole, el Nevermind de Nirvana y She’s got issues de The Offspring: me había convertido al rock alternativo. 

 

Mi mamá consiguió un traslado laboral a Ciudad Juárez y, estando en secundaria, me fui a vivir para allá. Entonces entré en contacto con la sociedad fronteriza, menos tradicionalista que la tampiqueña, lo cual provocó que terminara de erigirme como punk / grunge / new-metalera. Antes de irme a Juárez sufría de baja autoestima, pues nunca terminé de encajar en el mundo católico derechista del ICT. En la frontera me reafirmé como mujer y como rockera, tuve admiradores, amigos que escuchaban la misma música que yo, que se vestían como yo, que preferían ir a un concierto de rock en vez de a una tardeada a bailar. Volví a Tampico con un look dark y mucha seguridad en mí misma. Incluso volví siendo novia de con quien hoy tengo una hija, un guitarrista de El Paso que tenía una banda llamada Fake Clone. Volví siendo otra y esa otra creó Menstrual Power. 

 

Eran los principios del nuevo milenio, por entonces escuchaba riot grrl, un estilo musical originado en los años 90 que se considera la versión feminista del punk: canciones llenas de gritos, chicas que promovían el empoderamiento de la mujer y tenían muchas ganas de derrocar al patriarcado. Comencé a coleccionar discos de grupos donde tocaban mujeres. Me uní a foros de Internet donde las bandas de mujeres de México dialogábamos. Aún con todo esto, no supe del feminismo propiamente hasta que estuve en la universidad, muchos años después de mi banda adolescente, la cual se creó en mi etapa post-punk. Porque cabe mencionar que después de haber pasado de un grunge tardío al new-metal, luego pasé del punk al post-punk, de ahí al metal, luego al rock gótico, luego al new wave, luego al new rave, luego al electrónico, luego al indie dance, luego al indie rock, luego al shoegaze, luego al dream pop, luego… bueno, no ha sido tan simple como suena. Casi todos los géneros, aunque se odien, se ven obligados a ser amigos en mis listas de reproducción, hay unos que siempre me acompañan, como el post-punk, otros que ya no escucho, como el metal. También hay muchos en medio que no formaron parte de mi estilo de vestir, mas sí de mis gustos e influencias: jazz, blues, bossanova, folk, salsa, tango, huapango, incluso ahora, por difícil de creer que le parezca a mi yo adolescente, también escucho reggaetón.  

 

Y esa fue, en breve, la historia cronológica de mi rockerismo y también, un poco, la de mi feminismo, pues sin duda ambas tendencias en mí han ido siempre de la mano. Una melómana no se conforma con un solo estilo, tiene que probar de todo. Ahora mismo, sólo como otro dato irrelevante más de esta columna: mientras escribo esto, suena Everything Now de Arcade Fire. 

OTROS AUTORES
DE CRÓNICA
bottom of page