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Trinidad a la tierruca

Enrique Rivas Paniagua

I  

Mi amanecida querencia  

  

Caracol de arrastre leve,  

peregrino en una valva:  

haz que el sol caliente el alba  

para que mi faz abreve  

del llorar del aguanieve;  

que la aurora ya germine  

y las sombras difumine;  

que de la ceiba el ramaje  

el sudor del cielo baje  

y su savia me trasmine.  

  

Haz que el canto matutino  

de las aves parloteras  

reverbere en las quimeras  

de mi sueño comodino;  

que con su timbre ladino  

descobije mi modorra;  

que la jornada recorra  

y su trino me sacude  

hasta que el humor exude  

y el mar por mis venas corra.  

  

Haz de mi entrevela un viaje 

por el campo enverdecido;  

que mi cuerpo entelerido  

se desnude y cambie traje;  

que mi lecho de follaje  

abandone sin tardanza;  

que del rocío la danza  

humedezca mis bostezos  

y despierte sin tropiezos  

mi vocación por la andanza.  

  

Haz, en fin, que el rancio Ayer  

se convierta en fresco Ahora  

para ser, hora tras hora,  

desde aquí hasta anochecer,  

el juglar de tu mester.  

Caracol, yo te concito:  

haz de la mañana un hito;  

que tu andar caracoleante  

me conduzca como al Dante  

por lo huasteco infinito.  

 

II  

Ritornelo huastecano  

  

Del rebozo fueron fleco;  

del huarache, la correa;  

del morral, el pan de aldea:  

sones del país huasteco.  

  

Sonecitos de la tierra,  

europeos y africanos  

con matices muy indianos,  

que nacidos tras la guerra  

se encumbraron a la sierra.  

De la mar trajeron su eco,  

y al trepar al llano seco  

para unirse con el monte,  

formaron en su horizonte  

sones del país huasteco.  

  

Vinieron como corsarios  

villancicos y motetes,  

zarabandas y minuetes,  

tonadillas y canarios.  

Se volvieron solidarios  

del canto ritual enteco  

y el tam-tam del chichimeco  

que aquí en las noches se oía.  

Forraron de algarabía  

sones del país huasteco.  

  

En tablados sobre el fango  

corrieron trovas y bailes  

que condenaban los frailes  

por creer de bajo rango  

la música del huapango.  

Todo les sonaba chueco,  

demoniaco, patuleco.  

Mas los ritmos de ese enjambre  

foguearon con su raigambre  

sones del país huasteco.  

  

Peteneras, fandanguitos,  

aguanieves, panaderos,  

mantas, levas, perdigueros,  

zacamandús, huerfanitos,  

malagueñas, sonsolitos…  

volaron al viento meco  

y hoy su luz brilla sin hueco.  

Con paso firme y constante  

forjaron a cada instante  

sones del país huasteco.  

  

III 

Morriña puertojaibera  

  

Heridas que nunca cierran,  

costras que jamás se caen,  

son flashazos que retraen  

a mis ojos que no yerran.  

  

Heridas que nunca cierran,  

cicatrices hondas y anchas,  

ojeras, lunares, manchas,  

huellas que no me destierran  

si con languidez se emperran  

en el Tampico prehistoria  

que gira como una noria  

entre la bruma azulina   

de ríos que ni la inquina  

distancia de mi memoria.   

  

Costras que jamás se caen  

de mi aquerenciado marco  

como lapa asida a un barco;  

ronchas que al sanar recaen;  

pústulas que no se extraen;  

arrugas que el viento tibio  

de mar y de playa anfibio  

envuelve con su coraza  

para que el sol como brasa  

en mi frente haga un convivio.  

  

Son flashazos que retraen  

al yo de mis tiempos idos;  

al tranvía con sus ruidos  

que mis nostalgias atraen;  

a las olas que me traen  

hasta el Golfo el mundo entero;  

al Puertojaibo pionero  

de mis vibras y mis karmas;  

a Catedral, Plaza de Armas,  

el Chairel y el Carpintero.  

  

A mis ojos que no yerran  

cuando miran el legado  

del ombligo aquí enterrado  

que mis linajes encierran  

y a sus raíces me aferran,  

les place ver en los hechos  

que entre ruinas y desechos  

de una matria conciliada  

flota mi vida guardada  

desde aquellos lácteos pechos. 

[Extractos del libro Y en el aire las compongo,  

Pachuca-Tampico, edición del autor, 2019.]

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