Algunos reveces
[Extractos del libro ReVeces, Pachuca, edición del autor, 2014.]
Enrique Rivas Paniagua
Retorno a Ítaca
Leí con detenimiento cada excursión anunciada en el folleto de una tal Agencia de Viajes Quiméricos, Sociedad Anónima de Fantasía Ilimitada. ¡Al fin, algo insólito en materia turística! Deseché los tours a Comala y Macondo, porque estoy harto de las fantasmagorías comalescas y sueños macondianos que a diario padezco. También, los dirigidos a visitar Leviatán, Entelequia, Falacia, Jauja, Utopía, el Tlalocan o la Arcadia, quizá por demasiado idílicos y somnolientos. Deduje que la expedición a Liliput sería para enanos mentales ávidos de creerse gigantes, y yo no soy de esa calaña. Como nunca me han atraído los hoteles de oro, pasé por alto la excursión a Cíbola y Quivira. Tampoco me convencieron las travesías a la Atlántida, a la Torre de Babel, a la Amazonia de hembras despechugadas, al peterpanesco País de Nunca Jamás o al aliciano País de las Maravillas. Sólo un paquete, el de título más enigmático, me sedujo: «Tornaviaje a Ninguna Parte». ¿Dónde quedaba tan mayúsculo sitio? ¿En qué novela de misterio o de ficción científica había leído yo su nombre? La duda aumentó mi convicción. Contraté por teléfono el servicio, pagué la tarifa en un banco y preparé maletas. A la mañana siguiente estuve puntual en las oficinas de la agencia. «¿Que a dónde vamos? Pues a ninguna parte», objetó con minúsculas palabras el guía mientras me llevaba de regreso a casa.
Los cangrejos nunca mueren
Sí, soy inmortal, y qué. ¿A quién cangrejos le importa eso? ¿A los ociosos, a los holgazanes, a los chiflados, a los vecinos de Babia? Bah, ellos se la pasan pensando en la inmortalidad del cangrejo, o sea, en mi inmortalidad. No se les ocurre meditar en otra cosa (por ejemplo, como pedía Guillermo Prieto: en mi virtud de dar un paso p’adelante y doscientos para atrás). Me pasa lo que al gato, a quien no saben más que buscarle tres pies en plena noche, cuando todos los de su especie son pardos. O a la mosquita, el día que por fin averiguaron que se hacía la muerta. O al cocodrilo, nada más porque una vez lo vieron derramar lágrimas. O al camarón, porque el muy menso tiene la puntada de echarse a dormir en plena corriente. O al león, que le preguntan si de veras cree que todos son de su condición, y al final se convencen de que no es como lo pintan. ¡Esos humanos y sus proverbios! Pero ante mí se sienten los muy intelectuales: se les cae la baba suponiéndome inmortal. Claro que lo soy, repito. Como lo fue mi hermano —en paz descanse—, que pensaba igual hasta que un automóvil lo hizo puré mientras cruzaba la autopista. Y todo porque mi carnal cangrejo vivía en la Luna, siempre filosofando en la inmortalidad del hombre.
Teocomunicación
En el principio fue el verbo, luego el sustantivo, siguió el predicado, y Dios se hizo periodista. Empezó por cabecear las notas diarias, con todo y balazos. Logró la de ocho cuando tuvo la exclusiva de anunciar que había creado el mundo en seis días e instituido el sábado para descansar de tan mundana tarea. Le fascinaba reportear, sacarles declaraciones comprometidas a los políticos, entrevistar artistas de toda laya, redactar semblanzas irónicas de intelectualoides. Como buen hombre de letras, aprovechó para escribir en sus ratos de ocio un best-seller con sus experiencias e ideas, y lo tituló nada más El Libro (feminizado después por sus publicistas en La Biblia), con gran aceptación del público y de la crítica especializada. Pronto se hizo gerente del diario y presidente de su consejo de administración, con voto de calidad en caso de empate. Todo marchó sobre ruedas hasta que a los lectores ya no les vino en gana leer el periódico y, en consecuencia, dejaron de comprarlo. Aquella catástrofe monetaria condujo al Periodista al dilema más grave de su vida eterna: o vendía sus derechos a una sociedad de accionistas para que éstos mantuvieran la edición en papel, o elegía subirlo a intergod (tuvo que inventar esta palabreja porque le chocaba la otra de internet, demasiado globalizadora). Optó, resignado, por la segunda alternativa. Del último número que hizo imprimir, fresco todavía su olor a tinta (¡ese aroma que tantos placeres le provocaba!), no circuló más de un ejemplar. Cuentan que nadie lo leyó, pero que en un mercado de barrio sirvió para envolver chiles, cebollas y jitomates.
De cuadraturas a circularidades
Llegó la feliz ocasión en que el cuadrado y el círculo lograron la quimera de cambiar papeles: el primero se volvió circular; el segundo, tuvo cuatro lados iguales. El cuadrado comenzó a rodar y eso lo divirtió como enano, porque todos le habían hecho siempre la vida de cuadritos y los cuadritos no ruedan. El círculo por fin pudo estarse inmóvil y también gozó de lo lindo, porque nunca en su redonda biografía había vivido sin girar y aquello le provocaba fuertes mareos. Tan dichosos estaban, que invitaron a su geométrica parentela a enterarse del prodigioso cambio. Vinieron el rectángulo, el triángulo, el ovoide y un titipuchal de poliedros. Tampoco faltó, pese a su natural renuencia a exhibirse en público, el feúcho de la familia: el trapezoide. ¡Qué fiestón armaron! ¡Qué envidia de la buena suscitaron! Pero uno de los concurrentes —¡tenía que ser el vanidoso hexágono, alias don Perfecto!— salió con la patochada de que aquello no encerraba mayor gracia. «Lo de ustedes es una simple cuadratura del círculo; hasta parece muletilla de intelectual o de politicastro», dijo el aguafiestas. Lloriqueando como magdalenas, los dos mutantes retornaron a sus trágicos destinos: el cuadrado, a cuadrarse la existencia; el círculo, a volverse vicioso. Otro gallo les habría cantado de haber obedecido el sesudo consejo del filósofo de la familia, el hermano rombo: «Yo en su lugar, me quitaba de fatalismos e inventaba la circularidad del cuadrado.»
Ventaneos
La Frase de Cajón y la Muletilla debieran salir ya del clóset, destaparse, cacarear a voz en cuello sus preferencias sexuales. Desde hace mucho tiempo circula en el mundillo lingüístico el runrún de su penetrante amor, su fuego desbordado, pero ellas jamás lo han reconocido, quizá porque le tienen pánico a Bordón, maridito de la segunda: tipo acaparador, reiterativo hasta la náusea, posesivo como buen machín mexicano. Dicen en los serpentinos lavaderos que las mentadas Frase de Cajón y Muletilla se enamoraron a primera vista desde que salieron juntas en un programa televisivo, invitadas por chismógrafos con licencia de lorocutor; y que esa misma mañana rindieron culto a Venus, tras bambalinas, temerosas de ser descubiertas. Algo debe haber de cierto en ello, pero lo importante ahora es que revelen su verdadera identidad. Total, si lo saben Dios y Nuestra Santa Madre Academia de la Lengua, que lo sepa el mundo. Como subió a su página de féisbuc un culturoide: «El que esté libre de culpa, que arroje la primera Muletilla.» O como tuiteó un escritorete comprometido con las causas del pueblo: «No hay peor Frase de Cajón que la que no se hace», sólo que por la prisa escribió cajón con g.
Aviso oportuno
Urgente: por viaje imprevisto al más allá, remato ambicioso proyecto de vida fracasado. Su único mérito fue haber resistido los embates del tiempo, aunque ahora lo derribe el menor airecillo. Cualquier semejanza con un elefante blanco es pura realidad, y por ello varias veces lo rifé, pero los ganadores nunca pasaron a recogerlo (alegaban que se habían sacado la rifa del tigre o que no sabrían para qué diablos les fuese útil, lo cual es fatalmente cierto). A la primera persona interesada que llegue, le regalo la patente de una máquina que inventé para hacer sopa de jodeos porque la de fideos ya se acabó, y un traje que mandé hacerme a la talla precisa de mi inopia: extragrande (aun así, me quedó chico). Aproveche esta ganga. Sólo hoy (mañana será demasiado tarde). Mayores informes: avenida Depre casi esquina con Callejón Sin Salida, entre la Espada y la Pared, colonia Deudores Eternos.
El haijin
Shin Gon se creía superior a Basho, a Issa, a Buson. Pasaba las horas contando con los dedos las diecisiete sílabas de los haikús que componía. En los andamios de la obra, en la cola para las tortillas, en la fila del banco. Cuando terminaba uno —y los hacía dos o tres veces diarias—, miraba por encima del hombro al resto de los mortales. Presumía que cada haikú suyo era un cosmos en miniatura. ¡Qué de evocaciones sugeridas! ¡Qué hondura de sentimientos! Pero después de un sabadito de embriaguez y carnalidades, la cruda lo dejó seco. Ni una gota de imaginación volvió a perlar su antes iluminada frente. Una semana, un mes. «Estreñimiento agudo del cerebro», según diagnosticó la curandera; «como laxante, tómese una infusión de yerbas del pujo, serenada en caldo de inspirulina». Pero ni así. Arrepentido, una noche suplicó a Dios que lo iluminase con el último poema que crearía, prometiendo conducirse en lo futuro con absoluta humildad. El Señor le tuvo clemencia, y Shin Gon despertó contando con los dedos las diecisiete sílabas de un modesto haikú. Los fieles parroquianos de la pulquería Las Glorias de la Inspiración Rediviva se quedaron con el ojo cuadrado al oírle declamar aquel fruto póstumo de su numen: Mundo imperfecto: / mi haikú, luz divina, / no es de este mundo.
Tribulaciones de una letra
Mi coronel Cri-Crí, comandante en jefe del ejército acantonado en el bananero feudo de las Vocales, dio por evidente que soy gorda porque ya comí. ¡Oh, qué sabihondo era Gabilondo, oh! Pero don Grillo no me conocía, es decir, no conocía ni la o por lo redondo, en eso de ser políticamente correcto. Debió poner en su canción, parafraseando el famoso dicho, que no padezco sobrepeso sino que estoy mal fajada. Además, si mi cuerpo se ha puesto rechoncho es porque los poetastros me han inflado: dicen que tengo el privilegio semántico de vivir mero enmedio del Sol, y que con mi espaguética hermana, la i, comparto el sacrosanto nombre de Dios. Bueno, ellos, porque son una bola de locos que hacen oídos sordos a mis congojas. Pero vosotras, desterradas hijas de Eva, mitad más uno del género humano, ¿también me tomáis por jamona, casi casi copiada de un óleo de Botero? ¡Ah, ingratas pérjidas, románticas insolutas: os voy a demandar por acoso lingüístico! ¡Lo vuestro ya no es osadía, sino osadismo contra una pobre obesa glotona como yo!
Descubrimientos fraternos
Antes que nada permítanme presentarme: me llamo el Hilo Negro, para servir a ustedes, y ando en boca de quienes se burlan del pobre ingenuo que descubrió lo obvio. Siempre creí ser hijo único, pero hace poco me llevé la sorpresa de que por ahí tengo un par de medios hermanos, al parecer gemelos. No piensen que esto lo supe por confesión de mis benditos padres (¡Dios guarde en su santa gloria a don Hecho Sabido y a doña Frase Sobada!), sino porque un día escuché a alguien expresar que un amigo suyo había descubierto el Hueso del Aguacate y que otro había descubierto el Agua Tibia. Desde entonces traigo el chincual de buscar a estos carnalitos míos, confirmar que nos une el mismo aire de familia, fraternizar con ellos. Y ya entrados en hermandades, apapacharlos con el más galano de mis piropos: ¡la cara de gusto que pondrán cuando les diga que descubrieron el Mediterráneo!
Fahrenheit 451 bis
«Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional; Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo: todo está aquí. Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo.»
¿Libros escondidos en el cerebro? ¿Libros memorizados para que los tragahúmos no los descubran y los quemen? ¡Wow! ¡Qué bradburiana idea la tuya, Ray! Además, ¡qué realista te viste! Porque has de saber que después de publicar tu novela, efectivamente comenzó la gran guerra del soplete contra la bibliofilia. Y aún no termina. Y cada día pululan más bomberos quemalibros en este piromaniaco planeta. Lo bueno es que, como bien profetizaste, muchos de nosotros nos convertimos en libros encerebrados que en el futuro renacerán al llevarlos otra vez a la imprenta. ¡Ah, cómo gozarán esas generaciones, cuánta filosofía tendrán por fin a su alcance, qué ciencia les habré preservado cuando escriba de nuevo el único libro que memoricé de cabo a rabo antes de verlo consumido por las llamas: el directorio telefónico!