En tranvía al mercado, cargando recuerdos
René Guzmán García
Haber viajado en tranvía ha sido una experiencia inolvidable para los lugareños. Mi edad me permitió tal vivencia en los primeros años de existencia de ese transporte, y si a ello se agrega la visita sabatina a los viejos mercados públicos bajo la guía maternal, todo ello se convierte en un gran sueño que perdura por siempre en la memoria. La breve historia que aquí se escribe ocurrió allá, a fines de los años sesenta.
Los sábados por la mañana era un ir y venir en tranvía desde la parada Penal hasta el edificio La Luz y que se convertía, a la vez, en un entretenido paseo que otorgaba recompensas, mismas que me daban alegrías manifiestas, como un perro de dos colas.
Soy René Nicolás, el tercero de los hijos de mis padres. Tendría entonces unos trece o catorce años; en casa me decían El Negro, por ser el más moreno de todos. Entonces cursaba el primero o segundo año de secundaria, era inquieto y curioso por descubrir la vida, adoraba a mis padres y deseaba llegar a ser alguien.
Todo empezaba desde un día antes cuando Mamá Esther, La Chata, designaba, de sus, entonces, siete hijos —finalmente fuimos diez— a quien le acompañaría al día siguiente a la compra semanal al mercado del centro de la ciudad, y ya seleccionada la compañía, había que preparar las bolsas de ixtle, la lista de compras y la ropa a usar al día siguiente.
Ser elegido parecía que era una situación agridulce, porque si bien era una jornada de trabajo por la carga que había que hacer de dos grandes bolsas de mercancía durante todo el periplo, sabías que ibas a tener derecho de que se te compraran cosas de tu preferencia ¡y solo para ti!, y te iban a llevar a almorzar antojos al mercado de comidas que allá se encontraba, además de disfrutar de esta especie de excursión.
A mi papá Jesús, El Bambi, le daban la raya como empleado de la empresa eléctrica los días viernes; era entonces cuando había dinero para comprar la comida para los tragones de sus numerosos vástagos.
Y llegaba el día, el sábado de un caluroso verano, salíamos de nuestro hogar en la colonia Tamaulipas a eso de las ocho de la mañana. Había que irse temprano por que el tiempo es oro y para que no hubiera tanta gente. Caminábamos alrededor de dos cuadras para llegar a la parada ubicada en los bajos del Penal de Andonegui a esperar el tranvía. Ahí estaba, al pie de las escaleras, el puesto de antojitos de doña Mary que se llamaba El Recuerdo, lugar pintado de verde donde muchas veces cenamos. Allí nos sentábamos en la banca a esperar la llegada de la máquina eléctrica que no tardaba mucho. Me entretenía viendo pasar a la gente, buscando cajetillas de cerillos de La Central para mi colección de los paisajes de Cázares que en ellas aparecían y que eran arrojadas a la calle. O colocaba alguna moneda en las vías para que la aplastara el pesado tren. O mirábamos el ir y venir que hacía personal de juzgados, abogados, celadores y visitantes hacia la gran cárcel.
En eso, a lo lejos, se asomaba un tranvía de los nuevos, con su color amarillo y vistas verdes. En alguna parte aparecía la leyenda «Sociedad Cooperativa de Transportes Eléctricos de pasaje y carga Tampico-Miramar». Al frente, rotulado, su ruta y el número económico que lo identificaba; con un gran fanal que iluminaba su camino nocturno y con sus ocho pesadas ruedas se acercaba con su rítmico sonido al avanzar.
Se detenía con precisión en la estación. Siempre me agarraba bien de los pasamanos para subir o bajar, o ya a bordo, para no caerme por el movimiento. Al operador le decían El Rifle y mi madre me decía «ándale chamaco busca lugares» y pronto me apuraba para encontrar su asiento y el mío. Yo ocupaba el del lado de la ventanilla para ir viendo el paisaje, aunque, a veces, el tranvía venía lleno y había que irnos parados. El cobrador era Toño El Marro, quien vivía por la casa.
Dependiendo la cantidad de pasajeros, el tránsito vehicular, las escalas personales del motorista, o si se iba la luz, de veinte a treinta minutos se hacía en llegar al centro citadino.
Esas unidades tenían alrededor de once ventanillas por cada lado; sus asientos dobles con forro de plástico oscuro; un pasillo central con pasamanaos fijos al techo o al piso; y su acceso principal y otro casi al centro de la unidad.
Y así empezaba el traqueteo por los rieles, con el fondo del tintineo del cobrador que apuraba el pago de los usuarios con su hábil juego de las monedas en sus dedos, y con su bolsa de cuero a la cintura, especie de cuatana donde portaba la morralla. Había que conservar el boleto porque luego vendría el inspector a revisar que hubieras pagado tu pasaje. A veces nos tocaba que viajaban policías custodiando a reos federales esposados, a quienes llevaban a presentar al Juzgado de Distrito, ubicado en el edificio Plaza, frente a la Plaza de Armas.
En el tranvía viajaban trabajadores, empleados, familias enteras, parejas de enamorados, estudiantes, profesionistas, comerciantes. Había quienes lo empleaba solo para pasear. Creo que le cabían hasta como noventa personas a su mayor capacidad. Sin duda era la opción más rápida para trasladarse entre Tampico y Madero, además de confortable y económica, por lo que el tranvía era preferido sobre los entonces incipientes servicios de autobuses y de coches de ruta.
Los que éramos hijos de personal de CFE y estudiábamos disfrutábamos de un pase, una prestación de exención de pago, pero solo valía para los días de clase y entre las paradas de casa a la escuela y viceversa. Como aquel día era sábado, había que pagar nuestro boleto. En ese entonces, del Penal al Centro cobraban alrededor de veinticinco centavos. Había otros importes para rutas más largas, el más alto era para la Tampico-Playa que habría de andar, entonces, como en los setenta centavos en viaje sencillo.
Cuando los precios aumentaban y la Cooperativa se quedaba con boletos del costo anterior, se les sellaba con el precio nuevo. Algunas veces, en las oficinas de la Cooperativa, donde mi papá era un conocido, me tocó hacer ese resello junto a otros amigos, y al terminar nos daban un pequeño pago por el trabajo hecho. A nosotros nos entretenía, porque al estar en las instalaciones hacíamos recorridos entre los talleres y las unidades abandonadas, en un deambular por ese espacio surrealista.
Pero el tranvía no solo era un medio de transporte: tenía su vida propia. A bordo se convivía, se conversaba, se bromeaba, se discutía, se enamoraba; ahí se cultivaron amistades, se fraguaron proyectos, se sembraron rivalidades, se labraron matrimonios.
Por las ventanillas entraba una brisa agradable y el sol iluminaba el interior de la unidad. Al frente se veía un panorama de posterío y redes eléctricas con sus crucetas, aisladores y el tendido de vías que parecía interminable y, de vez en vez, se escuchaba el zumbido de los frenos. Así íbamos, de parada en parada, ante el ascenso y descenso de pasajeros por toda la calle Flores o avenida Miramar —que con el tiempo se llamaría avenida Emilio Portes Gil—, mientras cruzábamos por las orillas de las colonias Tamaulipas, Obrera, Telegrafistas y Mainero, hasta llegar al Centro. En esos barrios vivían muchos del personal de la cooperativa y de la compañía de luz.
La presencia de músicos, vendedores, pedigüeños y hasta propagandistas políticos hacían más entretenido el viaje. Se veía aún la galantería masculina de ceder el asiento a las damas y se prevenía al pasaje con letreros de «no escupir en el piso ». ¡Ah! y había que cuidarse de los carteristas y de los toqueteos.
A veces el transporte interrumpía su marcha por causas diversas, como la caída del chispeante trole, lo que lo dejaba sin energía eléctrica, o porque el operador recibía su lonche, o para dar subida a su novia, o porque alguien se les atravesaba imprudentemente en el camino, o bien por algún apagón; todo era parte de la aventura de viajar en tranvía y que me tocaba vivir.
La gente anunciaba su bajada a través del timbre y así el operador detenía el recorrido y abría las puertas para el descenso. En las unidades nuevas tenías que apurarte, porque corrías el riesgo de quedarte atorado en las puertas al cerrarse, y cuando no había quién bajara o pasaje por recoger, el tranvía no se detenía en la estación en turno y seguía su trayecto haciendo más rápido su recorrido. Si iba muy lleno no se paraba, con la consecuente molestia de quienes esperaban.
Muy seguido conocíamos a motoristas y cobradores porque mi padre había trabajado en la Cooperativa de Tranviarios. Papá y mamá sabían de algunos de ellos, principalmente por sus ingeniosos apodos como: La Pagua, El Caballote, El Tallarín, El Pájaro, La Vaca, Guito, Juan Tranvías, El Padrecito, El Popotla, El Loro Huasteco, entre tantos más; algunos eran socios y otros sindicalizados; de las oficinas sabían de los directivos principales: Epifanio Ruiz, Francisco Salas, Nacho Cano, y otros.
Llegábamos al centro después de cruzar el viejo puente de madera del canal de la Cortadura, para luego doblar por calle Obregón al poniente e ir haciendo parada cuadra por cuadra. Si el pasaje lo requería, y así la unidad se detenía en cada esquina, pasábamos por el Colegio Rafael Tejeda, el periódico El Mundo, por ahí se apreciaba al cine Isabel, la Esquina Superior, y el casino Moctezuma, hasta llegar a la calle Muelle —ahora Juárez— donde estaba el cine Hilda, para dar vuelta al sur recordando de cada esquina sucesiva a establecimientos como el bar Gambrinos; en la calle Altamira la iglesia amarilla y la Majestic; en calle Carranza, la tienda departamental Del Centro; y Tampico Eléctrico en la Díaz Mirón. Maxi Más y Casa Moral en calle Madero para seguir y dar vuelta a la Plaza de la Libertad, donde lucía el monumento a Benito Juárez, y donde decenas paseaban, algunos sentados en sus bancas veían pasar a la gente y a los tranvías. Finalmente, bajábamos en la terminal del edificio La Luz que, por cierto, llegó a albergar a la compañía de Luz y Fuerza y que luego fue sede del Instituto Mexicano del Seguro Social. Allí iniciaba nuestro caminar hasta los mercados municipales.
Yo ya me sentía grande y no permitía que mi mamá me llevara de la mano y ya sabía que antes que todo iríamos a almorzar. Así, entre ambos —mi madre era democrática— decidíamos la mejor opción. Podían ser taquitos de barbacoa con ensalada de pico de gallo, o bocoles, migadas, gorditas, tortas de la barda, con sus respectivas aguas de sabores o hasta bisquetes de El Selecto.
Ya comidos, agarrábamos fuerzas. Compraba además los encargos de mis hermanos, los antojos que mis hermanos le habían pedido, pero solo compraba para aquellos que habrían de ir a la parada del tranvía a esperarnos a nuestro regreso y ayudarnos con las bolsas hasta la casa.
Nuestro recorrido incluía los tres mercados, el Juárez, Hidalgo y Madero, que a mí siempre se me figuraron uno solo. Recorríamos los puestos para la compra de los abarrotes, las frutas, la verdura, los pescados, y demás. Sabidos que había que comprar bueno, bonito y barato, empezaba el llenado de las bolsas. Las mamás son sabias y saben dónde comprar, ella ya era marchante de ciertos locatarios, a los que llamaba por su nombre y con los que sabía iba a conseguir buen precio y calidad en los productos y, en diciembre, hasta almanaque le daban.
En aquel entonces casi no había supermercados, si acaso empezaban negocios como las tiendas Modelo, La Vitualla, SUABHI, y El Morrongo. Los mercados son madrugadores, ya para esa hora el movimiento era intenso en los negocios de fruterías, abarrotes, carnicerías, marisquerías, tostadores, molinos de nixtamal, fondas, mercerías, jarcerías, tlapalerías, expendios de granos y semillas, boticas, yerberías, centros de ciencias ocultas, perfumerías, jugueterías, novedades y regalos, joyerías, negocios de ropa y calzado, papelerías, libros de viejo, florerías, telas, peluquerías, publicaciones, y hasta pequeños talleres varios, entre pértigas, papel de estraza, básculas y con precios para todos los bolsillos.
Allí te encontrabas gente de todos los estratos: desde señoras encopetadas y emperifolladas hasta otras de vestir sencillo. Y una que otra vez te sonreía alguna muchacha de la vida alegre, más algunos escuincles chillones.
Me atraían las bolitas que se armaban en torno a personajes como los merolicos de pócimas milagrosas, los magos con sus paleros, o los payasos ubicados en las entre calles, era entretenido verlos, mientras de fondo se escuchaban las bocinas publicitarias del señor Aladro. Pero mamá apuraba a que le siguiera, entre empujones y apretujones, por los pasillos de la gran plaza de mercados.
En el tostador del señor Padilla comprábamos la bolsa de cacahuates que acostumbrábamos llevarnos cada semana a casa. En lo que ella hacía la compra yo me comía algunos que tomaba de los mostradores, a escondidillas, ante la complacencia del despachador que se hacía de la vista gorda. Pasábamos también con Juan el carnicero, donde probábamos unos ricos chicharrones. Mamá a veces compraba un dulce de quiote que me compartía y luego íbamos a Productos Zapien donde me compraba boleto para el futbol; todo ante uno que otro pujido que el esfuerzo de cargar me provocaba.
A veces hacíamos una escala para refrescarnos con una zarzaparrilla. Me molestaba que se acercarán chiquillos con mi Chata a ofrecerse para a cargar las bolsas y yo ¿para qué estaba? Pero me alegraba cuando veía a muchachitas guapas que andaban en la misma tarea con su mamás, y a veces cruzábamos, sonriendo, alguna miradita ¡Para todo había tiempo!
Llegábamos a una explanada descubierta, ubicada al centro de uno de los mercados, donde había un pequeño altar en honor a la Virgen de Guadalupe, que tenía encendida su veladora y un ramo de flores frente a su imagen. Se veía también una pequeña pileta con su llave de agua, en la que se proveían los comerciantes. Casi siempre tocaba una marimba que amenizaba el ambiente con ritmos populares, a cambio de las propinas que se depositaban en el güiro del recaudador del grupo, en ocasiones algunas parejas se animaban a bailar y se armaba el mitote.
Me llamaba la atención que en la mayoría de los locales tenían fetiches para invocar el buen destino y ahuyentar la mala suerte: desde figuras de santitos, ristras de ajos, listones colorados, plantas de sábila y más. Muchos puesteros portaban mandiles, delantales o pecheras y, a veces, tenían que colocar huacales, costales o tarimas con sus productos en el pasillo, lo que complicaba el transitar peatonal y uno tenía que ir librándolos.
Seguido había alborotos. Recuerdo una ocasión donde una encolerizada señora gorda le reclamaba a un dependiente moreno y chaparrito el que no apareciera su monedero. «Aquí lo dejé, arriba de las calabacitas y ya no está» gritaba ella, y el pobre empleado contestaba «yo no lo vi ni lo agarré, doña», se armaba una alharaca ante las miradas de curiosos y el aproximamiento de dos jenízaros. Quién sabe en qué paró el asunto.
Mamá siempre nos compraba cuentos porque le gustaba que leyéramos, decía que era bueno para aprender a hacerlo bien y que nos servía para volvernos más vivos. Y bien que tenía razón. Recuerdo algunos de ellos: El Conejo de la Suerte, El Llanero Solitario, Clásicos Ilustrados, Archi, Lorenzo y Pepita, Tobi, Hopalong Cassidy, Porky. Yo aprovechaba y agregaba otros como La Familia Burrón, Chanoc, Los Supersabios; el sábado era de leer cuentos, comer fruta fresca y dorados cacahuates en casa.
El tiempo pasaba entre la oferta y demanda, los pregones de los vendedores como «pásele señito, pregunte sin compromiso», «anímese, güerita», también las pruebas de las muestras a degustar, y que no perdonábamos. Los niños extraviados, los letreros de precios, los regateos, las pedidas de pilón, los cucuruchos para guardar, las precauciones ante los cargadores con su preventivo aviso de ahí va el golpe, con sus bultos al hombro, soportados con el mecapal o sobre el diablito. De ellos aprendí algunos albures y hasta de pleitos.
Yo siempre buscaba lucir firme y fuerte como un roble en el cumplimiento de mi misión de cargador. Echar y acomodar las compras a las bolsas no era cosa simple, tenía su técnica. Había que asegurar que no se apachurraran los productos blandos, agrupar géneros y lograr que no quedaran espacios vacíos, para eso llevábamos un itinerario conforme a la colocación que haríamos y yo marchaba fiel como perrito faldero.
El andar en los mercados duraba algo más de las dos horas y no valía quejarse, las bolsas se llenaban y la cartera maternal se vaciaba, entonces venía lo más pesado: encaminarnos desde allá hasta la parada del tranvía en el despacho del edificio La Luz, que ahí era donde empezaba la ruta de los diversos trayectos y de donde se derivaba un ramal de la vía, por calle Aduana, para llevar los carros a servicio o a pernoctar, hasta el depósito en calle Tamaulipas para, al otro día, partir de nuevo por la calle Muelle.
Dejando atrás el mercado de mis añoranzas, bajo el ardiente sol, yo caminaba con apuros detrás de mamá. Ella tenía más fuerza y yo iba deteniéndome entre sudoroso y agitado, cambiaba las bolsas de mis marcadas manos, pero avanzaba con la idea de que pronto llegaríamos a la parada y solo bastaría subir al tranvía y disfrutar de su paseo. Sacando fuerzas de flaqueza lográbamos arribar a los pasillos del gran edificio amarillo, rodeando la plaza Hijas de Tampico hasta ubicarnos en el sitio donde había que ascender al cautivador transporte eléctrico.
Entonces había que esperar a que llegara uno de los tranvías viejos, de madera, que eran amplios, con tubos horizontales en sus ventanas y con puertas más grandes para la entrada o salida. Entre el arribo de cada unidad, se daba un intervalo de alrededor de cinco minutos. Alguna vez aguardamos a que pasaran dos unidades de las nuevas, hasta que vimos acercarse al nuestro y mamá decía «ya viene, prepárate, nos tenemos que subir por atrás y no alejarnos mucho de la puerta, para que no batallemos tanto a la bajada», mi jefa ya se sabía la maniobra y había que cuadrarse ante sus indicaciones.
No era cosa fácil porque, a esa hora, alrededor del mediodía, había más pasaje y eran muchas las señoras que, también, andaban en la misma tarea de la compra de la despensa y en su traslado llevaban a chiquillos como yo. Además, esos tranvías tenían los escalones más altos y atrás se amontonaban objetos, lo que complicaba el subir y el bajar.
Y llegó la unidad, ¡era el 26!, ese tranvía tenía mucho bamboleo, así que nos tocaría un viaje muy movido pero entretenido.
La unidad se detuvo y hubo que dejar que bajaran los que llegaban hasta ahí, para luego ponerse listo y subir con las bolsas, ubicarnos cerca de la puerta y tratar de ganar lugar porque la distancia era larga. En cuanto se pudo, hicimos los movimientos necesarios y entre empellones y uno que otro alegato logramos nuestro propósito ¡Ufff!
Aunque era un día laboralmente semihábil, el tranvía se llenó. La gente lo tomaba desde paradas antes, aunque tuviera que pagar doble pasaje, con tal de asegurar lugar. En aquel entonces eran pocas las familias con coches y, además, era día de playa, donde muchos aprovechaban el clima soleado y caluroso para pasear.
A Miramar se hacía más de media hora en una distancia de entre 12 y 15 kilómetros. Había gente que nada más iba a dar la vuelta, y que incluso ni se bajaban y volvían a pagar el pasaje de regreso. Por la noche no eran pocos los que iban a las lunadas o fogatas a la orilla del mar, o a los pinitos, o a los rumbosos bailes.
El coche eléctrico estuvo detenido por alrededor de tres minutos, pausa que su personal usaba para que el despachador les cambiara monedas, diera boletos, tomar agua, usar el botiquín u otros menesteres. Era entonces que partíamos al retorno de nuestro recorrido. El cobrador era El Perro, y el conductor El Camarón; a nosotros nos tocó ir parados y habría que ir cuidando las bolsas de los amigos de lo ajeno.
Rodábamos por la antigua calle Ribera, viendo los añejos portales y el antiguo Hotel Palacio, el restaurante Diligencias, el sindicato de terrestres, el gran edificio Llaca, entre otros sitios de tradición porteña, para luego dar vuelta por la calle Flores, y casi sin detenernos pasábamos por la fotografía Penumbra, Tampico Sales, y el Colegio ICIE, hasta parar en el pequeño despacho al lado de la cantina Villa del Mar, ahí el tranvía debía detenerse porque el puente sobre el canal solo tenía una vía y había que observar si estaba libre y evitar un choque de frente con otra unidad.
Asegurada la vía libre, el tranvía se adentraba a las colonias populares para iniciar su camino hasta la playa. Citaré, informado entonces por mi padre, el nombre de las diversas paradas y el origen del mismo, con la aclaración de que enfrente se hallaba la correspondiente estación que iba hacia el otro sentido de la ruta.
Se iniciaba con la llamada Pullman, que la instalaron, creo, porque por ahí vivía un directivo de la Cooperativa; luego seguía La Estrella, llamada así por el nombre de esa calle, ahora José de Escandón, tenía su techumbre y un puestecito de comida que habitualmente tenía comensales.
Era común ver personal de cuadrillas de mantenimiento que trabajaba en las vías por parte de la empresa, bien fuera deshierbando, cambiando durmientes, remachando grandes clavos, realineando rieles; eran hombres toscos con la piel quemada por el sol que, cubiertos con sombreros y contando con su carrito de vía, hacían con su labor una tarea importante para la marcha segura de los trenes eléctricos.
Luego venía El Grullo, que no recuerdo del porqué de su nombre. Después arribamos a la Laguna, nombrada así por la laguna del Carpintero, que por entonces su manto ocupaba mayor espacio del barrio del mismo nombre. Seguía la parada Mainero, así llamada por la colonia y en honor a un ex gobernador tamaulipeco.
Por ahí se veía a La Palanca, una tienda de orientales, y continuaba la de muy peculiar nombre “Lágrima”, que fue instalada a petición insistente de los vecinos del sector que lagrimearon hasta que les hicieron caso… y de ahí su nombre.
Era común ver, al lado de las vías, que las casas contaban con rústicos andadores sobre pilotes de madera, que los comunicaban desde sus fincas hasta el terraplén de los rieles, porque eran sectores bajos que estaban siendo rellenados, pero que en temporada de lluvias se inundaban; las aguas quedaban anegadas en las zonas bajas y canales del lugar, lo que complicaba el acceso a los domicilios. La mayoría eran construcciones de madera aunque ya empezaban a aparecer obras de mampostería.
Luego llegábamos a la parada de La Planta, frente a la Termoeléctrica de Andonegui de lo que ya era la Comisión Federal de Electricidad, a donde fui muchas veces por agua hirviente para consumo familiar y que cargaba en cubetas hasta la casa. Agua potable que se despachaba con una llave exterior después de usarse para el enfriamiento de sus calderas, lugar de mucho ajetreo y donde había vasta presencia de trabajadores electricistas que contaban con franquicia para no pagar pasaje, por convenio de la Cooperativa de Tranviarios con la otrora paraestatal.
De repente veía a un audaz chamaco trepado en la muela del tranvía, un gran artefacto metálico como candado que se ubicaba en la parte trasera para unir a dos trenes cuando era necesario. El muchachillo se ocultaba de la mirada del cobrador para evitar pagar pasaje, aún a riesgo de caerse a las vías.
En ocasiones se publicaba en la prensa de accidentes en los que se veían involucrados los tranvías, ya fueran choques, caídos, descarrilamientos y atropellados con golpes, amputaciones o muertes; notas que iban acompañadas con imágenes espeluznantes ¡A los tranvías había que respetarlos!
Casi para llegar, nos deteníamos en una parada nueva que solo contaba con una especie de tarima de baja altura, instalada a la altura de la calle Soto La Marina, que une las colonias Tamaulipas y Obrera, frente a la tienda-molino-carnicería-cantina El Viento Libre, propiedad de unos chinos. La parada se colocó debido a los constantes accidentes que se daban en ese crucero entre tranvía y coches, e incluso con un autobús de los rojos. que cubría la ruta Obrera y que iba atestado de pasaje.
Nuestro recorrido llegaría justo hasta los límites de Tampico con Madero en la que era la última parada que correspondía a Tampico, en adelante serían las que estaban en Madero, antiguo Tampico hasta 1924, y que eran: Buena Vista, Morelos, Árbol Grande, Danubio, Italia, Pierce, Madero, La Famosa, Cruz Roja —donde había un retorno—, Crucero, Dinamarca, Vicente Guerrero, Cangrejo, Ocotlán, La Loma, Hipódromo, El Siete y Medio, La Escuela, Comisaría, Puerta Uno, El Bosque, Proyectos, La Camelia. Si la memoria no me traiciona y con vía de un solo sentido en su último tramo, se llegaba a Playa o Miramar para un total de alrededor de treinta estaciones y de ahí, de nuevo, hasta el centro tampiqueño.
Cada una con su historia y peculiaridades nos darían mucho de qué hablar y en las que abordaban o bajaban muchos trabajadores petroleros que laboraban en la refinería Francisco I. Madero de Petróleos Mexicanos, antes de la compañía El Águila porque los de la Pierce, de Árbol Grande ya habían sido liquidados o trasladados, por lo que se perdió la clientela para los tranvías, porque todos ellos usaban canjes, unos boletos amarillos que la Cooperativa les vendía con precio preferencial.
Sin duda la refinería, la playa y la colindancia de las dos ciudades hermanas se tomó en cuenta para que esta parada fuera la única y última ruta que se mantuvo en concesión de parte de los prestatarios de este servicio móvil, por su expectativa de mayor pasaje y rentabilidad; lo que así ocurrió por alrededor de sesenta años.
Por otra parte, no faltaban los que se querían lucir al bajarse del tranvía haciendo algunos malabares al correr o brincar en la parada, aunque a veces daban el azotón sin pasar a males mayores. Ni tampoco los que, con algunas copas de más, daban su show gratuito a la clientela tranviaria, antes de que los bajaran de la unidad.
Por mi mente pasan imágenes: la llegada por tren de los tranvías de segunda mano. comprados en Estados Unidos o Canadá, con su rojo color original; el pesado carro doble que daba servicio a los trabajadores de la refinería; o el especial, el preferido de los turistas que disfrutaban de su viaje para ir a llegar a la playa en las vacaciones; los viejos tranvías de mulitas avanzando por sus viejas rutas y que había visto en fotos; el tranvía El Cien, al que se le adaptaba una plataforma para cargas especiales; el carro-tanque remolcado que acarreaba combustible de la Refinería a la planta de luz. Tantas imágenes más que me transportaban a otros escenarios, vulnerando tiempo y espacio, porque el tranvía también era sitio para la meditación y solo reaccionaba cuando, de vez en vez, mi madre acariciaba mi cabello con sus amorosas manos.
Llegábamos a nuestro destino: la parada Penal. Jalé el cordón de la campanita para que el motorista se detuviera y, pa’ pronto, mamá y yo cargamos con nuestras bolsas que ya me pesaban una tonelada. Nos apeamos con el apoyo del algún buen samaritano y la paciente espera del operador para así terminar nuestra placentera correría. Ya nos esperaban Chela y Chucho para ayudarnos y ganarse su recompensa.
Recuerdos que nunca se irán porque, aunque los tranvías ya no existan aquí, nadie nos los podrá arrebatar. Más que lamentar su pérdida, yo prefiero dar gracias a la vida por haberme dado esa hermosa experiencia. Eso sí, no dejo de tener la ilusión de volverla a vivir con mi madre siempre presente en el corazón.
Ahora, a mi más de sesenta años me invade la nostalgia por aquellos románticos tiempos idos, los tranvías eran nuestros y nos los arrebataron, llegaron con el boom petrolero y se fueron yendo con el crack de nuestra economía. Y se los llevaron en medio de la noche: un 13 de diciembre de 1974, para convertirlos en fierro viejo y en memoria imperecedera.
Todavía, con añoranza veo por ahí sus rieles paralelos sepultados entre el concreto de algunas calles y aún creo escuchar el eco del arrullador sonido de su movimiento; pero no, simplemente es una fantasía inspirada por el amor al pasado y que nos lleva a contar a las nuevas generaciones sobre lo bello de esos ayeres de nuestro Tampico hermoso.