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El rompecabezas

Anne Luengas

Justo Errea nadie le buscaba pleitos. A pesar de los altibajos de la política, los años le habían otorgado un puesto estable en el escalafón legal. Dictar las leyes no era lo suyo, pero las interpretaba en función de la coyuntura. Lo decía con reserva, un guiño, y otro gesto familiar a muchos: la mano volteada para formar una o incompleta con el pulgar y el índice.

Esto le permitió reunir un patrimonio envidiable —una parte en manos de prestanombres— además de propulsarlo entre las personalidades locales. Empleo aquí, club allá y, por acá, hogar: el Juez vivía alegre.

De repente, las mañanas, una tras otra, cual brisa otoñal, empezaron a depositar hojitas ilustradas en su escritorio. La primera, un lunes, apenas llamó su atención: curvas, contracurvas… ¿Un rompecabezas? ¿Algo perdido? ¿Un olvido? La descartó sin más, pero al tercer día, quedó evidente: las piezas se articulaban.  

Jueves, viernes… la imagen crecía: edificios medievales, un parque y, entre arcos, mármoles, alabardas y burgueses góticos, un joven de ojos tristes sobre el telón claro, respaldo de su asiento. Le recordó a su hijo, chico brillante, pero frágil e indeciso. 

Lunes y martes agregaron un plano inferior al puzzle: personajes de mirada tensa o evasiva. El viernes, un último retazo de papel concluyó la escena: un hombre desnudo sujeto a una tabla y, alrededor, cuchillos en mano o entre dientes, cuatro varones —uno sonriente— sajan y arrancan su pellejo. ¿Una lección de anatomía? ¿El sacrificio de un mártir?  

En fechas anteriores, el maestro de la ley consultó al personal para conocer al juguetón detrás de la farsa; pero sólo encaró la cortesía de semblantes inexpresivos y labios apretados, aun si, a partir de la segunda jornada, un oleaje de cabezas escoltaba cada uno de sus hallazgos.  

El fin de semana reveló algo más: no era una broma. El sábado insinuó, bajo el portón elegante de la «Mansión Errea», la obra completa con un título: El Desuello del Juez Corrupto. El devorador de prebendas, ahora inquieto, decidió consultar Google. Éste, con precisión de nigromante, vomitó una leyenda terrible: el rey persa Cambises, molesto por la venalidad del honorable Sisamnes, lo mandó desollar antes de forrar el solio de justicia con su piel y de sentar ahí a Ótanes, su retoño y heredero. Así, el mancebo en el plano superior del cuadro era el vástago del magistrado infame. Más claro, ni el reflejo del sol en la nieve: alguien reprochaba a don Justo sus procederes. ¿La víctima de una injusticia? ¿Alguien deseoso de influir en la resolución de un caso abierto? El jurista se sobresaltó: pensó en su propio descendiente y en el poder de las mafias regionales. El conjunto armado sobre el escritorio evocaba peligro.  

No es raro encontrar a integrantes del hampa colgados de un puente o descuartizados. La policía, amante de la paz, se lava las manos en el agua turbia de reportes inútiles; nada sobrepasa la primera página de los diarios. Se alimenta el morbo, los periódicos se venden y el asunto se pierde en las demoras administrativas. Un detalle, una falla en los procedimientos, una piedra en el engranaje burocrático sin embargo debió traer a la oficina del experto procesal un conflicto entre los Montescos y Capuletos del lugar. Una ayuda más generosa orientó sus afectos y su fallo ultrajó a la parte adversa…  

Don Justo luchó una noche entera contra pesadillas extenuantes. Más de una vez, despertó lleno de pavor, prendido de la silueta ahorcada o destrozada de su hijo. Al amanecer compró por internet los boletos indispensables para proteger a su descendencia. Levantó al joven, le hizo la maleta, le entregó dinero y pasaporte; le dio indicaciones para encontrar refugio en casa de un amigo suizo y lo dejó en el aeropuerto a última hora para evitar conocidos, desconocidos y murmullos. 

Mas la fama tiene consecuencias. Apenas cuarenta y ocho horas después, descubrió en su oficina un recorte periodístico ilustrado con… la foto del muchacho y una nota breve, combinación de recortes impresos: «Así, sr. Juez, ¿usted envió a su chico al extranjero?». Don Justo, tranquilo de saber a su hijo fuera de alcance, detuvo la mano a punto de golpear la mesa y siguió con sus labores. Tan pronto pareció instalarse la calma, resurgieron los mensajes. Eran acercamientos aterradores: el rostro torturado de Sisamnes, la hoja afilada en su pecho, la desolladura de su pierna, la sonrisa del verdugo. El asunto se transformó en un juego de pistas caótico: breves periodos de sosiego despertaban la ilusión de un triunfo; pero apenas entreveía la salida, brotaban nuevos recados para hostigarlo. Paso a paso, las noches en blanco rebajaron al dios de los tribunales al rango de víctima. Prefirió no caer en la trampa de pedir auxilio en el círculo de sus amigos e indagó con suma cautela para no dar a su acosador la más mínima ventaja. Mantuvo el secreto de sus emociones y, tan pronto se presentó la oportunidad, despachó a su mujer a Suiza con permiso de administrar su cuenta bancaria. 

La persecución no se detuvo. Las palabras alarmantes tomaron caminos más irregulares y nuevos: llegaron por teléfono, pegadas al parabrisas de su carro, pintadas en la cerca de su domicilio. El asunto pasó de secreto a voces a murmullo político. Presa del terror, agotado por el insomnio y los nervios deshechos, el juez verificó la situación de sus bienes, solicitó descanso sabático y abandonó el país, seguro de encontrar a su familia en la benévola y discreta Suiza.  

Llegó al encuentro del futuro con el alma desbordante de mariposas. Recogió maletas, buscó familiares: nadie. Esperó: nadie. El amigo tampoco contestó el teléfono y la cuenta bancaria resultó tan seca como el Valle de la Muerte. Unas investigaciones torpes permanecieron estériles, no sin primero sacudir los cimientos de la banca más prudente del mundo. A las pocas semanas, un texto de WhatsApp le avisó: no contaría con la ayuda de su consulado. Debido a irregularidades en sus finanzas era objeto de una orden de arresto internacional.  

Se organizó para vivir de la caridad oficial: la situación, de seguro, mejoraría. No mejoró. Se presentó al consulado. Lo arrestaron con tibieza para, según su petición, devolverlo a su país. Ahí quiso aplicar la estrategia habitual: ofreció sobornos. No funcionó. Es más, descubrió la extensión del desastre: el gobierno había incautado sus cuentas, los prestanombres habían vendido sus posesiones para beneficio propio y la señora Errea, su digna esposa, gozaba tiempos felices en compañía del amigo suizo, del hijo y de la fortuna expatriada. Conoció entonces el dolor de Sisamnes: capa tras capa, tira tras tira, la vida lo despojaba de todo.

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