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El abuelo andaluz

Anne Luengas

Cambios y lustros afectaron la salud y el carácter antaño alegre de don José. Dejar su Andalucía natal, esa tierra de poéticos encantos y tratar de acoplarse al Nuevo Mundo —¿Nuevo Mundo? ¿Cuál Nuevo Mundo? Éste es más antiguo que yo — le ha pesado, aun si disfruta la compañía cariñosa y benévola de los suyos.

En efecto, Pepe, su hijo único, siente el deber de atender cuanto deseo surge de la prolija imaginación del patriarca, y Salucita es una nieta adorable. 

La convivencia permanece apacible y armoniosa mientras don José, envuelto en su cubrepolvo de seda roja y la cabeza ceñida con su gorro moruno, atiende su jardín y circunscribe sus antagonismos a la muchacha juguetona de servicio en la familia. Acostumbrada a los sombreros de ala en uso a su alrededor, la joven bromea gustosa acerca del original tocado. Con expresión admirativa y sonrisa inocente, lo felicita: 

«Buenos días don José, con este gorrito, de seguro no tendrá frío». 

Don José intuye la astuta crítica y la calla, malhumorado: 

«Ándeme yo caliente y ríase la gente». 

Ajusta la prenda y se concentra en sus geranios; riega, limpia las plantas y arranca las hojas marchitas. Sus pasos lo aproximan a la cerca de los vecinos. Ahí lo espera otra molestia bajo la figura tímida de un enamorado de la doncella. Con incertidumbre, vueltas retóricas y semblante preocupado, el joven farfulla un mensaje: 

«Buenos días, don José. Me alegra verlo. Le deseo buena salud» y después de una larga exhalación: 

«Fíjese, don José, dice la señora… — duda, inspira hondo y suelta— por favor: deje de aventar piedras a su huerto». 

Don José se funde en el rojo de sus vestimentas: 

«Ya tengo el cormillo muy retorcío para tira’ pedrujco so guijarro sen propiedade’ sajena. Dígaselo a la señora, y lárguese de aquí, so idiota». 

Liberado, satisfecho de su actuación, don José coloca la regadera en un escalón del porche; toma su bastón y sale al encuentro del tormento de sus envidias. ¡Una hermosa guajolota! ¡La admira mientras cruza el camino como reina, acompañada de sus doce polluelos! y ¡ese rosal, cubierto con flores blancas y olorosas!: ¡lo intoxica! Han de ser suyos. ¡Sería tanta satisfacción poseer todo eso y contemplarlo sin dejar el jardín! De vuelta en casa, espera impaciente la llegada de su hijo para iniciar la negociación: 

«¡Si supieras Pepe cuán graciosa pava he visto durante mi paseo! Y con doce pavitos todos encantadores. ¡Ah! Sé buen hijo, cómprala, por favor». 

«Papá, si tenemos a esos animales aquí, se comerán tus matas hasta la raíz». 

Pepe evita dar importancia al asunto. Fastidiar a su padre no entra en sus hábitos, pero a veces, el anciano tiene caprichos de infante. Don José percibe la resistencia y se va por otro rumbo. 

«¿Te has fijado el magnífico rosal de Doña Lolita? ¡Lleno de tan bellas rosas y tan perfumado!». 

Pepe siente para dónde va el asunto, mas conserva la calma e intenta mantener el diálogo en el plan estético; confirma: 

«Sí, ¿verdad?». 

«Sí hijo, y ese rosal, lo quiero aquí». 

«Sería muy bonito desde luego, pero el rosal pertenece a doña Lolita. Además, ya es muy grande para trasplantarlo». 

Dos negaciones en una misma tarde son muchas para el patriarca —demasiadas—. Se vuelve y estalla: 

«Pues tú le avisas a doña Lolita: este rosal viene de jodida jeta pa’aca». 

Llega a su recámara, se hunde en la mecedora y, con voz chillona y aparente indiferencia, se arrulla al son de: 

«Cría cuervoj, cría cuervoooj y te sacarán lo sojoj». 

Deseoso de complacer a su padre, sin por ello desencadenar cataclismos, Pepe le manda a la nieta. Ella siempre es bienvenida. Al verla, don José se interrumpe, mas no desarma. Busca una aliada: 

«Has visto la pavita con sus pavitos en el camino ¿verdad? Es una imagen tan tierna ¿no es cierto? Mira, hijita linda, mañana te llevo a dar la vuelta y me investigas de quién son; pero ahora, te vas con doña Lolita y le peguntas cuánto quiere por su rosal. Explícale el gusto y la tristeza de tu pobre abuelo: aquí nadie le hace caso». 

Salucita, afectuosa, sonriente y ligera, se retira para cumplir con su mandado. Don José se dirige hacia la cocina: necesita un consuelo, destapa una botella de vino, llena un vaso y le pide a la cocinera una porción del guisado recién cocido. 

La moza le recuerda:  

«Pero, don José, el médico no se lo permite; el estofado es demasiado grasoso para usted».  

El anciano se hace el sordo, busca plato y cubiertos, se sirve con generosidad, saborea la salsa con enfático deleite y concluye:  

«Muera Marta y muera jarta». 

Levanta su vaso, cuando doña Soledad, su segunda esposa, avisada y preocupada, interviene: 

«José, bien lo sabes, comer este tipo de platillo es peligroso. ¡Y vino! Pero si el vino te hace daño ¡te puedes morir! El doctor te lo ha dicho varias veces». 

Don José, iracundo, abandona el vaso sobre la mesa con gesto violento y salpica el mantel; se levanta con agravio y se dirige hacia su cuarto mientras escupe al ritmo enérgico de su bastón: 

«¡Galeno imbécil! No me muero este año, ni el próximo si no me da la gana». 

¡Pedirle tanta resignación en un solo día!: la humanidad se ha ligado contra él. 

De nuevo en su sillón, mira el retrato de doña María, su primera esposa, la madre de Pepe y, quejumbroso, sube la voz. Quiere ser oído: 

«¡Ah! María, María, sólo tú me comprendijte, sólo tú fuijte buena, sólo tú me quisijte». 

Doña Soledad, exasperada, se asoma: 

«¡Sí, claro! ¡Muerto el burro, la cebada al rabo! ¡Cómo no te fuiste con ella, viejo latoso!». 

«¡Bruja! ¡Bruja infernal! ¡Los maloj menguej te lleven!». 

Esta noche, don José se acuesta de muy, pero muy mal humor: la embajada de la niña logró sólo la promesa de una poda y el alimento nocivo parece tener consecuencias.   

Al torear los berrinches de don José y evaluar su rabia, los demás se han entregado al silencio, caminan de puntitas y evitan la cercanía del abuelo; pero lo quieren y temen la posibilidad de un coraje mortal. La pequeña Salud llora largo rato en los brazos de su padre, mas por fin la vence el sueño. Pepe vela horas, duda si llamar al médico. Doña Soledad no se acuesta. Vigila a su marido desde la mecedora. Lista para cualquier emergencia, la criada cierra un solo ojo. La aurora los encuentra tan modorros como después de una velada fúnebre, adoloridos, agotados. 

Pero aquí no pasó nada y, por supuesto, como no le dio la gana, don José no feneció. Al contrario, fresco y apacible como el alba, se levanta con apetito y ánimo. Los despierta de sus incipientes sueños y pesadillas. Sin mayor miramiento para sus rostros compungidos y sus bostezos, los encarrila hacia el café matutino y expresa con amplios y floreados discursos la alegría de ser una familia unida. 

Don José tiene la obstinación de la mala hierba: tampoco muere al año siguiente. Es más, se da tiempo para ver crecer a Salucita y enterrar a doña Sol. Entonces, después de cumplir con los ritos usuales, guarda el retrato de doña María y cuelga en su lugar el de doña Soledad. 

«¡Buena mujé, siempre me dijte tanto cariño! Y pensar que te fuijte primero».

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