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DE CUENTO

La puerta

David Celestinos Isaacs

—­Yo no sé cómo es que existe aquella puerta en medio del desierto, el caso es que allí está. Es un viejo portón de los que tienen las casonas de la ciudad, con todo y aldabones… Un día pasé por la ladera del cerro del Tejocote, llevaba mis mulas cargadas de mercancía por agarrar un atajo al pueblo, cuando de un de repente mis mulas se me alebrestan y hasta me botan la carga. ¡Ay, señor, cuando volteo y la veo grandota en el plan, por poco y me olvido de mis mulas y de la mercancía!  

 

—Ora resulta que otros arrieros la han visto también, yo la verdad ya ni me arrimo por ai, dicen que tiene maleficio y que en temporadas hasta llegan gentes fuereñas a tocarla, dice mi compadre Ávalos que él vio que por la puerta entraron algunos, pero no sabe si salieron porque ya no se esperó del miedo… Uste’ no sabe, pero en estas soledades ai que andarse muy pajito, mi alma que vaya yo andar preguntando si será verdad o será mentira…  

 

—Bueno, mire, yo no sé mucho de ese chisme, a lo más supe que la tal puerta —que yo tampoco sé quién la puso ahí— tiene, ¿cómo se dice?, la facultad de revelación, algo así como adivinación…, bueno, eso se dice por acá, usted dispense, yo no soy más que un maestro rural avecindado, yo no creo en fanatizaciones, para nosotros aquí la vida es dura y la vamos pasando y nuestra obligación, usted sabe, es la de llevar la luz del conocimiento a esta pobre gente… Aunque sí le digo que han venido gentes de la ciudad, caminan un buen trecho en el solazo, llegan hasta la puerta, tocan y sin más se sientan en las piedras a esperar a que les abran… ¿qué quiénes están dentro?, pero señor, si yo no sé ni siquiera si hay algún cuarto, de lejos no se ve ninguna casa, sólo la puerta en medio de ese desierto… Ahora que eso de la adivinación, un alumno mío de los que no faltan, ayudó a llevar a una señora bien vestida hasta la puerta y como no le diera su propina la esperó hasta la madrugada en que salió y en todo el camino no decía otra cosa que ahora sí sabía dizque de su futuro y sabría arregla no sabe el chamaco cuántas cosas más… Ahí nomás le digo.  

 

—Con  las  reservas  del  caso,  fíjese  usted,  que  siempre  ha  prevalecido  entre  nosotros  un pensamiento fatalista. No hay persona por culta o enterada que parezca que no alimente en el fondo un sentimiento de inseguridad, y quítese de la cabeza la idea de que sólo se debe a cuestiones económicas, definitivamente no, mi estimado, las cosas son más complejas de lo que parece usted creer. Si no dígame ¿por qué han florecido y proliferado una gran variedad de santones, de milagros y de leyendas alucinantes? El ser humano, creyente o no, tiene la necesidad de redención. Se sabe acorralado entre el cielo y la tierra, se sabe preso ante lo que se llama destino, ¿por qué si no el anciano se aferra tanto a la vida aunque la suya haya sido miserable?, y no hablar de las gentes satisfechas que todo lo poseen, éstas sin embargo, si usted se ha fijado bien, son sumamente supersticiosas, por eso son tan desconfiadas. ¿Y el pueblo, la clase media? ¡Ni se diga!, estas pobres gentes se aferran no ya a un dios  —que  en  todo  caso  sería  lo  más  respetable— se aferran a sus pequeñeces, a su salario, a su televisor o a su automóvil… ¿que el amor los redime?, ¿qué amor? mi estimado ¿cuál?, usted sabe que el noventa y nueve por ciento de los seres humanos sólo han conocido el amor por sus frustraciones, o sea, lo han conocido al revés; por lo tanto no saben qué es, digo, si es que existe…  

 

¿Y qué hay con la puerta de la que me habla?, pues que eso no es otra cosa que un recurso de afirmación, una panacea en el mejor de los casos. Si hay alguien detrás de ella, lo ignoro, aunque lo más seguro es que sí; tuve un paciente que fue a la puerta, pobre infeliz, estaba ahogándose en sus propios vahos, nada lo consolaba, no hallaba… pues ¡la puerta! Bien, se fue y volvió otro, y entre las pocas cosas que oí decirme antes de que desapareciera del todo, fue: «me abrieron la puerta, me trataron muy bien, allí conocí, supe, encontré…» desgraciadamente estaba yo distraído y el ruido de la calle me impidió escuchar el final de la frase que una vez dicha, mi paciente salió de prisa del consultorio. ¡Lástima!  

 

—Cada vez que oía hablar de la puerta, más me intrigaba, aunque esta intriga fortalecía en mi interior la esperanza, la certeza de mi próxima liberación. Además, para mí era imprescindible, no tenía que elegir. Tanto tiempo había buscado la puerta y ahora allí estaba en medio del desierto…  

 

Aquel día me levanté muy de mañana, era la época propicia para transponerla y como sabía que muchos otros llegarían también, abandoné el pueblo sin más preparativos. 

 

No sé cuánto caminé y todavía menos cómo llegué hasta allí, el sol del mediodía se reflejaba duramente sobre el espejo del yermo y me hería los ojos. Durante el prolongado camino altas columnas de polvo enroscadas por el aire me hicieron retroceder varias veces. En realidad tuve miedo. Tantas cosas había escuchado de boca de aquella gente que si bien no todas eran de fiar, al menos conocían de vista la puerta, de eso no cabía la menor duda, ¿y cómo iba yo a dudarlo entonces? Y todos esos cuentos de adivinación y de maleficios —deformados por la ignorancia y la exageración  de  los  arrieros—  ¿no  eran  acaso  exactos  en  lo  esencial?   Mi  liberación  a través del conocimiento, llámese pasado, presente o futuro, mi infinito deseo de trasponer los valladares de mi conciencia, la apertura a mis posibilidades conculcadas, ¿no son acaso, motivos suficientes para vencer el desierto?  

 

Toda esta angustia que me heredaron y que yo en mi torpeza y mi cobardía acrecenté, exige hallar la puerta. Yo soy creyente, sí, y él sabe que toda mi vida la he buscado sin desmayar. Es hora de limpiarme los ojos para contemplarme satisfecho, tanto tiempo sojuzgados por el gris del vacío y la mediocridad.  

 

No, yo no atento al Cielo, por eso Él nos dio la Puerta, como divina anticipación de la Suya, no soy yo quien vaya atentar contra la sumisión que nos impone, por lo demás soy un hombre respetable, aunque infeliz, lo reconozco, mi vida fue configurada por los esquemas de una sociedad también respetable y de la que soy un miembro digno, no obstante, algo no marcha bien, y en esto radica mi pena y mi congoja, por eso es que vengo hasta aquí, tocaré la puerta, y esperaré a que me abran. Esta soledad ya no es mi soledad…  

 

Esta es una región desértica. El calor y el frío se turnan imperecederamente. Durante la mayor parte del año, los días son largas expiaciones de sol, mientras que en las noches un viento helado azota el yermo.  

 

El horizonte dilatado lo limitan cerros chaparros y lejanas montañas que hacen degradar el ocre dominante de los primeros planos al azul plomizo de la lejanía. Y la bóveda enorme del cielo, es un mar profundo e infinito suspendido en el espacio, en determinadas épocas lo surcan —sólo de paso— un tropel casi en éxodo, de olas negras y aceradas cual si fueran barcas de presagios. Mas la lluvia no suele caer a menudo aquí. En este paraje se encuentra la puerta. Nada hay que permita suponer que ésta constituye el último vestigio, incólume, de habitación alguna. Todos los testimonios coinciden en que la puerta apareció allí sin más, y que por no se sabe qué malas artes, ésta se abre y se cierra ocasionalmente, cuando es requerida. En este punto, se sabe por los dichos testimonios, que personas de muy distinta posición social vienen a trasponerla aunque no siempre lo logran pues la puerta exige paciencia y algo muy parecido a la sumisión y a la fe —otros  suponen convicción— acerca   de poderes sobrenaturales. A ciencia cierta, nadie puede afirmar que haya alguien detrás de ella, más lo que sí sostienen es que una vez traspuesta, consiguen penetrar el futuro y el conocimiento de sí mismo, amén de muchos otros anhelos hasta entonces insatisfechos. Es el ser atormentado, inconcluso, el asediado o el buscador de destinos o de fortuna, quien suele venir con más frecuencia, pero no se crea que solamente ellos vienen, a la puerta se presentan también los triunfadores, los que todo lo poseen, los detentadores de voluntades y de cosas; estos vendrán a conservar mejor lo que poseen y quizás a acrecentarlas, mas los motivos profundos son idénticos a los demás, y también el resultado. La inconformidad desatenta, el yerro, la culpa, la inconsecuencia, el desamor, en suma: la infelicidad, parecen constituir a primera vista, los móviles esenciales de su desesperada congoja. Sin embargo, es curioso que la puerta sea el límite de una realidad y a la vez sea la realidad misma —fetiche o cábala— pensamiento mágico extraviado, o en el mejor de los casos, una catarsis —desdoblamiento de la personalidad subconsciente—, un recurso de la idea metafísica —panacea, como lo decía aquél doctor pueblerino—. Quizás son muchos los que no hallan la puerta.  Sujeción en todo caso a la esperanza, a la evasión, a lo fortuito, sin apelar a la protesta, mucho menos a la rebeldía.  

 

Si el hombre en realidad está inexorablemente ligado a aquella sujeción de la cual la puerta no es más que un testimonio e instrumento consustancial a su destino, o por lo contrario, si los hechos de la vida acaecen según voluntad humana, en donde la puerta no sea más que un trasto sujeto a tal voluntad, es cosa que en fin podrá colegirse de lo sucedido hace algún tiempo…  

 

»El señor X se sacudió el polvo, se quitó el sombrero para enjugarse la cabeza, y recobrando la serenidad se aproximó ante la puerta. Frente a ella se encontraba un reducido grupo de personas de curioso aspecto que al verlo llegar, apenas si voltearon a mirarlo. El señor X permaneció parado durante unos minutos observándolos y en seguida acomodó unas piedras y se sentó sin pronunciar palabra.  

 

»El sol caía a plomo a esas horas. El desértico valle parecía, hasta donde la vista alcanzaba, un lago vidrioso e iridiscente en cuyas orillas se levantaban las montañas. De momentos, en alguna parte, se elevaban remolinos de polvo y desechos. Se acomodó mejor en su asiento y se dedicó a observar a los presentes. Aquel grupo lo formaban un señor grueso de aspecto burgués, que sudaba copiosamente y que se había hecho acompañar por su secretario, un hombrecillo flaco y desgarbado; y una señora de edad madura, bella tocada con un gran sombrero.  

 

»El señor X se unió al pequeño grupo que avanzaba hacia la puerta. Frente a ésta se encontraban ya sentados, recargados en una peña otros personajes que no se movieron de su sitio al llegar el resto de la comitiva. Cada uno fue tomando el sitio inmediato detrás del anterior y se comenzó a formar una fila. En esos momentos la puerta se abrió y penetró la dama de aspecto elegante.  

 

»—No sé cómo, pero aquí estoy. Sí, heme aquí. No digo que no creo, pero la verdad es que sufro. Si bien he vivido, no he hallado el amor…—.  

 

»La dama se estremece cuando sus labios reciben los labios de su amante y un hilo de sangre corre por su barbilla, no hay nadie en su habitación que recorre con una angustia progresiva, mientras la servidumbre de lejos la contempla. La boca muerde el hombro de su amado, la mujer deja caer la última prenda, refugiándose detrás de una estera del elegante cuarto. El sol se filtra por una ventana y una carta es arrojada por debajo de la puerta.  

 

»—Mi amor ayer morí, te ruego no me lleves flores… Oscar—.  

 

»La mujer grita y acude la servidumbre, toma su abrigo y sale a la calle».  

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