La cita
Cristina Robles
Era una tarde soleada de verano. El viento soplaba con esa briza suave y melancólica de un día que se despide lentamente, como en cámara lenta.
Eliza, caminó con paso firme aun cuando el taconeo de sus zapatos era discreto; las mismas calles parecían sus cómplices y amortiguaban su andar que se perdía entre el bullicio. Tenía prisa.
¿Por qué parecía volar y de repente pausaba? ¿A dónde iba? ¿Cuál era la prisa? Una voz en su interior le pedía que se calmara, no la escuchaba. ¿Quién demonios va a escuchar la razón cuando intercede el corazón? Tener la certeza de que alguien la esperaba en un lugar, le provocaba que sus latidos se incrementaran a mil por segundo.
Llevaba un conjunto de falda, largo medio, con un chaleco sencillo, que le hacía juego, color café con crema. Una blusa blanca lisa, de pequeños botones transparentes al frente. Calzaba unas zapatillas de tacón medio, en tono pastel, tan claro que casi parecían blancas. Esbelta, de cabello corto, que enmarcaba un rostro de niña traviesa, de ojos negros y boca sensual, se lo acomodó porque quizá ya no estaba bien peinada, se detuvo ajustándose el chaleco, de un discreto bolso sacó un pequeño espejo y se observó, levantó un mechón que caía sobre su frente y lo echó hacia atrás, extrajo un lápiz labial de su bolso para retocar sus labios, y lo volvió a guardar. Eliza sonrió satisfecha. A los 16 años la vida es esplendorosamente bella.
Tomó un respiro. Se mojó un poco los labios como para hacerlos parecer más intensos y continuó su camino hacia la famosa Plaza de Armas.
Llegó a la esquina del Café Victoria y a través de los cristales vio que, en su interior, los comensales charlaban y reían; siguió caminando y alguien sentado en una de las bancas le dijo al pasar «¡Mira nomás lo que Dios me mandó! Contigo sí me caso». Se ruborizó y apresuró el paso, como si quien le dijera el piropo la estuviese siguiendo. El vuelo de una parvada de palomas la sobresaltó y al mismo tiempo le indicó que ya había llegado.
Contempló a su alrededor. La luz natural se filtraba entre las altas palmeras y proporcionaba un toque de fantasía. Gente sentada en los escalones de la hermosa estructura, niños jugando, otros daban de comer a las aves y, en las bancas, algunas parejas de enamorados, abrazados o tomados de la mano. Un vendedor de globos cubiertos con plástico de colores vivos ofrecía su mercancía. Cerca de él, un vendedor preparándose para partir el turrón; más allá, un anciano, sentado en un banquito con un gran canasto de bolsitas de semillas y cacahuates, y cerca del pozo, el vendedor de papitas fritas y palomitas que ya eran tradición. Hay tardes así de inquietantes. La plaza era un ser vivo, incluyendo el pulpo.
Eliza escuchó el repicar de las campanas de la Catedral que anunciaban el comienzo de la misa de las 5 de la tarde. Era la hora de su cita y estaba puntual.
Y, sin embargo, no lo veía. ¿Se habría equivocado de hora?, ¿o de día?
Tenía la seguridad de que estaba en lo correcto, pero empezó a angustiarse. Su frente se perló de gotitas de sudor. Los nervios empezaron a invadirla. Por un segundo su temor fue que la dejasen plantada, ¿y si él se arrepintió?, ¿sí todo fue una broma? Pero, ¿cómo por qué?
La nota que recibió junto con dos rosas rojas decía « Plaza de Armas, 5 p.m. Próximo sábado. Te espero». Su pequeña hermana se las hizo llegar, a escondidas por supuesto, todavía no tenía permiso de andar con nadie.
Hoy era el día.
Hay cosas que suceden sin que te las imagines. Tan impredecibles como el chubasco que se desató. Nadie lo esperaba. Fue breve pero intenso. Todos corrían tratando de guarecerse de las gotas gruesas que caían interrumpiendo el solaz de la tarde. Tan sólo fue una nube que, así como apareció de repente, se desapareció. Eliza apenas alcanzó a medio cubrirse en una cabina telefónica y desde ahí observó cómo la lluvia vaporizaba al caer, y que la larga fila para entrar al cine Plaza se disolvía agrupándose en la entrada. Era normal el tumulto de gente, considerando que se estrenaba Saturday Night Fever, la película con John Travolta y música de los Bee Gees.
En unos minutos el sol surgió otra vez, acompañado de más calor y humedad, algo característico del puerto.
Se revisó, por lo pronto, el agua no había afectado demasiado su aspecto, ¿y ahora que hacía? Sus húmedos pasos la llevaron hacia la refresquería El Globito, de seguro, pensó, él está ahí. Llegaron a ella risas salpicadas de nombres, pláticas de las que no entendió nada y el tintinar de cubiertos; era un ambiente abrumador con música de fondo. Observó tratando de encontrar a quien buscaba y nada; por estar absorta en su observación, no se fijó y chocó con una persona, una mujer madura, obesa, cuya voz sonó enfadada.
—¡Niña!, ¡fíjate por dónde caminas!
—¡Ay!, disculpe señora.
—Disculpe, disculpe, ¡mira lo que me hiciste tirar! —le dijo en un tono socarrón y molesto mientras se inclinaba a recoger una bolsa con una caja de regalo que había caído de sus manos.
Eliza casi que huyó, yéndose rápidamente e intentó atravesar la calle y en ese momento sintió como un charco de agua salpicaba en su falda. «¡Oh, no!, ¡no, no!», dijo en voz baja, el autobús que provocó una breve pero pesada ola de agua encharcada de la lluvia no tuvo compasión y le dejó una buena remojada; ahora sí se notaban las manchas de agua en su falda y su calzado terminó completamente empapado.
—No puede estar pasando esto. —pensó. —Hoy no.
Por fin cruzó y se detuvo en la esquina, frente a un aparador que le devolvió una imagen nada agradable: despeinada, mojada de la falda y zapatos. Aunado a eso, con un gesto de angustia en el rostro. Quiso romper en llanto, pero no pudo, sin embargo, dos lagrimas rebeldes se le desbordaron y le corrieron un poco el rímel de los ojos.
¡Estaba hecha un desastre! Así no podía tener ninguna cita, lo mejor sería que se devolviera a su casa. ¿Y qué diría? ¿Cuál sería la excusa para regresar temprano? Había dicho a su mamá que iría al cine con unas amigas. Una blanca mentirilla. En el camino de regreso ya se le ocurriría algo. Avanzó hacia la parada del bus, no sin antes sacar un kleenex de su bolso y limpiar su rostro.
Y entonces lo vio. Él avanzaba hacia ella, con esa sonrisa que la cautivó desde un principio, con sus característicos pantalones de mezclilla, acampanados, «pata de elefante» como eran conocidos popularmente porque andaban de moda, y una camisa blanca de manga larga desabotonada en el pecho. Su cabello caía en pequeñas ondas que se movían suavemente al caminar.
Sorprendida intentó volver sobre sus pasos, pero ni tiempo; él la alcanzó.
—Hola —le dijo —¿adónde vas?
—Pensé que no vendrías —le respondió.
—¿No venir? Tenemos una cita.
—Era a las cinco —le remarcó y señaló su pequeño reloj de pulso todo empañado de la caratula. Evitaba verle a los ojos. Se sentía mortificada por cómo lucía ahora.
—Iba hacia la plaza cuando te vi cruzar la calle —le dijo. Se detuvo y la tomó del brazo. —Ven —la atrajo hacia él y la abrazó, intensamente, como queriendo fundirse, él y ella, entonces la besó. Con ese beso que apenas roza los labios, tímido, pero vehemente, que se atrae y se enreda en los alientos, que queda atrapado en los «te amo».
—¡Déjame! Luzco horrible —le dijo ella tratando de separarse.
—¡Estás hermosa! —David la miró y en el café de sus ojos se reflejó la imagen de la chica, esa chica que lo había enamorado, de risa espontánea y ojos de luceros. Tenían poco de haberse conocido. Fue en una disco; el flechazo fue inmediato. David la invitó a bailar y Eliza aceptó inmediatamente.
Y ahora estaban ahí, en su primera cita.
Luego, abrazados, se encaminaron hacia el muelle. Eliza deseaba tomarse una foto con un barco de fondo. Era su anhelo. Se lo había dicho ya varias veces, toda entusiasmada. Claro, junto a él. ¿Con quién más? Ojalá tuvieran la suerte de encontrar quién se las tomara. Y lo encontraron. Un fotógrafo de instantáneas, que cuando vas caminando activa la cámara, oprime el botón y en unos segundos, ahí está la imagen, en modo natural, sin poses.
Se fueron apresuradamente hacia el muelle. Se podía ver un barco enorme, anclado, quieto.
El movimiento usual de descarga de mercancías parecía contrastar con esa quietud. Siguiendo las indicaciones del fotógrafo se acomodaron. Salieron unas tomas. Ellos abrazados, de frente, de perfil, y salieron otras más. Y finalmente, seleccionaron la foto. ¡Su foto! La prueba innegable de que habían estado ahí, juntos, en el muelle de Tampico y con un barco de fondo.
¡Tal como ella quería! ¡Con su primer amor!
Regresó a casa y guardó celosamente la fotografía a todo color. A la hora de dormir la colocó debajo de su almohada. Al día siguiente cuando se despertó, lo primero que quería ver era esa foto. Se incorporó y se sentó al borde de la cama. Cuál fue su sorpresa al verla. La imagen estaba en blanco y negro. ¿Cómo pudo ser? ¡blanco y negro!
Absorta en la fotografía y en su recuerdo, volvió a la realidad. Su realidad. Eliza, ahora de sesenta años, guardó celosamente esa foto en el ir y devenir del tiempo. Un sutil viento entró por la ventana, acarició su rostro lleno de arrugas y desvaneció el intento de las lágrimas por salir. Quitó de su rostro un mechón de su cabello, ahora lleno de canas. Jamás se casó, en una espera interminable se pasó la vida. Nunca pudo descifrar el porqué de aquel misterio. ¿Por qué? Tampoco pudo explicarse por qué David jamás volvió. ¿Por qué?
Se levantó con la intención de cerrar la ventana, su andar ya no era el mismo de aquellos tiempos de su juventud, ahora era pausado, con dificultad y usando un bordón.
Tomó la foto, depositó un beso en ella y la colocó en el buró, enseguida salió de la habitación.