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Crónica sin fin de un amor eterno

Rubén Darío Sánchez

Decir amor eterno es redundante, pues el amor cuando es amor de verdad dura lo que dura la eternidad. No hay palabras suficientes, pero cuando el sentimiento se adorna con palabras tiene mayor gracia, por eso la concepción de estas líneas. 

Creo firmemente que no todos han experimentado la merced de un amor auténtico, porque no todos son hinchas de su propia identidad reflejada en la grada desde una cancha. Lo que juzgo es lo que me ha tocado y al pensar, volverlo a pensar, dejarlo de pensar y pensarlo de nuevo he resuelto que las razones se obstinan en acontecimientos específicos que han desarrollado esta novela romántica. La primera ida al estadio, presenciar las primeras derrotas, peregrinar a otra ciudad sólo para alentar el odio a ese rival, y el ideal de que esto es para siempre son los hitos que nutren la perpetuidad de este sentir. 

En todas las vidas siempre hay algo que cambia la vida, un suceso que queda grabado en el alma y que cambia radicalmente el resto de los sucesos. Todos los hinchas tuvieron un primer peregrinar al estadio, y siempre porque alguien más los motivó y llevó. Esa persona que te lleva de la mano se convierte en tu mentor y explica lo inexplicable de alrededor y poco a poco tus ojos bailan con la música de otra perspectiva. 

Y ese baile, precisamente, es el génesis de lo irrepetible en la vida, la energía cambia por completo a una combinación de nervios y optimismo que pareciera una explosión prolongada. Se acumulan los pasos y se escucha un: la bandera, la bandera, la bandera… la corneta, la bandera, la corneta” en su singular y siempre recordado tono, luego tienes el encuentro de una textura algo rasposa que acaricias para luego sentir la costura que divide el blanco del celeste; observas y destaca esa mirada fija y penetrante de unos ojos singulares debajo de un par de imponentes tenazas que sostienen las letras que forman lo que se vuelve la vida entera: Jaiba Brava. Mientras caminas y los muros celestes se vuelven cada vez más grandes no tienes la mínima idea que estás firmando una condena eterna, la cita con el diablo para vender cuerpo y alma a cambio de una vida llena de amor, la invitación a ese viaje con retorno imposible. 

Ese peregrinar se vuelve un ritual obligatorio que tienes que cumplir sin condición cada que el calendario nos bendiga con la oportunidad de hacerlo. Jornada a jornada te enamoras de más y más. Luego, el amor duele. Pero está bien porque si no cómo saber que es amor. Al final del partido no siempre es celebración, siempre existe ese contraste, porque cuando empiezas esta travesía hay triunfos, hasta campeonatos, y llega el pensar de que así va a continuar, que habrá un ascenso imparable; y luego no. 

Tu mentor se lamenta con tono de disculpa, pero equivocadamente. Porque esto no representa una lamentación, es una confirmación. Empieza el todo o nada, y tiras por la borda esas disculpas para transformarlas en gracias. Y cómo no agradecer el hecho de que ahora conoces ese amor incondicional, y el amar cuando más cuesta, en las derrotas. La impotencia, los golpes al colchón al llegar a la casa y las lágrimas en secreto se quedan atrás porque es más fuerte la emoción que representa la espera al siguiente carnaval.  

Mientras te vuelves más hábil en sentir ese amor, te encuentras con otros amantes y por el simple hecho de que anhelan el mismo triunfo que tú, se convierten en amigos. La cosa no queda ahí, esta relación con los que gritan emocionados al mismo tiempo que tú se alza en hermandad, siempre originada en una batalla en terreno ajeno. El amor rebasa los muros del templo y se convierte en el combustible para un peregrinar aún más largo, hasta otra ciudad, de visita.  

Desde que el calendario llena tus ojos ya estás pensando a dónde más puedes ir a regar este amor. Tu mente se satura de escenarios, preparas hasta tu manera de expresarte, esos gritos, tu indumentaria. Dejas todo, cruzas el río, pasas el puente y comienzas un camino con tantas expectativas como árboles a la orilla de la carretera. El asalto inicia cuando otra ciudad te da la bienvenida con una señal, levantas la mirada para verla y es la declaración de que el verdadero partido empieza; ya estás en terreno rival. Imposible respirar ese aire de la misma manera de cuando vas de turista, ahora se vuelve pesado, estás alerta a encontrarte colores adversarios esperándote por ahí y todo a tu alrededor baja su saturación como lo hacen las películas justo antes de la acción. 

Reconociendo ese terreno, te encuentras con otros peregrinos y el hecho de que no se hayan conocido antes se anula, porque iluminan tu caminar por la simple razón de que los colores de su ropa coinciden con la tuya; ese amigo ahora es hermano. Se acercan y sin conocer tu nombre te interrogan para enterarse cómo estuvo tu camino, con un interés que se convierte en un apego inmediato. Asimismo, cuando encuentras a los antagonistas de esta historia, no se necesitan palabras para gritarle en la cara que tu amor es tan grande que llegaste hasta acá solamente para alentar. Esas miradas siempre empiezan de forma provocadora, pero terminan siendo de respeto, asientan la cabeza para informarte de que admiran el hecho de que estés ahí parado justo frente a ellos y repentinamente entiendes que son exactamente como tú, sintiendo ese amor, en otro lado, pero de la misma manera; claro que las circunstancias no te permiten traducir esto a palabras, pero sí en un gesto que ambas partes entienden.   

Se acerca la hora del partido y sigues tu peregrinar a un templo extranjero que quieres conquistar. En ese momento la cantidad de goles que meta un equipo u otro es lo de menos, eso queda en segundo plano porque el triunfo recae en qué lado de la grada hay más muestras de amor. Te asignan un lugar, uno con desventaja, por supuesto, te quitan tus armas, no banderas, no bombos, incluso sin bufanda que puedas ondear, pero no te pueden quitar tu voz, ni tu corazón ni a tus nuevos hermanos. Llega ese momento de cavilación, de pensar que estás a muchos varios kilómetros lejos de casa y estás tan feliz dando una ofrenda de amor, sin importar lo que pase. Uno de los momentos más honestos y felices de la vida sucede en este viaje, abrazar a un extraño gritando un gol en cancha rival es lo más certero para hacerte creer en el amor. 

Al final, entiendes que el partido no está en la cancha, está en la grada, terminas aplaudiendo las muestras de amor de ese contrincante del otro lado del estadio y los insultos que le arrojaste se convierten en reconocimiento, y viceversa. Te vas orgulloso y con el premio de haber podido irrigar tu amor. 

Como todo, esto tiene su ineludible excepción. De todos los rivales que te puedas encontrar hay uno que te quieres encontrar. ¿Puede existir el amor sin el odio? Definitivamente no, si amo tanto puedo odiar tanto, si lo celeste es lo divino el naranja es el inframundo. Cada calendario de cada temporada nos regala una batalla en especial que dura más de dos horas, dura lo que dura la semana entera. Desde el minuto final del partido anterior el ambiente cambia por completo, y tu mirada está fija en demostrar amor a través del odio. No se puede no describir este acontecimiento como una guerra, es algo que se siente en cada respirar de esos días, las armas son el bombo y la bandera, el ejército crece, las victorias son mucho más gratas y quieres ver a los emplumados por los suelos. Al realizar cada acto lo haces con la firme convicción de que dentro de ti hay un mandato más que divino, es como si el cielo te ordenara a suprimir la amargura del mundo con entrega, espíritu y honor; bueno, al final de cuentas el cielo es celeste. 

Todo lo que empieza tiene que terminar, pero este amor no es como todo. Tu vida ya no es como las vidas, y no importa que te quedes sin energía como cuando se vacía el estadio o que se te cierren los ojos como las lámparas apagándose, esto es más allá de un para siempre. De repente apareces en la grada, sentado en tu acostumbrado asiento, no hay nadie, pero no importa, empieza una lluvia tormentosa de papel picado, y no hay coro de ángeles, mejor aún: hay trompetas y bombos que te explican que te has convertido en esa sustancia sublime, en un amor que brota eternamente. 

—Ruda, hincha de la Jaiba Brava. 

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