
Apuntes autobiográficos
Cecilia Sanz de Ridaura
Mi nacimiento tiene lugar en Játiva, pueblo de la provincia de Valencia, el 5 de diciembre de 1914, siendo la cuarta de la serie, durante un cierto tiempo, la segunda, después fui la mayor.
Mi padre era médico, muy prestigiado y querido y mi familia de lo que podemos llamar clase media alta, en un pueblo chico, de 20,000 habitantes.
Cuando tenía 6 años de edad, muere mi madre. Quedamos mi hermana y yo, bajo el cuidado (digámoslo así) de una tía, María, hermana de mi padre. que está más loca que una cabra y no nos desquicia a las dos, por verdadera suerte.
Crezco, un poco como enfant terrible, porque soy una niña diferente, inquieta, despierta y con ganas de aprender. Esto es aprovechado por una tía abuela que dirigía una especie de kínder prehistórico, y me enseña a leer a los 4 años, como si fuera sor Juana Inés de la Cruz. Soy, como se acostumbraba decir, la admiración de propios y extraños durante la primaria. con la impertinencia de una marisabidilla y la pesadilla de tener que saludar a todos los inspectores escolares, así como participar en fiestas de fin de curso, (declamación, cancioncitas, pantomima y piezas cortas para representar).
Me mandan, junto con mi hermana, a un colegio para señoritas, de religiosas de clausura y allí vegeto durante tres años, durante los cuales, como es natural, aprendo todas las cosas que no deben saber las jovencitas.
No doy tiempo a que me expulsen del colegio porque mi padre afortunadamente nos saca del mismo y, llena de terrores y odio, empiezo mi educación e instrucción laicas en una escuela para chicos, siendo yo la única muchacha que estudiaba el bachillerato. Yo era la niña y, tal vez, ese apelativo sirvió para que no me convirtiese en un verdadero marimacho.
Por ese tiempo nace un medio hermano y poco después, cuando yo tenía cerca de 14 años, muere mi hermana, por lo que paso a ser la mayor.
Terminé, brillantemente, el bachillerato de ciencias y contra viento y marea (esto quiere decir: la oposición de mi padre, de los amigos, de los parientes y de todos, menos mi mamá, quien siempre me apoyó), me inscribo, en el primer año, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Valencia, lo que significaba dejar el nido paterno a los 16 años (fui la estudiante más joven de la Facultad) y aunque vigilada por parientes, inicia una vida casi independiente.
Tengo un primer afio inolvidable por lo exitoso ya que, en medio año, de los 15 años y medio a los 16, dejé de ser un escuerzo, para parecerme al tipo convencional de una mujer mamey, como dirían mis nietos. Estaba deslumbrada por la separación de mi familia, por el pegue con los compañeros, por la novedad de mis estudios y mi posición ante la vida era la de parecerme el mundo un buche de agua y yo muy capaz de bebérmelo.
Es también en este primer año de carrera cuando se me elige para participar, con el papel de la protagonista, en la función teatral que año con año llevaban a cabo los estudiantes del quinto año de Medicina, a beneficio del Hospital Infantil de Valencia, no por otros méritos que por haber roto el maleficio que tenía la Facultad de Medicina de albergar a las muchachas más feas de todas las que estudiaban en las diferentes escuelas de la Universidad. No se me sube a la cabeza esta selección, porque mi espíritu objetivo y realista me hace ver que no se necesitaba ser una Marilyn Monroe de los años 30 para ser elegida. Pero el éxito teatral, sí fue mío y marca mi afición al teatro, que ya nunca me abandonó, aunque sólo me sirvió para permanecer en los sucesivos repartos, mientras estuve en la Facultad.
Aunque por ese tiempo creía estar enamorada con un amor imposible, cuya persistencia era mantenida por dicha imposibilidad, mi entrada en la Universidad me abre nuevos horizontes físicos y espirituales y el amor adolescente queda convertido en un ridículo sentimiento que rápidamente naufraga en el mar de las nuevas y maravillosas emociones que voy experimentando. La novatita del año, yo, alcanza pronto una popularidad peligrosa; pero salgo indemne de esta prueba y me convierto en una estudiante formal y responsable, cuya característica física sobresaliente es la abundancia de curvas superiores y la psíquica, una gran alegría de vivir.
Devoro chocolates en cantidades monstruosas (un kilogramo diario de bombones) y soy la envidia de cuantos me conocen porque ni me salen granitos ni engordo un gramo. ¡Soy feliz!
Estudio corno desquiciada, pero consigo ser la mejor estudiante de mi curso, cumpliendo así la promesa (¿o desafío?) hecha a mi padre de sacar el primer lugar en casi todas las materias. Mi vitalidad característica y mi frescura provinciana parece ser que cautivaban a mis amigos, y fueron causa de que los tuviera en la cantidad y calidad que es posible desear. Hasta la fecha, tengo la suerte de mantener relación con los que quedan, con el cariño y la fidelidad que siempre nos unió.
En estas circunstancias se produce el hecho que tuvo mayor trascendencia en mi vida: conozco al hombre más extraordinario que conocer se pueda y que luego fue mi marido. Inteligente en grado sumo, iconoclasta, ingenioso. culto. feo y enormemente atractivo, iniciamos una relación ajena al amor (él tenía novia y yo algunos enamorados) por la cual me va descubriendo el mundo de la música (de la que sabía mucho), la literatura, la poesía; me interesa en la política; me hace tener conciencia de los movimientos sociales. Rebelde, yo, por naturaleza, me uno pronto a los grupos que protestan; participamos en huelgas, firmarnos manifiestos; ingreso en el partido comunista y nos enamoramos perdidamente uno del otro.
Adelanto un año mis estudios para casarnos (yo siempre había sostenido que no me casaría sin acabar mi carrera) y empezamos a tramitar papeles para ir a hacer un posgrado a Viena, primero, y a Bruselas después. Nos casarnos el 14 de julio de 1936, cuatro días antes de que estallara la guerra civil, lo que sucedió durante el viaje de novios, y quedamos aislados de nuestro lugar de origen, por estar parte del ferrocarril que debíamos utilizar, en territorio franquista. Volvimos, después de muchas peripecias, a Valencia, por Francia, (estábamos cerca de San Sebastián, en el hermoso balneario de Cestona) y llegados a casa, se enroló mi marido en el ejército republicano, quedando yo en Valencia, en otros tipos de trabajos que, aunque decían que eran muy importantes, a mí no me gustaban porque yo lo que quería era ir al frente, tanto porque hacían falta médicos, como por estar más cerca de mi marido. Después de tocar todos los resortes imaginables, consigo el nombramiento de Teniente Médico, adscrito al Hospital de la 44a. Brigada, que operaba en las cercanías de Madrid y era la brigada a la que pertenecía el batallón donde estaba mi marido como médico, con el grado de Capitán. Permanecemos un tiempo casi sin vernos, pero cerca el uno del otro y somos pedidos para trabajar en la Jefatura de Sanidad de la 8a. División, ahora, sí, juntos, aunque él como ayudante inmediato del jefe de Sanidad y yo, en otros servicios. Soy la única mujer, no enfermera, que se permite en el frente (al principio fueron muchas con fines estratégicos no bélicos, pero fueron retiradas) y poco tiempo después, proponen mi ascenso, cosa que no se lleva a cabo porque estoy embarazada y pido mi baja, siendo el único oficial, en la historia del ejército, que es dado de baja por embarazo.
Regreso a Valencia y tres meses después, el 27 de diciembre de 1937, nace mi primera hija. Por ese tiempo, se traslada el Gobierno a Barcelona y soy nombrada consejera de Sanidad del Consejo Nacional de la Infancia Evacuada, por lo que me desplazo con mi hija a Barcelona, en donde permanezco hasta que está a punto de caer esta ciudad, viniendo mi marido, que estaba en el frente del Este, a recogerme. Vuelvo a ingresar en el Ejército, esta vez con destino al Hospital de Olot, desde donde paso a Francia, a pie a través de los Pirineos, junto con los heridos y el personal del hospital militar del Ejército del Este.
Al llegar al pueblecito francés Prats de Molló donde me reuní con mi marido, nos albergamos en la casa de unos camaradas franceses, donde permanecimos escondidos, mientras conseguíamos documentos que nos permitiesen circular por Francia. Nos los consiguen (pasaportes de la República Española, que no tenían ya ninguna validez y los llenamos nosotros mismos) y nos fuimos a Perpignan, donde vivimos a salto de mata cinco o seis días, practicando el deporte de esquivar a la policía y comiendo en los comedores para indigentes.
Visto que no conseguíamos ninguna salida, abandonamos Perpignan. que se ponía peligroso, y nos fuimos a un pueblecito encantador, Bañuls sur Mer, donde con otros seis compañeros, alquilamos una casita de verano (entonces era pleno invierno y hacía un frío horroroso), por muy poco dinero, ya que el único que teníamos era el de la última paga como oficiales del Ejército, que se nos hizo en francos franceses. Intentamos, desde allí, volver a España, pero no lo conseguimos, pocos días después nos detenían a todos (no valieron los documentos, claro) llevándonos a un campo de triaje, separados los hombres de las mujeres, para de allí, distribuirnos en algunos de los campos de concentración que se habían instalado: Argelés, Barcarés, Saint Ciprien, etc.
Por verdadera suerte, esa misma noche, llegó al Campo de Mujeres un médico español buscando enfermeras, y otra compañera que estaba conmigo, maestra y enfermera, y yo, nos presentamos. Le juro al médico que yo estoy conforme en trabajar como enfermera, con tal de estar en un lugar fijo y conocido para no perder la relación con mi marido, nos llevaron al Hospital de Saint Louis, en Perpignan, que era un antiguo cuartel de caballería, adaptado a toda prisa, para hospital militar, donde se atendían (es un decir), a heridos y enfermos del ejército republicano derrotado.
En este hospital recibí las más grandes humillaciones, pero también las mayores satisfacciones, contribuyendo todo ello a reforzar la seguridad en mí misma, así como a arraigar la convicción, que ya nunca me abandonará, de que si procedes con honestidad y eficiencia, no importa lo que tengas que vencer, la recompensa no tarda en llegar.
En principio de cuentas me pusieron como médico (lo primero que pidieron eran los documentos y yo solo los tenía de médico) al frente de un piso donde estaban aprendiendo enfermeras de la Croix Rouge francesa. Esto no pudo aceptarlo la responsable de dichas enfermeras quien, llena de indignación, las invitó a retirarse, por no considerar conveniente que trabajaran bajo las órdenes de una putain (aun en francés suena muy mal), esto dicho en mi cara y frente a las autoridades militares del hospital que, al parecer por su silencio, eran de la misma opinión; solamente discrepó un simpatiquísimo cirujano quien, avergonzado de la escena, le señaló a dicha señora que comprendía su actitud pues, era tan fea, que aun queriéndolo con todas sus fuerzas, nunca podría haberlo sido (¡gracias, Dr. Laure!).
Seis muchachas, más sensatas o más osadas, arriesgaron las iras del infierno y se quedaron en el hospital en donde, como resultado de su interés y mis ganas de enseñar, aprendieron tantas cosas y estaban tan contentas que realizaron el milagro de hacer que el día antes de dejar el hospital, para venir a México, en reunión oficial, vinieran las enfermeras y la putain fracasada, a darme las gracias, pedirme perdón y traerme un obsequio.
Conseguí que trasladasen a mi marido, desde el campo de Le Barcarés, donde estaba como médico, a trabajar en el hospital; y el Servicio Internacional de ayuda cualquiera a los refugiados, puso a mi disposición un carro para recoger a mi hija que estaba en Marsella.
He de señalar que, desde antes de salir de Barcelona, en vista de la frecuencia e intensidad de los bombardeos y de la carencia de todo, y no es una frase literaria, decidimos que nuestra hija, junto con una amiga y su niño, dos meses menor que nuestra hija y que vivían conmigo, se fueran a Marsella, donde mi amiga tenía unos parientes y así estar seguros de que, además de librarse de los bombardeos, tendrían la comida asegurada. Además era muy necesario tener un punto de referencia donde poder comunicar algo, en caso necesario.
Ya todos juntos vivimos en el hospital durante un tiempo, una especie de felicidad relativa, pero estábamos prácticamente detenidos, sin un centavo, vestidos con donativos que nos hacían, sobre todo a la niña, a la que todo el mundo quería adoptar, y sin saber qué iba a ser de nosotros. Volver a casa no podíamos, por lo que solicitamos asilo, como hacían los demás, a las diferentes naciones que lo ofrecían: Rusia, México, Venezuela, Santo Domingo, Chile; pero nos faltaban padrinos y no podíamos conectar con nadie porque no sabíamos a dónde habían ido a parar los amigos, los antiguos jefes o quienes nos hubieran podido ayudar.
En esas circunstancias, un acontecimiento fortuito nos puso en contacto (clandestinamente, porque no podíamos salir y nos escapamos del hospital) con un personaje muy importante del Gobierno de la República, el ingeniero Adolfo Vázquez Humasqué, quien tuvo un grave accidente alérgico consecuencia de una vacuna que le habían administrado estando de paso en Perpignan, para embarcar en Sete, en el Sinaia, y venir a México. Lo sacamos del problema, conoció el nuestro y se convirtió en nuestra providencia, ya que condicionó su viaje a México a que lo hiciéramos también nosotros. Y así fue, y, por ello ¡Bendito sea, don Adolfo!
Nos embarcamos en el Sinaia, que fue el primer barco oficial que se organizó formalmente para transportar refugiados españoles. El barco había sido anteriormente un transporte de caballos. Ahí nos metimos 1,800 personas y ese viaje es algo muy difícil de olvidar.
No sé si fue el 1 el 2 de junio de 1939 el día que llegamos a Sete para embarcar, entonces era poco importante la precisión de las fechas ya que todos los días eran iguales y no los recordábamos por su número, sino por algún incidente fuera de lo común: el día que nos invitaron a comer; el día que nos permitieron salir; el día que nos regalaron una botella de vino, y así. Por eso, ese día fue el día que nos embarcamos para México. La alegría que teníamos por nuestra suerte nos volvía insensibles ante la desolación de los que quedaron en el muelle, sentados en el suero, al lado de sus bultos; esperando inútilmente oír sus nombres por los altavoces, llamándolos para subir al barco. Con el tiempo, esta visión desconsolada de los que se quedaron ha ido tomando el lugar y la fuerza debidos en mis emociones, y su recuerdo me produce la tristeza que no sentí en su momento.
En el barco fui albergada junto con mi hija que, aún no cumplía año y medio, y otras tres mujeres con sus niños pequeños en un camarote de tercera clase. Era un cuartito angosto, con dos literas, una encima de la otra a cada lado y un lavabo en medio, con un espejo que reflejaba, sin proponérselo, nuestra triste situación. Un ojo de buey pequeñito dejaba filtrar, a través de su cristal sucio, un poco de luz a la vez que nos permitía ver el mar. Mi marido, con los otros hombres, fue acomodado en los sollados inmensos, donde en vez de los caballos que solían transportar, cientos de literas superpuestas que contenían, cada una, junto con un cuerpo vencido, un montón de proyectos y esperanzas.
Durante el viaje sufrimos numerosas provocaciones que soportamos con la indiferencia que nos habían dado los continuos reveses y la madurez política necesaria para no caer en el juego que al parecer se proponían, como producir un motín que hubiera justificado la negativa a organizar nuevas expediciones de refugiados.
Nos reuníamos en cubierta por las noches a tocar la guitarra, a cantar, a escuchar las poesías que escribían varios poetas que viajaban en el barco: Pedro Garfias, Manolito Altolaguirre, Juan Rejano, entre otros; contábamos chistes, exponíamos planes, a cual más descabellado y entreteníamos el hambre con un café misterioso que alguien tenía escondido en su camarote, al que íbamos, por riguroso turno, a tomarlo.
Como era el primer barco organizado oficialmente, nos acompañaba la esposa de Fernando Gamboa, Susana, que además de ser muy simpática era muy atractiva, y tenía encandilados a la mayoría de nuestros hombres. Venía la Banda Madrid, que después actuó durante mucho tiempo en México y algunas noches hacía serenata. Nos aprendimos todos el himno de México y era lo que cantamos, acompañados por la Banda, al llegar a Veracruz.
La víspera de nuestra llegada se recibió un cable que fue leído por Susana a todo el pasaje convocado en cubierta, en el cual se nos comunicaba que, en Veracruz, a donde llegaríamos en la mañana temprano, seríamos recibidos por las autoridades representantes del general Lázaro Cárdenas; además, se había acordado cerrar el comercio y declarar festivo en el Puerto de Veracruz el día de nuestra llegada para que la gente pudiera venir a recibirnos.
Y así pasó. Era el 13 de junio de 1939 el día de nuestra llegada y no creo que haya nada más dramáticamente emotivo que nuestro arribo a Veracruz. Toda la población se volcó en el puerto con miles de mantas con expresiones de bienvenida; la gente formaba una estrecha valla por la que desfilábamos y todos nos querían dar la mano, nos abrazaban, daban vivas a la República y lloraban junto con nosotros.
Los carritos con piña, mangos y otras maravillosas y desconocidas (para nosotros) frutas, rodeadas de hielo o con paletas heladas y otras golosinas, quedaron vacíos rápidamente, porque los niños, deslumbrados, se acercaban a ellos con sus caritas sorprendidas y ansiosas y los vendedores les regalaban la mercancía. Todo el día fue un agasajo espontáneo. En las cantinas nos obsequiaban con cerveza; nos introducían en los misterios de las carnitas, la moronga, la sanfaina; descubrimos el tequila y, por sobre todas las cosas, teníamos la maravillosa sensación de ser libres.
Vivimos 19 días en un camarote (esta vez de primera clase) de un barco español anclado en el puerto de Veracruz, desde el principio de la guerra civil española, llamado Manuel Arnus. Todo nuestro capital se reducía a 24 pesos que nos dieron por los francos que, por algún olvido, teníamos al llegar a México. Con este capital había que proyectar nuestra vida futura, y de manera inmediata comprarle zapatos a mi hija que iba calzada con unas sandalias que yo le hice de lona vieja del barco. Después de recorrer muchas zapaterías (por fuera), entramos en una llamada La Valenciana, por aquello del paisanaje y, naturalmente, nos regalaron los zapatitos de mi hija. Allí mismo conocimos a dos parejas de españoles que ya vivían muchos años en México y una de ellas resultó estar medio emparentada con mi abuela, que era de su mismo pueblo; al oír mi nombre. Añadió el esposo que mi padre había sido médico de toda su familia, incluso de él, cuando pequeño y todos le tenían un gran respeto y cariño. Allí iniciamos una hermosa amistad que continuó hasta la muerte del esposo, ocurrida no hace muchos años.
Por cuenta de la organización oficial española de ayuda a los refugiados, SERE, nos trasladaron al D.F., distribuyéndonos, provisionalmente, donde pudieron. A nosotros nos llevaron al hotel Madrid, que era un hotel de paso, enclavado en la calle Topacio, a media cuadra de la calle Cuauhtemocin, que era la calle de las prostitutas, en pleno barrio de la Merced. Pero estábamos contentos. Teníamos una cama, no muy limpia, para dormir, nos daban 2.50 pesos por persona y día (adultos, 2 pesos por la niña) y conocíamos todos los restaurantes de chinos que había por el México de entonces, en donde por 60 centavos, o 75, si era de los buenos, comíamos la comida corrida. Los amigos que conocíamos en Veracruz, que tenían muy buena posición económica y uno de ellos era importador de quesos holandeses, de manzanilla y chorizos y jamones españoles, nos invitaban a comer con frecuencia, asombrados y conmovidos de lo que éramos capaces de consumir. La primera vez que nos invitaron, bebiendo manzanilla y botaneando, nos comimos un jamón serrano entero, lo que no nos impidió dar buena cuenta de la comida que nos sirvieron después.
Entre las invitaciones a comer y las exploraciones de restaurantes chinos se pasaron casi tres semanas, al final de las cuales intentamos la aventura de alquilar un departamento y abrir un consultorio, cosa que hicimos en la calle de Revillagigedo, esquina con Puigibet. Pero sin familia ni relaciones de ninguna clase, no pudimos salir de la etapa de la clientela de las tres p: putas, parientes y pobres; estando los parientes representados por los refugiados que se enfermaban y veíamos gratuitamente.
Los incidentes kafkianos eran habituales. Un día en que nuestro capital se había reducido a tres pesos decidió mi marido que no nos levantásemos y, de esa manera, gastaríamos menos energía; así lo hicimos, hasta que el timbre de la puerta nos avisó de la llegada de un posible cliente. Y, efectivamente, era una cliente muy agradecida y tan jodida como nosotros, que no sabiendo cómo demostrar dicho agradecimiento, venía a regalarle a mi marido un canario alemán, que cantaba muy lindo y era lo más preciado que ella tenía. Si hubiera sido otro animal, un pollo, un conejo, una perdiz, hubiera sido una fiesta, pero ¡un canario!... Fue un drama, porque tuvimos que compartir con él nuestro capital, comprándole alpiste. Un año después murió aquí, en Tampico, una noche en que reventó un norte imprevisto y el pobrecito animal se quedó en la galería, donde yo lo ponía para que no tuviese calor.
Las cosas no mejoraban y como teníamos que comer y el poco dinero que esporádicamente nos caía era para pagar las cosas indispensables que habíamos comprado para instalarnos y que obtuvimos a crédito, gracias a que nuestros amigos nos avalaron, decidimos buscar nuevos horizontes. Teníamos un amigo licenciado que trabajaba en el Gobierno que, con mucha frecuencia, venía a comer con su novia, a veces con un amigo, a la casa, porque, según él, yo hacía la tortilla de papas más exquisita que él había comido. Él no tenía idea de que era la única cosa que yo sabía cocinar, como tampoco sabía que el día que venía a comer, esa noche no cenábamos.
Decidimos plantearle nuestra situación para ver si nos podía ayudar a conseguir algún trabajo, ya que estábamos dispuestos a trabajar en lo que fuera y en el lugar que hiciese falta. Quedó muy impresionado de lo que le estábamos diciendo y le avergonzaba pensar la frecuencia y libertad con que venía a comer con nosotros. Lo primero que hizo fue ofrecernos dinero, cosa que agradecimos, pero rechazamos, pues suponía para nosotros un compromiso más su devolución. Entonces pensó que fuera posible ayudarnos si salíamos de la capital y que, precisamente, al día siguiente, tenía una reunión con gente del Gobierno de Tamaulipas, e iba a investigar las posibilidades de trabajo en algún lugar de ese estado.
Citó a mi marido para después de la reunión y como resultado de la misma surgió la conveniencia de trasladamos a Tampico que, a juicio de todos, era una buena plaza sin sobrecarga de médicos.
Acordamos que primero fuera sólo mi marido y cuando tuviera resueltos los problemas de casa y local para consultorio, iríamos el resto, o sea, un primo mío, también médico, que vivía con nosotros, mi hija y yo. Era a principios de enero de 1940 y como nuestra única idea de Tampico era la de un sitio donde siempre hacía un calor insoportable, decidimos que quedasen en México el único saco y un suéter que tenía para que los usase mi primo, y él se fue con dos pantalones y tres camisas veraniegas. Después, mi marido siempre comentaba que nunca había pasado más frío en su vida que en aquel primer invierno tampiqueño. Descubrió cuánto abrigaba el papel periódico puesto entre la camisa y la camiseta y cuánto le sirvió la amistad con otro refugiado, panadero de oficio, quien le invitaba a visitarlo al obrador donde, además de comer pan recién horneado, se estaba muy calientito.
Tres meses después llegamos el resto de la familia para quedarnos definitivamente. Aquí trabajamos y poco a poco, fuimos saliendo adelante. Nacieron otros tres hijos más, dos mujeres y un varón, que, con la importada, constituyeron la razón más importante para que nunca decayese nuestro ánimo.
A pesar de que circunstancias imprevistas no me permitieron revalidar mis estudios, como hicieron mi marido y mi primo, e impidieron que trabajase como médico, que fue mi primera y más clara vocación, encontré mecanismos compensadores de mi frustración profesional dedicándome, primero, a trabajar en un laboratorio clínico y, poco después, a la enseñanza, en la que llevo más de 40 años y me ha proporcionado las satisfacciones necesarias para hacerme persistir en ella hasta la fecha.
Echo una mirada hacia atrás y veo que ha valido la pena vivir; y aunque ya no está quien hizo posible que nada pareciese un problema y dio a mi vida la dimensión emocional necesaria para hacerla digna de vivirla, todavía encuentro interés en muchas cosas y me parece ver el gesto de irónica comprensión con que él me acompaña, haciéndose tierno cómplice de mis inquietudes y de mis actividades, por extravagantes que parezcan.
Tampico, 1992