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Mirada de Lobo

Carlos del Castillo

1. Mirada de Lobo

Cuando el lobo miró la estigia envenenada de los días 

 

En su casa, promontorio de ladrillos, ofrecía una fiesta: una mesa circular (varias mujeres que hablaban con una sonrisa festiva), mujeres mayores, todas obesas, con papadas, con retribuido gesto eufemístico. Con oraciones en las cuales sonreían y alargaban sus manos. Con peldañísticos efluvios de recato. El sauce en allegro de cuarenta grados centígrados. Y la rubia en siesta de bloques. Las mujeres. El Él. Después la ida. La palabra madeja y torpe sinfonía. Después la corbata a rayas que cual crótalo se extendía y regresaba displicente a su maraña de jardín, el saco conversión irredenta a vuelo de quiróptero (a habitar el sauce), los zapatos y el pantalón enrollados todos en la fiera ausencia de la calle. Y el Lobo abría lentamente la mandíbula. Minutos de exhibición, una calma y su mirada fija. Abría, lentamente, con parsimonia, su mandíbula. Y tirantes de baba escurrían y esputo descendiendo y la lengua quieta, amodorrada por el otro idioma. 

           Y el Lobo, a la vista indiferente de su madre, se levanta. Anda hacia la entrada, mientras su camisa se desabotona y cae como obelisco, MONUMENTO A MÍ MISMO. Y camina media cuadra y desaparece.  

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