top of page

Holmes: Un encuentro

Augusto Cruz

[publicado originalmente en la  
revista
Casa del Tiempo (UAM, núm. 46, 2017)]

El tren debió llegar con la reconocida puntualidad inglesa. No es aventurado pensar que, cobijado por la niebla, un médico espera en la solitaria estación a otro hombre que justo ha bajado del tren. Ninguna de las dos siluetas puede observar con claridad a la otra hasta que deciden –con recelosa cautela- avanzar unos pasos.

El médico, sorprendido, reconoce al único hombre por quién faltó a su juramento hipocrático, aquel a quien decidió dejar morir y cuyo recuerdo le persigue como una sombra.

Ese hombre no deja de mirarle con curioso interés, como un entomólogo ante una desconocida y pequeña especie, de la cual ha escuchado rumores de su existencia. El hombre extrae de su gabardina una lupa con la cual observa detenidamente al médico, quien sumido en el desconcierto por ocupar el papel de paciente, permanece tan inmóvil como la mariposa víctima del alfiler de un coleccionista. El hombre guarda la lupa, ha llegado a una conclusión y emite su juicio sumario: Incuestionablemente, un autor. El renombrado actor William Gillette, vestido como Sherlock Holmes, extiende la mano para saludar a su creador: Sir Arthur Conan Doyle. El médico duda por unos instantes sobre las consecuencias de estrechar la mano de un muerto, de su muerto, a quien ese hombre volverá a la vida más de mil trescientas veces en el escenario. ¿Sellará ese apretón de manos un pacto siniestro entre los dos? ¿Quién terminará ahora por matar a quién? ¿Puede uno ser víctima de su propia creación? Este médico, hombre de ciencia en crisis convertido en el primer publiespiritista de su tiempo, olvida todo, sonríe y devuelve el saludo. Sólo por si acaso, estrecha la mano del hombre de tal forma que logra sentir su pulso. La amistad entre este ferviente espiritista y el agnóstico declarado durará para toda la vida.

Un niño vendedor de periódicos aparece de la nada con la edición del Times. Señor Holmes, le reconoce, quitándose la raída gorra a manera de respeto, al tiempo que saluda al médico casi sin mirarle y musitando un distraído: doctor Watson. El vendedor de periódicos escucha su nombre, Billy, y se retira, perdiéndose entre la misma niebla de la cual surgió, dejando frente a frente a autor y personaje. Es mayo de 1899, Conan Doyle y Gillette se encuentran por primera vez antes de partir a Undershaw, la residencia del autor, donde discutirán el destino teatral del famoso detective. 

El Profesor Moriarty y Sherlock Holmes no fueron los únicos que se despeñaron por las cataratas de Reichenbach en El problema final. Tras la caída de la némesis y el héroe, el creador de ambos les acompañaría en el descenso de manera inevitable. Como el mago que renuncia a su mejor y más popular acto, o el cantante que omite la melodía que todos esperan durante su concierto, Conan Doyle descubriría que la vida sin Holmes era más dura de lo pensado, y que provocar la muerte de su más famoso personaje resultó un mal negocio. La enfermedad de su esposa Louis, los gastos derivados de la construcción de Undershaw y su estilo de vida, se verían seriamente afectados por la falta de los ingresos que el detestable detective, según su creador, le proporcionaba. Fechar las nuevas aventuras cronológicamente anteriores a la muerte de Holmes, redituaban dinero pero afectaban al orgullo del médico. Para Conan Doyle, Sherlock Holmes se convertiría en un pariente adinerado al que tiene que recurrirse en tiempos de apremio, jurando -cada vez con menos convicción- que está vez será la última vez

El médico buscó un nuevo tratamiento para su mal y el remedio le condujo al teatro. La representación escénica ofrecía múltiples beneficios: recaudaciones continuas, la escritura de un solo texto generaba ingresos cada noche, mantenía la promesa de no resucitar literariamente –sólo de forma teatral- al detective, al tiempo que lograba enfrentarse a los textos apócrifos sobre Holmes que circulaban en el ambiente teatral, y que no le proporcionaban ninguna clase de regalías. En específico una comedia musical de un acto titulada Under the clock, de 1893 escrita por Charles Brookfield y Seymour Hicks representada en Londres, y una obra dramática Sherlock Holmes (Sherlock Holmes, detective), escrita por Charles Rogers y representada al año siguiente en Glasgow, como lo señala Paul Stuart Hayes en su prólogo a The Theatrical Sherlock Holmes.  

Sherlock Holmes: a drama in four acts tiene como antecedente una obra de teatro escrita por el propio Conan Doyle en la que los jóvenes Holmes y Watson inician su colaboración detectivesca. Tras el rechazo de algunos de los más importantes actores victorianos como Henry Irving y Herbert Beerbohm Tree –quien exigía hacer los papeles de Holmes y Moriarty-, y las restricciones creativas del propio autor convertido en dramaturgo, la obra llegó a manos del productor teatral norteamericano Charles Frohman, quien sugirió que esta fuera adaptada por el reconocido actor y dramaturgo William Gillette, quien además de interpretar a Holmes añadiría su propio estilo al personaje. Necesitado de ingresos rápidos y con pocas opciones, Conan Doyle no tuvo más remedio que ceder, aunque se dio tiempo para imponer una sola condición: su detective nunca se enamoraría. Para el médico, experto en curar casi todo tipo de males, el amor, esa enfermedad que obnubila la razón, y por ende, el proceso deductivo, no tenía cabida en el escenario, sin contar con que la exigencia tenía como propósito reprimir el impulso de Frohman, reconocido por producir obras de teatro románticas. William Gillette, uno de los pocos actores y dramaturgos cuyo genio era igualmente reconocido tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, decidió que la obra teatral del médico carecía de posibilidades dramáticas, por lo que obtuvo permiso para adaptarla. Quiso la fortuna o el infortunio, que tanto la obra original de Conan Doyle como la primera adaptación de Gillette terminaran reducidas a cenizas en el incendio de un hotel en San Francisco, por lo que el actor tuvo que reescribirla desde cero, encomienda que concluyó en un mes.   

Gillette acordó compartir la autoría de la nueva obra con Conan Doyle, de quien mantuvo cinco personajes: Holmes, Watson, el Profesor Moriarty, la señora Hudson y un joven vendedor de periódicos, a quien bautizó como Billy, y que en algunas futuras representaciones sería actuado por un entonces joven Charles Chaplin. Gillette basó la obra en los textos de Un escándalo en Bohemia, El problema final, El misterio de Cooper Beeches y Un estudio en escarlata. La obra, añadió al melodrama el uso de efectos especiales: elevadores ocultos, pasadizos secretos, trampillas, niebla londinense, al tiempo que conservaba el poder de deducción del personaje, su arrogancia, sus meditaciones en bata, la pipa y el hábito de usar drogas. Con esto, Gillette pretendía expandir las posibilidades dramáticas de las que carecía el texto original de Conan Doyle, insertando algunos toques de humor. Los telegramas entre autor y dramaturgo se intensificaron. Gillette, conocedor del teatro hizo una última y arriesgada apuesta al preguntar al médico si podía casar al detective. Conan Doyle, aburrido o necesitado de ver dinero tras tanto tiempo perdido le contestó: Puede casarle o asesinarle o cualquier cosa que quiera hacer con él. Sin embargo, el médico tiene sus dudas. No parece contento con lo que supone será un final romántico, por lo invita a Gillette a viajar a Inglaterra para discutir los cambios.   

En la residencia de Undershaw, tras el encuentro inicial en la estación del tren, Gillette lee la obra completa. El encanto y la distinción del actor terminan por cautivar al médico, lo que quedó registrado en la correspondencia de este con su madre, en la que le compartía que Gillette había logrado una excelente obra, en la que dos actos eran grandiosos. A partir de ese momento, Conan Doyle recordará a Gillette como el hombre que transformó una creatura de delgado aire en un convincente ser humano. El medico escribirá dos obras de teatro para su detective: The Speckled Band: an adventure of Mister Sherlock Holmes en 1910, y The Crown Diamond: and evening with Sherlock Holmes en 1921. Ninguna será actuada por William Gillette en el escenario y gozarán de poco éxito y reconocimiento. Por su parte, Gillette interpretará al personaje con frecuencia en los escenarios hasta su retiro como Holmes en 1932, lo que no le impedirá filmar en 1916 Sherlock Holmes, una película muda dirigida por Arthur Berthelet, basada en la obra teatral de Conan Doyle y Gillette. La película, probablemente el único testimonio del genio interpretativo de Gillette, se mantuvo perdida durante casi cien años hasta reaparecer en las bóvedas de la cineteca francesa en 2014. La caracterización de Gillette como el detective causaría una profunda impresión que perdura hasta nuestros días, particularmente en el cine. Por décadas, para críticos y público la única representación posible del famoso detective pasaba por William Gillette, quien, en el espíritu de coautoría, regalaría al famoso personaje su más legendaria frase: “Oh, this is elementary, my dear fellow”, lo que eventualmente se transformará en una de las frases más famosas de la literatura: “Elemental, mi querido Watson”. El propio actor se daría tiempo para parodiar al famoso detective en The Painful Predicament of Sherlock Holmes, obra de un solo acto representada en dos épocas distintas con fines benéficos. En la obra, una mujer parlanchina y visiblemente alterada solicita la ayuda del detective, a quien entre interminables alabanzas a su genio le va destruyendo de manera accidental sus posesiones. Holmes, sin pronunciar una sola palabra, termina por solucionar el problema que incluye la posesión no muy clara de unos muebles. 

Es agosto de 1914. El conflicto armado que será conocido como la Gran Guerra acaba de iniciar. El hombre ha cambiado su rutina por circunstancias apremiantes. Abandona el hotel Savoy de Londres donde es reconocido y se traslada a uno más alejado, el Palais Royal. Esta actitud no pasa desapercibida para quienes siguen sus pasos. Las recamareras, convertidas en silencioso vigilantes, advierten la extrañeza del nuevo huésped y le denuncian. El hombre llega a su cuarto y encuentra la puerta abierta. Sabe que algo no está bien. Sus sospechas se confirman cuando descubre a dos hombres registrando sus pertenencias, particularmente su portafolio. Los detectives, de aspecto rústico, a pesar de sus trajes bien planchados, preguntan al hombre si habita ese cuarto. El hombre asiente. Los detectives le revelan que han encontrado los planos de la embajada británica en París entre sus pertenencias. La situación se agrava pues los planos contienen marcas que señalan están entradas secretas. Le preguntan qué hará con los planos, a los que el hombre responde que de momento nada. Los detectives se miran entre sí con molestia, como si ese hombre parco, delgado y alto quisiera pasarse de listo con ellos. Un detective, el más tosco, comienza a sacar sus esposas. El hombre sabe que ha llegado el momento de revelar su identidad. A pesar de haberlo sido cientos de veces y lucir como uno, no soy un espía, caballeros, les asegura. Los detectives se miran entre sí, sin comprender esa suerte de acertijo verbal. Son la clase de policías que seguirían cualquier orden superior, aunque esta significara embestir una vidriera por sí mismos. Soy un actor, revela el hombre. Mi nombre es Gillette, William Gillette. No le conocemos, aseguran los detectives. Gillette piensa en los cientos de veces que ha interpretado a un espía en su propia obra Secret Service, y se pregunta si las caracterizaciones de todos sus personajes son como una máscara que termina por apropiarse del rostro original, convirtiendo al verdadero Gillette en un hombre sin rostro al bajar del escenario. ¿Hay alguien que pueda identificarle?, le preguntan. Gillette piensa en multiplicar los cientos de espectadores por el número de funciones que ha representado ese mismo año en Londres, y si ellos podrían ser testigos confiables para este par de tozudos y poco cultivados detectives. Estoy bajo la gerencia del empresario teatral Charles Frohman, revela, pero el nombre nada significa para los detectives. Tendrá que acompañarnos a Scotland Yard, le advierten, a menos que explique el porqué de los planos que encontramos en su poder. Mañana zarpo para Norteamérica, dice Gillette. La salida rápida de un espía, piensa uno de los detectives, inventar una partida presurosa del país en cuanto son descubiertos. Actuaré en una obra que he representado aquí en Londres durante un año. El tercer acto tiene una escena en la embajada británica en París, así que para que todo luzca real en el escenario obtuve los planos de la embajada, confiesa Gillette. Los detectives le miran con incredulidad. Es la peor excusa que han escuchado. Ese hombre, piensan, debe ser el peor de los actores. Uno de los detectives escucha la voz de su mujer quien le reclama por nunca llevarla al teatro, pero quien puede darse tal lujo con el sueldo que gana. El otro se acerca con las esposas. Gillette piensa que es inútil revelarles que el título de la obra es Diplomacia.  Conducido a Scotland Yard donde uno de los detectives le interroga insistentemente, Gillette decide utilizar su último recurso, al que por una extraña razón se ha mostrado renuente a acudir. Sir Arthur Conan Doyle puede comprobar mi identidad, les dice. El otro detective mira a Gillette, cree reconocer al hombre, no recuerda de dónde pero sabe que está cerca de desentrañar su misteriosa identidad. Uno de los detectives telefonea y logra encontrar a Sir Arthur Conan Doyle en su casa en Hindhead. Escucha en silencio. Su expresión cambia y su gesto hosco se transforma en sumisión. Pareciera estar siendo reprendido. Ofrece disculpas repetidas veces a la bocina y cuelga. Hace una seña a su compañero para que le siga hasta una oficina privada. Al salir, los detectives se miran entre sí, decidiendo cuál de los dos debe hablar. El detective hosco le ofrece una disculpa al señor Gillette, y le pide que entienda. Son tiempos de guerra, se excusa, nadie es quien dice ser, cualquiera podría ser un espía alemán. Su mirada se dirige a un punto vago, sin hacer contacto con los penetrantes ojos de Gillette. El otro detective acompaña al actor a la puerta de salida. Duda si es preciso articular un: perdone usted, señor Holmes, pero sabe que haría el ridículo por segunda vez. Al ver alejarse al hombre, piensa en lo que contará a su mujer durante la cena. Lo ocurrido hoy es mejor que cualquier obra de teatro, y además fue gratis. En su residencia de Hindhead, Conan Doyle permanece unos minutos con el teléfono en la mano. Sabe que de alguna forma ha pagado su deuda. Ha salvado al hombre que lanzó por las cataratas de Reichenbach hace veintiún años. Al día siguiente, William Gillette aborda el crucero Báltico rumbo a Norteamérica. 

OTROS AUTORES
DE ENSAYO

Bibliografía 

Conan Doyle, Arthur and Gillette, William. (2012). The Theatrical Sherlock Holmes. London: Hidden Tiger.  

The Arthur Conan Doyle Encyclopedia. William Gillette. Recuperado en: https://www.arthur-conan-doyle.com/index.php?title=William_Gillette 

The Courier Journal, 13 de septiembre de 1914, pp 44. 

The Washington Post, 28 de agosto de 1914, pp 6. 

The Sun Baltimore, 27 de agosto de 1914, pp 18. 

Akron Evening Times, 28 de agosto de 1914, pp 10. 

Zecher, Henry. (2011). William Gillette, America´s Sherlock Holmes. United States of America: Xlibris.  

Coren, Michael. (1995). The life of Sir Arthur Conan Doyle. United Kingdom: Bloomsbury.  

bottom of page