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DE CUENTO

Insistencias del secreto

Andrés de Luna

Las clases en la secundaria eran un vaivén infinito. Ascensos y descensos por temas de física, historia, matemáticas, geografía y otras muchas cosas que poco o nada importaban ante la insistencia del deseo adolescente.

Día y noche las imágenes parecían reiterarse: una joven desnuda entraba a un cuarto, caminaba con coquetería, tocaba su sexo con toda la mano y luego acercaba sus dedos, que se notaban mojados, a un espectador invisible que de seguro era él. La escena nunca la había vivido, ni siquiera había visto a una joven sin ropa. Todo en él era una especia de carga demasiado pesada que quedaba  sin posibilidades de  ser contrarrestada.

Un sábado, un tiempo en que las clases se reducían a la mitad del tiempo de entresemana, él, Osvaldo, tuvo ante sí una escena que iba a ser determinante en su vida, al menos en ese periodo. Había subido al autobús y pasados unos minutos observó a una chica de aspecto un tanto descuidado que venía de  realizar la clase de deportes en su escuela. Todo transcurría con la neblina de lo inmediato. Esto se rompió de golpe al darse cuenta que la muchacha tenía una especie de hueco entre la falda blanca, una ausencia de cierre o de botón perdidos. Al moverse por los violentos enfrenones del vehículo, lo que estaba resguardado salió a la luz, entonces tuvo un fragmento de esa parte del cuerpo de la adolescente. Ella estaba en otra cosa y él veía con insistencia lo que mostraba la púber. Estuvo así durante unos veinte minutos que duró ese trayecto. Había mirado, con cierta extrañeza, esa zona que resulta imposible de contemplar, él se puso nervioso y cuando ella bajó del autobús percibió que su nerviosismo se tranquilizaba. Al llegar a casa recorrió con velocidad un pequeño tramo entre la parada del transporte y la puerta de su casa. Al llegar se dio cuenta de que su madre había ido al centro. Estaba desconcertado, se quitó el uniforme y lo colgó. Al quedarse en calzoncillos vio que estaba excitado. Apenas tocó su sexo y brotó un líquido pegajoso. Se sintió incómodo. ¿Era esto lo que llamaban orgasmo? Lo ignoraba por completo. Guardó el secreto, pero unos días después, masajeó su naciente virilidad y se dio cuenta de que esas gotas eran el placer que estaba soterrado hasta que alguien lo hiciera visible. Entendió que el clímax que obtienen las parejas se debe a estos procesos varoniles, las mujeres debían tener otros mecanismos.  

 

En ocasiones había tenido revistas, de esas que abjuraban de la pornografía, de hombres y mujeres desnudos en playas californianas. Una multitud de carnes, a veces fláccidas, otras de aparente dureza, poblaban ese universo de venas, pelos y pieles tostadas. Los pechos de las mujeres  eran una diversidad de  pezones. De los varones le llamaban la atención que todos, al menos los retratados, estaban en aparente paz, sin levantarse atraídos por la contemplación de las damas, quedaban serenos entre los muslos de esos ancianos y esos muchachos que contemplaban a sus semejantes colocados ante un mar de olas y espumas. También sintió su ignorancia radical al darse cuenta que los miembros de los participantes en esos asoleaderos tenían la cabeza del pene descubierta y otro en cambio, como él, la tenían encapuchada. ¿Qué era eso? Uno de los muchachos con mayor experiencia, le dijo: es la circuncisión. Luego se encargó de explicarle a Osvaldo en qué consistía esa operación.  Esas revistas lo hacían alucinar. Un alumno las llevaba de forma clandestina, eran de su padre y él las usaba con fines nada ocultos, él las alquilaba a sus compañeros, quienes practicaban el onanismo en el descanso  que se daba a las 11 del día. Media hora bastaba para que los muchachos uniformados le dieran rienda suelta a sus genitales púberes. La puerta se cerraba con el pasador y cinco o seis de los alumnos ponían la revista al centro, en el escritorio del profesor, luego se daban a la tarea de frotarse el miembro con alegría. Unos llegaban al clímax con celeridad, otros dejaban que las cosas transcurrieran con más calma, incluso les gustaba ver cómo otros se derramaban antes. Todo se reían de esas erecciones tan inmediatas, tan comedidas y tan dispuestas a regar esperma por el salón de clase, luego les alcanzaba el tiempo para limpiar hasta donde se podía ese atascadero. Lo curioso es que el aroma del semen se esparcía y sin embargo los maestros y los alumnos se hacían tontos ante ese aroma que se mantenía vivo luego del descanso de media hora. Él sabía de esos juegos,  y aun así nunca participaba, más bien los imaginaba, él tenía  un extraño pudor, una especie de barniz que lo alejaba de esos muchachos. Escuchaba las historias sin inmutarse, con una sonrisa nerviosa, a la puede uno entregarse a los catorce años. Ese alumno también rentaba las publicaciones a los «taimados», como bien los denominaba, a los que gustaban del placer solitario en sus casas. Osvaldo era uno de ellos.  

 

Un momento que arrinconaba las rutinas diarias en el salón de clases era el cambio de uniformes para asistir a la clase de deportes. Se advertía a todos los alumnos que debían traer esos atuendos blancos bajo el traje distintivo de la secundaria. Observar esa metamorfosis era algo angelical. Era una actividad compartida y plagada de todos los entrecruzamientos que tiene esa  etapa juvenil. Todo transcurría en la más absoluta discrecionalidad, y si algo había, era sólo un atisbo. Claro, que algunas de las compañeras, sobre todo las más frondosas o las consideradas más atractivas, lo hacían con cierta picaresca que todavía hoy es memorable. A veces se asomaba por ahí un poco de aquí y otro tanto de allá. Era un espectáculo tan ligero y tan mayúsculo que causaba sorpresas. Las chicas eran una especie de capullo que para los muchachos apenas aparecía en el horizonte. Unos eran medrosos, los que estaban lejos de tener novia o de pensar en esta situación. Otros eran los barbajanes que cometían diferentes situaciones que eran reclamadas por los prefectos. Unos eran los que levantaban las faldas de las muchachas. ¡En fin era un día a la semana!  

 

Al salir al patio y formarse, unos alumnos se divertían al comparar el bulto que les daba unos genitales crecidos por la pubertad. Ellos se exhibían como si fueran los últimos ejemplares masculinos que quedaran en el mundo. La mayoría de ellos comenzaba a mostrar los primeros sesgos de unos bigotillos que comenzaban a salirles. Eran tipos que se distinguían del resto por sus características físicas. Desde luego que la gran parte de ellos eran unos lerdos en las clases. Sus actitudes podrían explicarse por el abandono intelectual de sus mentes. En la secundaria todo funcionaba con un exceso de rigores. Había que bajar la cortina y dejar que todo pasara sin más. Un tipo que «aconsejaba» a los muchachos era el profesor de Civismo, un mentiroso que parecía genial en sus comentarios, alertaba sobre tal o cual acción, siempre dejaba sembrada alguna duda sobre cómo actuar ante las jóvenes. Él juraba ser un  hombre de mundo con toda la experiencia en esas lides.  

 

Al regresar a casa, en unos de sus innumerables recorridos, el autobús que lo transportaba de pronto y sin más suscitó un hecho que se anidó en la memoria de Osvaldo. El   transporte  pasaba alrededor de las 14.30 o las 15.00 horas y, gracias a esa lenta regularidad, los usuarios eran casi siempre los mismos y se daban situaciones peculiares. Con sigilo había que ocupar la parte posterior del autobús con el fin de evitar aglomeraciones, empujones, toqueteos y demás molestias. Entonces, al ir en su camino el transporte  llegaba a  un punto en que quedaban desocupadas las bancas laterales. El estudiante de secundaria  se desparramaba junto con su voluminoso equipaje de portafolios y demás instrumentos del supuesto aprendizaje. Un día sus ojos quedaron atrapados ante la imagen de una joven de falda escocesa y blusa blanca que al sentarse de inmediato dejó ver sus pantaletas, lo mejor era que llevaba medias y liguero. Este último fue una prenda que ha desaparecido  en los días actuales. Al fondo, enmarcado por unos muslos discretos pero de bella forma, asomaba la presencia triangular de un calzoncito de tonos claros: rosas, cremas o celestes. Lo mejor de todo fue que la muchacha nunca reacomodó su falda o modificó su forma de sentarse, simplemente conservó la misma posición. Osvaldo descendía antes que ella del autobús urbano. A veces gustaba  quedarse  unas cuadras después de la parada que correspondía  a su domicilio. Él entendió que estaba distraída y que por esa razón le daba lo mismo la colocación de su falda o pensaba que le cubría lo suficiente para evitar el engorro de alisar una y otra vez su vestimenta.  

 

Bendijo la fortuna. Dos vueltas de rotación dio la Tierra, para entonces volvió  a encontrar a la estudiante. Aguardó el instante de tener el  asiento consentido. Ella se sentó primero. Desesperó porque deseaba contemplar de nueva cuenta lo que había sido aquella dicha visual. Obtuvo el lugar y, de nueva cuenta,  estuvo  ante la muchacha de la falda escocesa; el liguero era el mismo y los calzones eran de un tono beige. Esta vez se movió varias veces ante las bestialidades de un chofer cafre. De cualquier modo la demostración fue tan intensa que el rostro de Osvaldo comenzó a sudar. Era obvio que el muchacho debía  tener un gesto de placer y en la entrepierna, escondido como estaba, una erección. Su portafolios y sus demás cosas ocultarían su naciente virilidad enhiesta. El uniforme de la secundaria incluía una corbata y él siempre la conservaba anudada, le molestaba ver a sus compañeros con ese aditamento convertido en un colgajo. 

 

En el eros las complicidades son necesarias. La joven estudiante, que tendría unos dieciocho años, se convirtió en musa ocasional de los sueños lúbricos del adolescente. 

 

Con algunas salvedades, el hecho se volvió cotidiano. Cada quien buscaba ese asiento y comenzaba el espectáculo que duraba alrededor de unos veinte minutos, en los cuales podía estallar la bomba atómica, pero nada suspendía ese maravilloso paisaje de muslos y calzones. Era obvio que la muchacha disfrutaba con esa exhibición. Él notaba  la insistencia de  la mirada, ella  se  mostraba complaciente ante el joven mirón. Osvaldo admiraba  la variedad de  calzoncitos, desde los apastelados, los reiterados blancos y los seductores rojos o negros que aparecían de vez en cuando. Sobre todo en los días que consideraba eran los correspondientes a sus periodos menstruales.  

 

Osvaldo obtenía ese  placer que otorgan los diálogos silenciosos de la complicidad. 

 

Nunca se pronunció una palabra, ni tampoco hubo una sonrisa delatora. Los hechos transcurrieron en la Ciudad de México al amparo de una banca lateral y de una minifalda que estaba hecha para los goces de la lujuria vouyerista. Unos pensarán que era una fantasía juvenil, y que la colegiala simplemente traía una prenda muy corta. El hecho está en que ella podía sentarse en un asiento distinto, y prefería hacerlo frente a quien apreciaba ese juego tan cargado de sugerencias. Era una especie de distinción especial, un encuentro en el que ella admitía y solicitaba esas afinidades electivas. 

 

De hecho, la hora de la salida escolar era un anticipo de ese paraíso inocente que proporcionaba la ciudad.  Osvaldo  aprendió los rudimentos de un deseo que terminó con el fin de la secundaria. La nostalgia se convirtió en pesadumbre, que fue sustituida por el noviazgo  y el descubrimiento de los cuerpos. La memoria conservaría ese recuerdo de intensidades adolescentes o, mejor dicho, de las insistencias del secreto. 

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