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Julio Torri

Ana Elena Díaz Alejo

Permítame recordar con usted al escritor de más fina prosa de las letras nacionales. Docto en el conocimiento de nuestra lengua y de su raíz hispánica, bebió en moldes clásicos el ritmo perfecto y las sonoridades grandilocuentes de las voces más altas. 

Degustador nato de los misterios del alfabeto, obtuvo de él un estilo justo y elegante, una selección léxica imposible de superar, una agudeza de profundidades inalcanzables y una filosa y refinada ironía, todo ello en una aljaba pletórica de un refinamiento espiritual del que manaban ideas, sentimientos, emociones.

Julio Torri nació en Saltillo, Coahuila, el 27 de junio de 1889, sólo un año después del jerezano López Velarde, su contertulio de los grupos intelectuales animadores de la segunda década del siglo XX mexicano. De las tierras norteñas su mirada heredó el modo sereno de vivir con amplitud, pero siempre capaz de disfrutar afectos microscópicos, esos formadores de nuestro espíritu: una delicada estatuilla, un rosal de su jardín. 

 

Lector gozoso y obsesivo, encontró en la palabra escrita su vocación esencial: acompañó en sus aventuras fantasiosos al Hidalgo de La Mancha, escuchó las oscuras agonías de los poetas simbolistas y admiró las exigencias parnasianas del medio siglo xix francés. El Paseo de la Reforma lo escuchó murmurar a Charles Baudelaire mientras las hojas secas, de añejas armonías, le obsequiaban su música, y don Julio, con gentileza, entregaba una de ellas a las páginas del libro cómplice de tardes y de soledades. Bajo las altas frondas del viejo Bosque de Chapultepec, un mismo sendero lo conducía por vericuetos umbríos y por deliciosas líneas de algún texto amigo. 

Escuchar a Julio Torri era traer al presente la sonrisa insinuante de Ramón López Velarde y el gesto suspicaz de José Vasconcelos, sus compañeros entrañables ya idos. Su casa, biblioteca toda ella desde el vestíbulo hasta la alcoba, recibía, como dama quintañona, la visita de los jóvenes atraídos por el ilustre nombre de su dueño, cuya pertenencia al Ateneo de la Juventud había sido su pendón de gloria. Sus libreros se abrían para despedir aromas de palisandro, de caoba y de cedro en armónico bouquet inolvidable; allí la dureza ósea del encino blanco sostenía pesadas colecciones mientras el boj sostenía el bric-à-brac de los recuerdos viajeros. Arropadoras alfombras cubrían los mosaicos antiguos de su salón donde en memoriosas ocasiones, sus alumnos, suspensos, lo escuchamos leer en castellano épico los pasajes más pundonorosos del valiente Campeador, el Cid noble y honesto, leal a su patria y a su rey. Allí nos enamoramos de la literatura, del oficio de escribir, del respeto a las letras.  

 

Escritor exigente, Julio Torri fue su propio crítico, el más agudo, el más irreductible. Su formación latina, su devoción por el griego clásico, su dominio de varias lenguas, su cercanía con hombres y libros, su ir y venir por diccionarios inimaginables, le otorgaron el difícil don del juicio claro sobre la propia obra. Dos han alcanzado la inmortalidad: Ensayos y poemas (1917) y De fusilamientos (1940), pródiga muestra de su señorío sobre el lenguaje y de su soledosa visión del mundo. Sus páginas invocan nuestra sonrisa, pero también presionan sobre nuestros juicios gastados. El perfecto equilibrio rige sus páginas vestidas con el manto de una causticidad incitante y con la levedad poética de un gallardo aticismo. Su lectura es imprescindible para todo lector culto. Estoy segura: usted lo guarda celosamente en sus libreros más dilectos y lo volverá a llevar a sus manos y a sus pensamientos. ¿Verdad que sí?   

 

 

Publicado en el mes de junio de 2020 en  

El puño electrónico (artgraffitieditorial.com.mex) 

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