Albur: Cortés o Hidalgo
Argelio Pérez Sobrevilla
Algo funesto intuías aquel 9 de septiembre de 1829, nubarrones grises patinados rodeaban hacia el este el horizonte marino, las aves desaparecieron en medio de la pesada calma, y hacia el poniente, un paisaje de nubes encendidas coronaba la sierra, como tratando de proteger al sol que se retiraba de su diario quehacer en este rincón del universo.
Una sinfonía de ranas y sapos aturdían a la tropa que acampada entre ciénagas y charcas, en las sabanas de El Humo en la ribera derecha del Pánuco, frente al Pueblo Nuevo de Tampico de Tamaulipas, mientras pensativo, recostado en la hamaca que acostumbras desde niño cuando te llevaron a vivir al puerto de Veracruz y en la misma que muchos años después te despertó la pesadilla que te perseguiría desde la siesta fatídica en San Jacinto, y lamentarías no haber muerto cuando Houston te mantuvo preso, rehén, y así obtener la independencia de la provincia de Texas. Podrías haberte ahorrado el histórico desprecio y humillaciones de la ingratitud de un pueblo, y no recordarte en bronce, como a los Padres de la Patria, y demostrarle así a tu padre que eras superior a tu hermano Manuel por quién tuvo todas sus preferencias, a pesar de tu primogenitura. Al llegar al Pueblo Viejo de Tampico con tu brigada de valientes, decidido a cortarle un trozo a la épica histórica de lo que será esta aún naciente nación, los forzaste a tomar por asalto, y cómo no podría ser, si a Santa Anna de Tampico lo conocías antes de nacer, y su fundación carga tu apelativo que defenderás con honor, motivo suficiente; y con arrojo, das la orden a tu ejército de cruzar el Pánuco, porque te has enterado que Barradas se desplazó hacia Altamira con el grueso del ejército invasor y se ha quedado una débil guarnición al cuidado de heridos y agobiados por la malaria.
Has gustado de las peleas de gallos, jugador de naipes eres. Tu lúdica afición ha entrenado tu vida en las apuestas como una forma de decidir en lo militar y lo político, como en tus amoríos. Tratas de sorprender en la noche a los intrusos, luchan tus soldados «al grito de Guerra» y pasado el mediodía te ofrecen la bandera de parlamento en Tampico de Tamaulipas. Así te encuentra Barradas en el centro de esta población y a pesar de rodearte con sus tropas, no decide presentar batalla no obstante de los apremios de sus oficiales. Respeta el alto al fuego admitido por el comandante de la plaza, te permite retirarte en marcha como desfile de fiesta patria, a tambor batiente hacia tu campamento al otro lado del río. Como en el póker, prefirió el invasor hacer tablas la batalla ante el audaz volido. Tu carta tapada la respaldaban tus supuestas divisiones de patriotas, dispuestos a morir, antes que profanaran «con su planta su suelo», al desbaratar el ejército de la reconquista española.
Qué clase de madera tiene el general De La Garza que fue incapaz de atacar la retaguardia de los peninsulares: a dos fuegos yo los hubiera destrozado, este país necesita con urgencia una contundente victoria que le dé seguridad, que reafirme su identidad, algo en qué creer, un símbolo, un hijo que legitime su origen parental, un segundo Padre de la Patria, concretizar la Gloria inacabada en la lucha insurgente.
Yo que estuve en la guerra emancipadora de la Nueva Granada, combatí a las tropas del Libertador, luchando por lo que creo y defiendo por derecho natural, por mi Dios y mi Rey. Me encuentro entrampado en esta tierra bárbara, sin suficientes pertrechos de guerra, ni alimento para la tropa, «quemé» las naves emulando a Cortés, mal informado. Los habitantes de esta tierra inhumana nos recibirían como libertadores y encontraríamos apoyo en la población, pero huyeron dejando las villas desoladas. Aviraneta, mi secretario político, dice de los soldados de la expedición: los que no están heridos o enfermos están acoquinados. ¿Qué haría Napoleón en mi lugar en este tan insalubre territorio y abandonado a su suerte?
Te enteras que los españoles han movilizado a cuatrocientos hombres y su artillería para reforzar el Fortín de la Barra del lado tamaulipeco, aprovechando la tregua después del combate en el Pueblo Nuevo de Tampico. Al saber de la llegada de las tropas de San Luis Potosí a La Villa de Altamira, desplazas al general Mier y Terán con mil hombres y piezas de artillería al paso de Doña Cecilia, para interferir la comunicación de los invasores por agua y tierra.
Has devuelto al brigadier español una onza de oro, cañonazo con el que quiso sobornar a uno de tus oficiales, misma que te regresó negando el hecho. Somos invasores, no corruptos. Y al recibir comunicados de Barradas y de Aviraneta, solicitando una entrevista para lograr una salida honrosa con el fin de no derramar más sangre inútilmente, abandonar las tierras republicanas, y obtener una honorable rendición, argumentas no estar facultado para tener entrevistas. Pero no puedes dejar escapar la mejor ocasión para alcanzar la tan anhelada Gloria e inicias una batalla mediática. Has enviado misivas al secretario de Guerra, a tu compadre y amigo, el presidente Vicente Guerrero, a quien reconoces como legítimo fundador de la república, le pides recursos, recursos, y te asciende a general de División.
La mañana del 8 de septiembre redactas una carta intimidatoria solicitando al comandante de las huestes monárquicas, la rendición incondicional, que se entreguen a discreción, para salvaguardar sus vidas. No responderás por la furia soberana con la que arremeterán los hombres encomendados a salvar la Patria de las hordas de aventureros que osaron mancillar el alma de un pueblo, que feliz, merece escoger su forma de vivir en paz. Le das un plazo de 48 horas para entregarse, hombres y armas, a la magnanimidad mexicana. Es la respuesta que le darás al brigadier español al pedir el paso libre de sus tropas hacia la Barra para abandonar el país, quién todavía el día siguiente se da tiempo, y en contestación te escribirá que no es la impotencia ni la debilidad lo que le ha decidido evitar el derramamiento de sangre, pero usted puede elegir entre un trato con honor o a sufrir los efectos de este experimentado ejército que ha librado batallas históricas. Siempre preferirán morir con honor a ser degollados ya inermes, lo invito a probar las virtudes militares de esta experta y veterana división. El síndrome de la Alhóndiga de Granaditas.
Lo que comenzó al anochecer con un vientecillo del norte, se convertiría en un fuerte viento arremolinado que desconocías, y en lluvia torrencial que parecía caer en todas direcciones llevado por los vientos sin destino. Tus fuerzas acampadas en el Humo, con el agua a la cintura huyeron a los bosques de las área más altas, se perdieron armas, enseres, la mitad de la pólvora y el parque, y tú pediste que alguien te consiguiera una capa seca para confortar los agitados pensamientos, no ibas a permitir que la Madre Naturaleza te robara la Gloria cuando la tenías al alcance de unas horas, no resolverías la soberanía de la Patria con un abrazo de tufos imperiales, este país necesita un triunfo aplastante y definitivo, no una victoria epistolar.
Apenas resguardado, de la devastación, vientos ciclónicos, el vórtice que crispa, sacas el mazo de cartas, las barajas, echas dos cartas, y le apuestas al rey de espadas. Haces venir a tu compañero de las primeras misiones de juventud, desde cadete, el teniente coronel Pedro Lemus, le ordenas que con una columna de mil hombres ocupe el Fortín de la Barra, desocupado por los españoles para refugiarse en los montes cercanos mientras azotaba el huracán. Lemus argumentará que el tránsito hacia la barra del Pánuco, apenas amainados lluvia y viento, la fuerte corriente del río desbordado, los tremedales, y la oscuridad de la noche del 10 de septiembre, hacían muy difícil el asalto. El plazo para la rendición está por vencer, tiene que ser esta noche. Dios ha dado en cada hijo un soldado, pero a ti te urgen las guirnaldas de oliva; amenazas al Teniente Coronel con relevarlo del ejército o instruirle consejo de guerra. Obedece. Cuando llegan los mexicanos, ya los españoles han regresado al fortín.
La batalla del Fortín inicia con intercambio de fuego de artillería y fusiles y se convierte toda la noche en lucha cuerpo a cuerpo en las primeras estacadas de las líneas de defensa, con el barro hasta la cintura hay una demostración de valor de ambos ejércitos, al amanecer se retiran los mexicanos sin lograr su objetivo, mientras ya están las banderas blancas izándose de nuevo en la ribera del río. Las centenas de muertos y heridos en el campo de batalla te han sido suficientes para cortar a la epopeya un gajo y les brindarás, a los caídos en este asalto a ciegas de la historia, sepulcros de honor.
Ese día, por la tarde en el cuartel general en el Pueblo Viejo de Veracruz, dos enviados de Barradas firmarán la rendición ante los representantes que nombraste. Tú solo ratificarás el acta de rendición, misma que será llevada al cuartel español en el centro del Pueblo Nuevo de Tampico de Tamaulipas, para ser ratificada por el mismo Brigadier.
Otro día te visitará el comandante español para concertar el resguardo de los prisioneros y su regreso a Cuba. Aprovechaste y te concedió un préstamo de seis mil pesos; él partió hacia Nueva Orleáns y de ahí a Francia. Nunca volvería a España.
Tomaste decisiones audaces, no ganaste ninguna de las dos batallas, pero ganaste la guerra, piensas mientras vas en el paquebote inglés que te conduce al puerto de Veracruz. Recuerdas cuando pisaste por vez primera el Pueblo Viejo de Tampico, siendo cadete en el ejército realista con coronel Arredondo; trataron inútilmente de cortarle la huída al cura Miguel Hidalgo y sus tropas derrotadas, años después te adhieres a los acuerdos de Córdoba y al ejército Trigarante. Iturbidista aun familiarmente, unos meses más tarde en estas tierras luchas contra su efímero imperio, das tu respaldo para la fundación de Santa Anna de Tampico y hoy regresas a Manga de Clavo, con la gloria de haber refrendado la soberanía republicana de la mano de un gobierno federalista. Tienes 36 años, todavía habrás de hacer mucho en la historia de este doloroso parto del siglo XIX mexicano.